Un viaje por la Toscana, en pos de los frescos que en la edad de oro de la Cristiandad ilustraban los muros de las iglesias, me permite entender la razón primordial del agostamiento de la fe en nuestra época, que no es sino la consecuencia lógica de un proceso iniciado muchos siglos atrás, cuando aquellos frescos empezaron a ser raspados de las paredes. En las iglesias toscanas donde tales frescos sobrevivieron al «cambio de sensibilidad estética» decretado a partir del siglo XVI (cambio de sensibilidad que no era sino el disfraz de un furor iconoclasta encubierto, de raíz protestantoide), ¿qué descubrimos? Pues descubrimos que tales frescos narraban a los cristianos de la época, en imágenes muy comprensibles a cualquier inteligencia, la historia de la Salvación, concluida… no con la muerte y resurrección de Cristo, sino con su segunda venida. Porque el epicentro de todas estas narraciones iconográficas que han sobrevivido a la destrucción es un Cristo en gloria y majestad que juzga a vivos y difuntos desde su trono, rodeado de jerarquías angélicas. A sus pies, los pintores de aquellos frescos pintaban la resurrección de la carne –hombres y mujeres que salen atolondradamente de sus tumbas, convocados por el tañido de una trompeta, como quien despierta de un letargo—; a su derecha, pintaban los gozos de la Jerusalén celeste; a su izquierda, el llanto y crujir de dientes de la condenación eterna.
Así se representaba siempre; y el fiel de aquellos tiempos sabía cuál era el fin de su peregrinaje. Los misterios parusíacos han sido escondidos, escamoteados, casi borrados del horizonte de la fe; si hoy mismo se hiciera una encuesta entre los católicos, aun entre los más practicantes y devotos, descubriríamos que nueve de cada diez desconocen, o conocen muy deficientemente, las realidades últimas, que para cualquier campesino de la edad de oro de la Cristiandad eran tan familiares como el Paternóster. Tales realidades últimas han sido hoy excluidas de las catequesis, y los curas han dejado de predicarlas; y, aunque se siguen recitando en el Credo, se trata de una recitación maquinal, rutinaria, despojada de sentido vivificante. El Apocalipsis de San Juan, que es el Evangelio de esas realidades últimas, ha sido confinado a la categoría de libro esotérico, de lectura poco menos que desaconsejada; y el fiel de nuestros tiempos no sabe hacia dónde peregrina, con lo que se ha convertido en una suerte de pato mareado que camina en círculo, haciendo girar la rueda de molino de una fe que, privada de su horizonte escatológico, se queda reducida a moralina inmanentista.
En su discurso del Areópago, San Pablo trata de predicar su fe con palabras que resulten inteligibles a los hombres de su tiempo, formados en la filosofía griega; pero, llegado el momento, le echa un par de cojones y no elude hablar de la resurrección de la carne, que entre su auditorio causa rechazo y escándalo. Sospecho que por miedo a ese rechazo y escándalo, por temor a no ser aceptada en un mundo «racionalista», la Iglesia titubeó en su predicación de la Parusía de Cristo, que es un dogma tan constitutivo de la fe cristiana como el de su Encarnación. Y sin Parusía no hay esperanza que valga, porque todo sufrimiento es en balde, y la fe se convierte en una masa delicuescente de creencias superfluas, perfectamente sustituibles por un código de buena conducta y una vaga afirmación de trascendencia (almitas como luciérnagas, revoloteando en derredor de una abstracta divinidad). Si la sal se vuelve sosa, ¿quién podrá salar el mundo?
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