Antes de comenzar con la historia, es necesario decir algo sobre la crónica. Recordando sobre todo que las comunidades protestantes, las ortodoxas -y también las judías- registran «crisis de vocaciones» iguales, cuando no superiores, a las de la Iglesia católica, a pesar de que pastores, popes y rabinos puedan acceder al matrimonio.
El matrimonio, por tanto, no sería el remedio a la escasez del clero. Ni sería el remedio a los desórdenes sexuales en ciertos ambientes religiosos, empezando por la pedofilia. Sobre todo porque ésta se manifiesta sobre todo con pulsiones homosexuales (los niños son víctimas en mayor grado que las niñas) y tener una mujer no sería por tanto la respuesta adecuada. Y además, porque, como confirman todas las estadísticas, la gran mayoría de los abusos se verifica en el seno de la familia, sobre todo de padres hacia hijos y tíos hacia sobrinos, luego aquí tampoco sería el remedio.
Dejemos de lado también -aunque desde una perspectiva de fe es algo decisivo- la «conveniencia espiritual» del lazo entre castidad y sacerdocio sobre el cual se ha ejercido durante milenios la reflexión de santos, místicos y padres de la Iglesia. Y no entremos, con mayor razón, en una «conveniencia social» por la que el propio celibato ha impedido a la Iglesia que se convirtiera en propiedad de clanes familiares, de estirpes dinásticas, de castas ligadas por parentesco.
Si sólo el «nepotismo» de los papas ha causado ya tanto daño, ¿a qué habría conducido que todos los curas favorecieran a sus hijos? No es casual que las Iglesias griegas y eslavas sean tuteladas: mujeres e hijos sólo para los popes que pululan por las parroquias, pero no donde hay poder y riqueza, es decir, en los episcopados y en los monasterios.
Para entrar en materia: esto demuestra que la «continencia sexual» no es el simple producto de una decisión eclesiástica, en muchos casos tardía y limitada al catolicismo. Se trata de una elección que se remonta a los orígenes de la Iglesia que la Tradición más antigua corrobora y que, durante siglos, ha sido practicada tanto en Oriente como en Occidente.
No es un dogma, ciertamente, sino un aspecto de la Tradición que se debe tratar con la debida reverencia a lo que se considera que se remonta a la época apostólica. Lo ha demostrado -en unas ochenta páginas densas y de irrefutable erudición, publicadas por la Librería Vaticana- el cardenal Alfons Stickler que, como bibliotecario y archivista emérito del Vaticano, ha tenido acceso a todas las fuentes.
En la Iglesia primitiva, la mayor parte del clero estaba compuesto por hombres maduros que, accediendo a las órdenes sagradas, dejaban a su mujer, con su consenso, y confiaban su familia a la comunidad. Desde entonces, estaban llamados a vivir en perfecta continencia, residiendo ya no en su casa, sino en edificios eclesiales. También se lee de vez en cuando en artículos de autores serios que esta renuncia habría sido impuesta después del año 300 en el Concilio -en realidad un simple Sínodo- celebrado en España, en Elvira.
Lo cierto es que, como demuestra el cardenal Stickler, los textos muestran que allí se rebatió la praxis de la continencia, considerada «tradición inmemorable», y se decidió a castigar los abusos, expulsando del clero a quien mantuviera relaciones con su mujer. Al contrario, por tanto, de lo que se afirma a menudo. Otros Sínodos -o Concilios- confirman que la abstinencia sexual se remonta a los tiempos apostólicos y no puede, por tanto, cambiarse.
Numerosos documentos pontificios, como el del Papa Siricio, en el siglo IV, aprueban cuanto había sido establecido por los delegados conciliares. Y los padres de Occidente -Ambrosio, Jerónimo, Agustín- están de acuerdo sobre virginidad, celibato o continencia no sólo para los sacerdotes, sino también para los diáconos. Nunca, asegura Stickler, ni siquiera en los documentos más antiguos, nunca esto ha sido considerado una novedad, sino siempre un dato indiscutible de la Tradición primitiva.
Desde esta perspectiva, no se sabe muy bien qué pensar de profesores notables que, en estos días, han apoyado la tesis (cercana a la propaganda manipulada de los viejos luteranos y calvinistas) según la cual de continencia clerical se podría hablar sólo desde 1139, con el segundo Concilio de Letrán. En realidad, se estableció entonces que los matrimonios eventuales contraídos por miembros del clero no sólo eran ilícitos, sino nulos, no ocurridos. Subraya Stickler: «Esta severa sanción es la enésima confirmación de una obligación a la continencia que existe desde siempre».
¿Y qué hay de las Iglesias de Oriente, donde sólo los monjes y los obispos están obligados a la continencia absoluta, mientras sacerdotes y diáconos pueden casarse, mientras el matrimonio sea el primero y el único, contraído antes de la ordenación? Todos los documentos muestran que durante muchos siglos, también en aquellas comunidades se discutió la abstinencia practicada en Occidente y que las excepciones que se conocen se remontan a fuentes falsificadas.
Sólo en el 691, en el Concilio Trullano, se estableció lo que todavía hoy está en vigor para los ortodoxos. Pero hubo una capitulación explícita: que la Iglesia de Oriente no tenía la organización jerárquica de la de Occidente, y le faltaban medios para reprimir los abusos, cada vez más numerosos. No sólo eso: sometida al emperador bizantino, cedió a los políticos que juzgaban más controlable a un clero que «tenía familia».
Se intentó salvar el principio, imponiendo la abstinencia sexual al menos en el periodo en que los sacerdotes estuvieran ejerciendo y diciendo misa, y pretendiendo castidad de obispos y monjes. Una situación obligada, no ciertamente la ideal, como lamentaron y todavía lamentan muchos en Oriente. Es curioso que algunos, ahora, lo consideren deseable también para Occidente.
Traducción: Mar Velasco
© ReL (Grupo Libres) Todos los derechos en lengua española
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