Cada cierto número de meses, la historia de Jesucristo vuelve a ser noticia (sensacionalista) para algunos medios. Aparece un “quinto” evangelio, más histórico que todos los libros sagrados juntos, y pone patas arriba, según ellos, la fiabilidad y los principios básicos del cristianismo. Cuando no es un quinto evangelio el que aparece, son novelas noveladas estilo Dan Brown, que algunos escrutan como reflejo de la historia.
Este verano he tenido la oportunidad de leer un “quinto evangelio”, mucho más fiable, riguroso e histórico. A decir verdad, no lo he leído; lo he tocado, olido, caminado, escuchado. Buscando las raíces de nuestra fe, he peregrinado a Tierra Santa, el centro de las grandes religiones monoteístas, musulmanes, judíos y de modo especial cristianos. ¿Qué enseña esta Tierra, centro de tantas peregrinaciones, a una sociedad como la nuestra, técnica, científica y tan volcada en dos divinidades: Progreso y Libertad Absoluta?
El cristianismo, esta religión que sigue iluminando la historia de muchos seres humanos y los fundamentos antropológicos de nuestra cultura, es ante todo una realidad humana e histórica. En sus inicios hay numerosos hechos tangibles, más que probables incluso desde el punto de vista del rigor histórico. Es curioso constatar cómo la arqueología y la tradición ininterrumpida dan testimonio de que en ciertos lugares pasó “algo”, y ese algo forma parte de la historia que ha dividido la historia en dos: antes de Cristo y después de Cristo.
Creemos con facilidad lo que nos cuentan de nuestros abuelos o bisabuelos; damos plena fiabilidad a lo que un guía turístico nos transmite (supongo que de buena fe) o escuchamos en la televisión. ¿Por qué vamos a dudar de otra tradición, más amplia, más refrendada por abundantes testimonios? ¿Acaso podemos negar el hecho histórico de Jesucristo, y de que fue alguien que cambió radicalmente el rumbo de la historia?
No hay que ser ingenuo, es cierto, ni defender como histórico lugares conmemorativos. Pero por la misma regla de tres, hemos de aceptar la tradición, la historia, los testimonios arqueológicos. ¿Fue cierto que Santa Elena, madre del emperador Constantino, encontró la cruz en la que murió Cristo tres siglos y pico antes? Tal vez sí, o probablemente no, pero eso no niega el hecho de la muerte de Cristo, más o menos en ese lugar. Y que hubo algo muy especial (la resurrección), para que aquello no quedase en agua de molino.
En estos santos lugares es más interesante lo divino que se ve de nuestra religión. Un hombre que se dice Dios, o es el mayor loco e impostor, o dice verdad. Y no es fácil engañar a tantos millones de personas a lo largo de 21 siglos. Mucho menos cuando esa confesión de fe ha supuesto sufrimiento para muchos, dolor, tortura, e incluso una muerte atroz.
El cristianismo, y creo que ahí está su grandeza, es una religión divina y humana. Está presente el poder de Dios, la grandeza del Creador y de la creatura, los ideales más excelsos. Y a la vez, en una simbiosis perfecta, la debilidad del ser humano, su limitación, su querer el bien pero muchas veces hacer el mal. Esa perfecta unidad dual, de grandeza y pequeñez, de proyectos y aparentes fracasos, es el reflejo de la divinidad y humanidad de su fundador.
Con gran acierto, el Vaticano II sintetizaba esta experiencia de la humanidad y divinidad de Cristo en unas hermosas palabras:
El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado… Cristo … manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. (Gaudium et spes 22).