Muchas personas viven con miedo a la enfermedad, a la muerte, a la pérdida de la amistad, al fracaso ante los problemas de la existencia y a la falta de valoración o reconocimiento por parte de sus semejantes. Si nos paramos a reflexionar, detrás de estos miedos es posible descubrir un apego excesivo a las personas y a las cosas que impide vivir en la verdad y ser auténticamente libres.
Ciertamente, cada día hemos de dar incesantes gracias a Dios por las personas y cosas que pone en nuestro camino, pero al mismo tiempo es preciso que vivamos con la convicción de que todo en este mundo es pasajero, transitorio y efímero. Sólo Dios es eterno y nos brinda la posibilidad de permanecer unidos a Él para participar de su eternidad, renunciando a dominar y a poseer las cosas y las personas.
Cuando ponemos nuestro corazón en el Señor y confiamos en su poder y en su amor, no deberíamos temer nada. Incluso si llegásemos a perder lo que tenemos, el amor de Dios siempre está ahí para ofrecernos fuerza y esperanza, para sostenernos en medio del dolor y del sufrimiento. La confianza en el Señor nos dice que, si perdemos algo, Él nos regalará nuevas cosas y nos abrirá nuevas rutas para seguir caminando.
Quienes viven con miedo ante la pérdida de cosas, olvidan que Dios les ha regalado un Espíritu de amor y no de temor (Rom 8). Por eso, como el mismo Jesús les dirá a los apóstoles, el miedo no tiene razón de ser, si de verdad se fían de Él como el enviado del Padre y como su Salvador: “Hombres de poca fe, ¿por qué tenéis miedo?” (Mt 8, 26).
En nuestros días son muchos los cristianos que, habiendo superado el miedo a quienes se consideran adversarios o enemigos de la Iglesia, dan testimonio de una fe madura y viven con gozo su misión evangelizadora. Pero, aún constatamos que algunos bautizados ocultan o disimulan sus convicciones religiosas, porque tienen miedo a ser mal vistos por sus compañeros o a ser marginados por su condición de creyentes.
En las reflexiones sinodales hemos de pararnos a pensar si el egoísmo, la fuerza de las ideologías y la indiferencia religiosa producen en nosotros miedos que pueden estar condicionando la presencia y la actuación de la Iglesia en el mundo. Si esto sucediese, deberíamos contemplar a tantos hermanos que rubricaron su fe con el martirio y en tantos otros que, por confesar su fe en Jesucristo, sufren marginación, persecución o discriminación en sus respectivos países.
Publicado en el portal de la diócesis de Sigüenza-Guadalajara.