El tema homosexual es muy cansino y hasta da pereza escribir sobre ello. Para los que lo utilizan como bandera progre es como el piercing, los vaqueros de talle bajo o la aceptación del libertinaje a gusto del consumidor. Es un reclamo de atención, para acoplarse a la moda gregaria, imponiendo un pensamiento irrefutable, que si es cuestionado, se corre el riesgo de ser crucificado como retrógrados u homófobos. Entonces uno tiene la tentación de callar, intentando no incurrir en alguna blasfemia, porque las palabras, al final, se acaban volviendo como cuchillos boomerang en los medios. Sin embargo, el que calla otorga, y así se deja correr más y más una corriente que anega con su pensamiento axiomático.
Y no se nos da la gana.
Yo no tengo nada en contra del homosexual. Lo he dicho varias veces, si hasta podría serlo y todo, y qué más da. Lo que harta es el hartazgo. Esa imposición de que son una gran mayoría, cuando son una pequeña minoría jaleada por los llevan el pin de lo trasgresor. ¿Qué serie o programa no cuenta ya con su bufón o protagonista gay? ¿Quién no ha escuchado jactarse de tener un amigo con novio o al revés? ¿Quién no ha sentido el filo de la reprobación cuando se sugiere que no es normal? ¿Que no es normal? ¡Qué has dicho!
Al fin y al cabo, vivimos el efecto Orson Welles, porque, como en La guerra de los mundos, todos al final parecen serlo y hasta uno mismo se acaba cuestionando su condición.
Bien es cierto que nos conmueven las lapidaciones en algunos países árabes, el aislamiento por cuestión de sexo y otras tantas barbaridades en contra de hombres y mujeres con los mismos derechos que los demás. Y es que nuestra condición sexual no puede vetarnos del mundo. A nadie le interesa. Simplemente debemos ser valorados por lo que somos. Y punto. Convertirlo en un circo del estilo Orgullo gay desmerece a los homosexuales, y nos acaba agotando.
Dicen que la película ¡Te quiero! Phillip Morris comienza con la frase de “esto es una historia verdadera. De verdad”, y en sus Tentaciones de verano de El País, Jordi Minguell ya lo jalea como una historia de amor verdadero. Esta comedia romántica de Jim Carrey y Ewan McGregor, con sexo anal, robos, fraudes financieros y travestismos varios se convierte para el crítico en una historia de verdadero amor. De amor del bueno, del de verdad.
Yo, desde luego, no seré quien discuta si estos dos hombres sienten amor o no, es más, seguramente sea así, más allá de las confusiones sentimentales que podemos hallar aquí. Pero que esto sea amor de verdad es provocador, y si trascendemos esto, hilarante.
¿Qué podemos decir entonces de ese hombre que mima entre caricias a su mujer postrada más de veinte años? ¿Qué podemos decir de los matrimonios que han forjado una familia unida con hijos que los respetan y los quieren en su ancianidad porque aprendieron de su amor y su respeto? ¿Qué podemos decir de las tantísimas parejas – cada vez menos, también es cierto – que van al altar ciegos de amor por el otro? ¿Y de los misioneros que son capaces de mantenerse en sitios miserables porque aman a sus gentes? ¿Y de lo que sentía la Madre Teresa de Calcuta cuando impulsó su misión? ¿Y de lo que sienten tantos otros y otras cuando están junto al enfermo? ¿Y del cariño de nuestros abuelos, de nuestros buenos maestros y amigos entrañables? ¿Nada de esto es amor de verdad?
El tema de la homosexualidad agota, y no porque se los acepte o no, porque sean buenos o malos. Agotan porque se quiere imponer su…, lo que sea, como en el nuevo paradigma al que deberíamos aspirar todos. Y nos harta.