Como un inocente corderito, cándido y olvidadizo, la otra noche me senté a ver la película de Las trece Rosas - una más de la Guerra Civil, una más de Los Girasoles Ciegos y yo no sé cuántas más de lo mismo -, y cuando un sacerdote entregó en el altar a un jovencita algo núbil y revolucionaria a manos de los vándalos nacionales, mi interés se esfumó como cuando el mago hace desaparecer un objeto entre el vaho blanco de un misterio demasiado finito. La película apuntaba a conmover - ingrediente esencial para la buena ficción -, pero a mí me aburrió, y la dejé sin acabar.

Y no se trata de intransigencia, no se trata de impedir que Almudena Grandes triunfe con su corazón helado o con su Inés y la alegría. No se trata de eso. El respeto hacia un escritor o hacia un director de cine creo que debe prevalecer más allá de nuestras creencias. Pero yo también gozo de una amable libertad que me permite ver, leer y escuchar según mis criterios. Y es que las películas contemporáneas de la Guerra Civil española aburren con su tendenciosidad y sus pinceladas anticlericales. En tiempos en los que el juez Baltasar Garzón es jaleado por desenterrar bandos y odios, en tiempos en los que el cine español agoniza con taquillas pírricas, en tiempos en que la ficción es instrumento de manipulación y falta de rigor, no es de extrañar que yo me canse o me aburra con una de lo mismo, de lo de siempre. Lo extraño es que no lo hagamos todos los que nos sentimos católicos.

El éxito de La Última Cima en los cines españoles - con una inversión ridícula para su cosecha -, el clamor que supuso Bella o el letal éxito de La Pasión nos demuestran que hay espectadores que buscan este tipo de cine. El éxito como novelita de Miguel Aranguren, de Jesús Sánchez Adalid o de María Vallejo Nágera, entre muchos otros, nos demuestra que otro tipo de literatura es posible. Y lo sería aún más, si hubiese un compromiso de los católicos por leer, ver y escuchar un arte impulsado por personajes con ciertos valores humanos y cristianos que intentan influir en el mundo.

Sin embargo, me sorprende la candidez del público. ¿Se puede cuestionar la manipulación de Ágora y recomendarla siendo cristiano? Sí, se puede, pero es inexplicable. ¿Se puede recomendar las películas de Almodóvar siendo creyente? Sí, se puede, pero es necio. ¿Se puede jalear la exitosa saga Millenium de Stieg Larson? Sí, se puede, pero es injusto cuando hay obras muchísimo mejores que atrapan, entretienen y pretenden la verdad.

¿Qué quiero decir con esto? ¿Qué estas obras no debiesen existir? ¡No, por Dios! Tienen sus muchísimos lectores, un público entregado y fiel que suele tragar sin criterio lo que se les ofrece, y otros cuantos que lo hacen por convicción, porque sus ideas divergen de las mías. ¡Y también es respetable! ¡Claro que sí! Pero que los cristianos no reaccionemos, ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que recomendemos películas, libros y música que van en contra de la verdad – que no es otra cosa que buscar el bien? No digo radicalmente que no las veamos, porque debemos estar informados, saber lo que se hace, y si el estómago lo digiere, adelante. ¡Pero no las recomendemos, por Dios! ¡Tengamos criterio! Y lo digo porque se hace, y mucho. Seamos astutos como lobos, sin dejar de ser mansos como las palomas.

Yo pienso que somos cándidos, relajados y algo imbéciles - me incluyo entre estos últimos -. ¿Alguna vez se han parado a pensar qué pasaría si todos los católicos acudiéramos a consumir arte de calidad, humano y digno? ¿Se les ha ocurrido? Porque si hiciésemos eso, si hiciésemos eso habría muchas más de las de La Última Cima y mucha más de La Sangre del Pelícano y de las de Las Sandalias del Pescador. Creo que nuestra inocencia es proporcional al éxito del rodillo mediático y que ya va siendo hora de lanzar un S.O.S. e invertir esta situación.

Nuestro poder es mayúsculo, pero me da la sensación de que quizás todavía no lo hemos comprendido. ¡Espabilemos! Debemos dar un paso adelante en la cultura actual.
 
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