A esas horas ya era un hecho que Inglaterra le abrazaba: sus hombres de cultura, sus políticos, hasta los ariscos medios de comunicación, pero sobre todo el pueblo. Pero él no busca halagos ni compromisos, sigue adelante con esa mezcla de exigencia y mansedumbre, de inteligencia y corazón.
Quiere comunicar a esa multitud sedienta que la Verdad no es un concepto abstracto, no es el término de un complejo proceso intelectual, sino la persona de Cristo que puede ser encontrada y amada en la vida de la Iglesia, y que nos permite alcanzar "nuestra libertad última y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas". Y cuando esta Verdad es abrazada, cuando da forma a nuestra vida, no puede ser escondida sino que pide ser comunicada, aunque sea a un alto precio. Por vivirla a campo abierto uno puede ser "excluido, ridiculizado o parodiado", pero el cristiano no puede sustraerse a esa misión.
Ahora ha llegado al centro de gravedad de esta visita, y habla de la misión profética de todo cristiano en medio de un mundo lleno de ruido y confusión, de angustias y espejismos. Como si la figura del gran John Henry Newman se recortara con inesperado realismo sobre el trasfondo de nuestra actualidad, Benedicto XVI describe un tiempo de crisis y turbación en el que los cristianos "no pueden permitirse el lujo de continuar como si no pasara nada, haciendo caso omiso de la profunda crisis de fe que impregna nuestra sociedad, o confiando sencillamente en que el patrimonio de valores transmitido durante siglos de cristianismo seguirá inspirando y configurando el futuro de nuestra sociedad".
A cada uno, y especialmente a los jóvenes que le han seguido con entusiasmo desde el inicio de su viaje, el Papa les anima a irradiar la luz de Cristo para "cambiar el mundo y trabajar por una cultura de la vida, una cultura forjada por el amor y el respeto a la dignidad de cada persona humana". Impresiona la intensidad de la escucha, la mirada tensa y cargada de espera de miles de hombres, mujeres y niños con velas encendidas en una noche suave en la que el Sucesor de Pedro renueva su misión: confirma en la fe a tus hermanos, apacienta mi rebaño.
Es verdad que en ese preciso momento tocamos el corazón de esta visita, la pertinencia de la fe cristiana en este siglo XXI que ha dado ya su primera zancada. Pero apenas veinticuatro horas antes Benedicto XVI ha dejado en el aire de Westminster Hall otro discurso para la historia, en la misma senda de los que pronunció en Ratisbona, en La Sapienza o en Los Bernardinos de París. Su voz ha sido un eco de la que resonara hace quinientos años en esa misma sala, en boca del gran Tomás Moro, y se pregunta de nuevo sobre el lugar de la fe en el proceso político. Ante los grandes del Reino el Papa indica que "cada generación debe replantearse qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable y en nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales". Y a continuación apunta al centro del problema: "si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil". Aquí reside el verdadero desafío para la democracia.
Podemos sentir un cierto estremecimiento al pensar que es el Obispo de Roma el que habla en ese momento, teniendo en la memoria al hombre que fue "buen servidor del Rey, pero primero de Dios". Benedicto dice a su imponente auditorio que el papel de la religión en el debate político no es proporcionar las normas y menos aún proponer soluciones concretas, sino más bien ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Y traza un camino de doble sentido: la religión requiere el papel purificador y vertebrador de la razón, pero sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como han demostrado las ideologías totalitarias del siglo XX. "Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe... necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización".
A partir de esta propuesta en positivo, el Papa no teme acometer al laicismo agresivo que trata de expulsar a la religión (especialmente al cristianismo) de la polis, o que pretende imponer a los creyentes la obligación de prescindir de sus convicciones a la hora de intervenir en el debate público. Esto es en sí mismo un fracaso social, además de una injusticia y un empobrecimiento para todos. Por eso lanza la invitación a promover el diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de la vida nacional. Un impresionante discurso que abre caminos de futuro para una de las cuestiones más vitales de nuestras democracias en este siglo.
Debemos concluir en Birmingham, en el centro de Inglaterra, donde Newman vivió como sacerdote católico y donde permanecen sus restos. Ante setenta mil personas Benedicto XVI vuelve a hablar del Newman moderno y anclado en la Tradición, del hombre de la conciencia, de la rectitud y la mansedumbre, el hombre que con la experiencia viva de su fe (razón y corazón) no dejó nunca de afrontar "las cuestiones del día". Pero también del pastor de almas que gastaba su tiempo en atender a los que buscaban, a los pobres y a los que sufrían la soledad o el dolor físico. Y hace suya una frase del nuevo Beato que es todo un programa: "quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan dar cuentas de él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla". Gracias por este viaje, Santidad.
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