Leí en cierta ocasión una anécdota muy ilustrativa de lo que podríamos denominar el ‘poder persuasivo’ de la maledicencia, esa capacidad corrosiva que poseen las mentiras para infiltrarse en la realidad y envenenarla, hasta acabar configurándola a su antojo. La anécdota la protagoniza Louella Parsons, una periodista de cotilleo que durante décadas mantuvo en vilo a los magnates de Hollywood, una de esas lenguas –o, más exactamente, plumas– viperinas que conseguían encumbrar la carrera de un actor o, por el contrario, hundir su reputación con unas pocas palabras ditirámbicas o insidiosas.
Louella Parsons (1881-1972).
Temida y reverenciada por igual, Parsons disponía de una tupida red de informantes, infiltrados en las estructuras de los grandes estudios y diseminados por los tugurios más frecuentados de la época, que le permitía aventurar primicias cuyo eco podía hacer tambalear los cimientos de oropel de la fábrica de sueños. Una de las especialidades más apreciadas de esta comentarista vitriólica consistía en anticipar divorcios, infidelidades y demás arrechuchos de la vida conyugal de las estrellas de Hollywood, materia de incesante novedad que hacía relamerse de gozo a sus lectores. En cierta ocasión, Louella Parsons recibió de uno de sus informantes un chivatazo suculento: Elizabeth Taylor, que por entonces aún no había estrenado su feroz carrera de nomadismo sentimental, estaba a punto de separarse.
Liz Taylor (1932-2011), en Cleopatra (1963), de Joseph L. Mankiewicz.
El soplo, que le llegó por escrito, debía de estar redactado con una letra algo embarullada, o quizá la presbicia empezaba a causar estragos en esta submarinista de alcantarillas, porque a la mañana siguiente apareció en la prensa que Robert Taylor se disponía a romper su matrimonio.
Robert Taylor y Barbara Stanwyck: estuvieron casados entre 1939 y 1951.
El damnificado, un veterano actor que se había contado entre los galanes favoritos del público y que para entonces empezaba a saborear las hieles de la decadencia, se desayunó estupefacto con la noticia. Tanta fue la impresión que le causó que se desvaneció; y recuperado del síncope telefoneó a Louella Parsons, que siempre le había dispensado muestras de deferencia y hasta de predilección: «¿Quién te ha contado semejante patraña, Louella? –la reconvino–. Mi matrimonio marcha viento en popa. Nunca había sido más feliz con mi esposa». A Louella Parsons le sorprendió que uno de sus soplones se hubiese atrevido a intoxicarla; se preciaba de manejar información fidedigna e infalible. Entonces, al revisar la nota del chivatazo, reparó en su error; pero de inmediato llegó a un arreglo con el veterano Robert Taylor: «Tú sabes mejor que nadie, Bob, los muchos favores que me debes –le dijo–. He ocultado tus devaneos, he silenciado tus farras, he contribuido a ennoblecer tu imagen, ocultando todos tus adulterios. Ahora te pido que me correspondas. Si reconozco mi error, mi prestigio se reducirá a escombros. Te propongo un arreglo». El arreglo que Robert Taylor se avino a aceptar consistía en lo siguiente: de común acuerdo con su esposa, el actor fingiría una ruptura y se marcharía a vivir durante una semana a un hotel, mostrando ostentosamente a los ojos de Hollywood que la Parsons había acertado, una vez más, su pronóstico; una vez transcurrida esa semana, Taylor anunciaría a la prensa que el malentendido con su esposa había sido reparado y que ambos volverían a ser una pareja dichosa y blindada contra las desavenencias.
Resignado, Robert Taylor se dispuso a ejecutar la pantomima. Sin embargo, recién instalado en el hotel, empezó a recibir llamadas compungidas o feroces de sus amigos: «Ya era hora de que te decidieras, Bob. Esa zorra no merecía tu amor», le soltaba uno. «Todos lo sospechábamos, Bob, pero ninguno nos atrevíamos a decírtelo. En estos casos el marido es el último en enterarse…», lo compadecía otro. «Siempre supe que tu mujer acabaría jugándotela. Se la ve demasiado desenvuelta, demasiado casquivana…», remachaba un tercero. En unos pocos días, Robert Taylor recolectó cientos de testimonios, maliciosos o compasivos, que avalaban su ruptura matrimonial, hasta entonces ficticia. Cuando, una semana más tarde, abandonó el hotel, Robert Taylor no regresó a su casa, donde lo aguardaba su desprevenida esposa, sino que acudió a un despacho de abogados, para empezar a tramitar una demanda de divorcio.
Así, el poder persuasivo de la maledicencia engendró una verdad quizá inexistente, alimentada de recelos e insinuaciones malévolas. El prestigio de Louella Parsons quedó intacto, incluso robustecido. Y el veterano Robert Taylor, hasta entonces un hombre jovial y despreocupado, se fue avinagrando tras su divorcio hasta convertirse en un viejo hosco, amargado por el fantasma de los cuernos.
Publicado en XL Semanal.