Ayer celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz –en muchos pueblos, la «fiesta del Cristo»–. Del madero de la Cruz cuelga Jesucristo, Varón de dolores, triturado por los sufrimientos, herido y despreciado de los hombres, condenado y ajusticiado por ellos, Hijo único del Dios vivo, obediente hasta la muerte, por nosotros los hombres, para darnos vida en un derroche de amor divino para con nosotros, pecadores necesitados de Él, de su salvación y su perdón. En la Cruz, Jesús calla, guarda silencio, su silencio se hace palabra, palabra elocuente donde Dios nos lo dice todo, palabra única, llena de gracia y de verdad. En la Cruz aparece, en la debilidad del que cuelga del madero como un proscrito, la fuerza todopoderosa del amor y de la misericordia de Dios que lo llena todo hasta el vacío y el abismo de la muerte, y la luz que disipa la negra oscuridad del pecado, de la injusticia y del odio.
«¿Dónde, nos preguntan los hombres de nuestro tiempo, está vuestro Dios?». No podemos decirle sino que colgado del madero de la Cruz, crucificado en medio de dos malhechores como un malhechor más, condenado sin defensa ni protección y rechazado en juicio sumarísimo, tan sumarísimo que no se da lugar a que responda. Ahí está Dios en el silencio de la cruz, en el grito desgarrador de su Hijo, y de todos los crucificados de la historia que con Él gritan al cielo y claman ante la tierra «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»; «¿hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome, hasta cuándo me esconderás tu rostro?».
Éste es el gran escándalo de la Cruz, y, por ende, de la fe cristiana: ¿cómo puede ser Dios uno que muere condenado a manos de unos poderes ciegos y de una muchedumbre manipulada, pero consciente, y sumido en un fracaso a los ojos de los hombres? ¿Se puede seguir creyendo en Dios en medio de ese lado tan oscuro de la vida que es el mal y el sufrimiento bajo tantas y tantas formas en número ilimitado? ¿Se puede creer ante la muerte, más aún si es violenta de los niños, o tras las grandes masacres destructoras de los siglos XX y XXI, que todos tenemos en la memoria? Si Dios es tan bueno, si Dios nos quiere tanto, ¿por qué permite tanto sufrimiento?; si es tan poderoso, ¿por qué no interviene? Son las quejas y preguntas amargas de la humanidad amasada con el dolor, el llanto, el sufrimiento.
Que Dios no intervenga con su fuerza en favor de los que sufren, como no intervino en favor de Jesús, no significa que esté ausente o indiferente ante el sufrimiento de los hombres. Significa más bien todo lo contrario: que asume y hace suyo el sufrimiento de los suyos, como hizo suyo el sufrimiento de Jesús, para redimirnos con su amor, para enseñarnos a padecerlo. A Dios no le es ajeno el sufrimiento de los hombres, se identifica con él; así muestra la densidad y el espesor de ese sufrimiento: es el sufrimiento de su propio Hijo. Al mismo tiempo es el «no» de Dios al mal, reflejado en esa forma suprema que vemos en la Cruz del que, siendo de condición divina, se ha despojado de su rango para darse todo en amor sin límites. En la Cruz, pues, Jesucristo abre la esperanza para todos los hombres, especialmente para los pecadores y los marginados y excluidos de la sociedad, llevados a morir fuera de los muros de la ciudad tranquila y del bienestar egoísta, para todos los desheredados de la historia, al revelarnos, desde su propia condición de Hijo único, el corazón de Dios como Padre querido, que no deja al Hijo en la estacada del abismo, Padre también de ellos, de los últimos y pecadores, acogedor de todos los necesitados y a veces desahuciados de salvación. Jesucristo, colgado de la Cruz, nos muestra que la salvación no está con los sabios y entendidos de este mundo, sino que más bien está con los que han perdido; con los repudiados y rotos; con los que no han llegado, con los despojados y perseguidos.
Desde la Cruz nos alcanza la salvación nueva y definitiva, total, la superabundancia de salvación, de justicia y de sentido, que no es otra que Dios mismo: misterio insondable de amor. Es en el vaciamiento de Dios en la Cruz de su Hijo, sin reservarse nada, donde se manifiesta su benevolencia y su amor. Y al dar su vida en la Cruz por nosotros, los hombres, da todo el amor de Dios; no se guarda nada para sí. Es ahí también, en la Cruz de Jesucristo, donde acaece el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora y hostil, la humanidad fratricida y perdida, la humanidad pecadora. Juicio que no es otro que su infinito amor actuante, su gracia misma, su perdón, su justificación, desde donde, por contraste, se hace patente nuestra maldad y nuestro pecado y se nos llama a la conversión: a asumir el amor que Dios mismo pone en nosotros para que lo llevemos a cabo consumando su obra.
Ahí, en el Crucificado, descubrimos la libertad de Dios para amar; ahí está su omnipotencia: la omnipotencia de su amor. Ahí vemos a Dios, afectado e impresionado por el dolor y la miseria, por el pecado y la maldad del hombre, su cercanía y su compasión para con los desvalidos. La muerte de la Cruz es la señal y la prueba elocuente del amor de Dios a los hombres (Cf Jn 3,16), que quiere que todos los hombres se salven. Ahí, en la Cruz, acaece la victoria del amor de Dios. «Victoria, tú reinarás, oh, Cruz, tú nos salvarás!». ¡Salve, Cruz, esperanza única!