Aunque sea un tema alejado de la especialidad de este diario digital, las vacaciones veraniegas bien pueden permitirnos la licencia de salirnos un tanto de carril y hablar de asuntos tan livianos como la estúpida prohibición de la “fiesta nacional” acordada por el Parlamento catalán por escaso margen de votos, en un claro ejercicio de odio a lo español. Para engordar la “butxaca” propia, los políticos del “imperio” catalino necesitan atacar la concordia entre españoles. Pero la criada les ha salido respondona en las comarcas del Bajo Ebro, donde no están dispuestos a renunciar a los tradicionales festejos de los “correbous” (toros callejeros) con sus correspondientes embolados.
Las televisiones generalistas han dado imágenes de esta modalidad popular de lidia a cuerpo limpio, que probablemente fuerce a introducir excepciones en la odiosa ley –odiosa porque es hija del odio- por donde se escape el agua de la furia antitaurina. Imágenes espectaculares pero superficiales que apenas reflejan la verdadera sustancia de estos festejos. Esperar que estas televisiones descerebradas que padecemos sepan captar el meollo de una cuestión es como pedir milagros.
Lo que en el Bajo Ebro llaman “correbous”, en otras partes dicen “bous al carrer” (toros en la calle) o “bous embolats” (toros embolados), que es el plato fuerte de las fiestas patronales de todos los pueblos, grandes y pequeños, de una amplia zona que se extiende desde el Ebro a septentrión hasta la huerta norte de la capital valenciana, pasando por toda la provincia de Castellón y la mitad meridional más o menos de la provincia de Teruel, con alguna variedad local, como las vaquillas “marineras” de Vinaroz, que no alteran el mapa general. Se trata de una zona que viene a ser como la síntesis o confluencia de los tres reinos que integraban la antigua Corona de Aragón.
El toro embolado consiste en colocar unas bolas llameantes en unos aparatos que se ajustan a los cuernos mediante argollas que no dañan en absoluto la osamenta de las astas. Son de hierro y siguen la curvatura de la cuerna, sobresaliendo hacia arriba no menos de 20 a 30 centímetros, como si fueran astados corniveletos. En su extremo se fijan las bolas de estopa embreada sujetas con un armazón de alambre, a las que se prende fuego que dura activo alrededor de hora y media. Para colocarle los aparatos, el animal es conducido mediante dos sogas –una que tira hacia delante y la otra hacia atrás- hasta el pilón donde un enjambre de mocetones lo inmovilizan mientras se realiza la operación del embolado, que apenas dura unos pocos minutos. Concluido el trabajo por el embolador, que es una especie de profesión a tiempo parcial, un experto corta las cuerdas a ras de la testuz, y un valiente tira del rabo de la bestia para evitar que se caiga al suelo y se lastime. Es la imagen más repetida en televisión, porque acaso sea la más espectacular, dando la impresión de que se hostiga y maltrata al toro. Nada más erróneo, ya que el animal sale del pilón enfurecido por la humillación que le supuesto tenerle inmovilizado durante unos minutos, deslumbrado por las luminarias que lleva encima de los ojos y amedrentado por el fuego que le persigue, dando tumbos y traspiés hasta que el que tira del rabo lo equilibra y le permite salir corriendo como una flecha en persecución de todo lo que se mueve. En muchos lugares suelen colocar también en el cuello del animal unas ristras de campanillas y cascabeles, que añaden esplendor sonoro a sus embestidas.
Es un espectáculo digno de ver en plena noche, donde el animal no sufre más que el cansancio de sus propias carreras. Ni siquiera las chispas de las bolas chamuscan su pelaje, puesto que, por lo común, se enloda su lomo con barro arcilloso, evitando quemaduras. Al final se sacrifica al bicho, pero no en la plaza, sino en el matadero o lugar habilitado para ello, y la carne se reparte en muchos lugares entre el vecindario o casas de caridad.
La fiesta del toro embolado es de origen ancestral. Según ciertas leyendas se remonta a las guerras púnicas en suelo hispano. El rey Orisón, rey de los ilictanos (Elche) y aliado de los romanos, se enfrentó en batalla abierta a los cartagineses, a los que derrotó empleando toros con haces de paja impregnados de pez atados a los cuernos. Prendió fuego a los haces y las bestias, enfurecidas por el fuego que ardía sobre sus cabezas, embistieron a cuanto le salía al paso, poniendo en fuga a los púnicos. Bien, es una leyenda, pero no hay que olvidar que Teruel, la tierra de los turboletas, era también tierra de toros, de donde deriva su nombre, y, con toda probabilidad, origen de los toros callejeros, los cuales, como sus gentes, bajaron hacia el mar, siguiendo el curso de sus ríos. Hoy es una fiesta, tan tradicional y sólidamente arraigada en la mencionada confluencia de los tres antiguos reinos de la corona de Aragón, que no creo que haya autoridad, del nivel que sea, que se atreva a suprimirla. No pudo conseguirlo en los tiempos duros del franquismo –allá por los años cuarenta-, un gobernador civil de Castellón, militar de ordeno y mando. En mi pueblo, Onda, estuvo a punto de provocar un motín como el de Esquilache en Aranjuez. Para evitar que embolaran el toro que habían corrido por la tarde, un cárdeno de estampa preciosa, el poncio mandó a la Guardia Civil que lo “fusilara” en la corraliza. La furia que se desató en el pueblo fue de tal calibre, que sólo el esfuerzo de las autoridades locales, la espíritu pacificador de las personas sensatas y el aguante de los “beneméritos”, evitaron un baño de sangre. Al año siguiente hubo toro embolado, por supuesto, lo que no sé si estaba el mismo gobernador civil. Sospecho que no. El toro embolado era mucho más importante que todo un poncio, por muchos galones que luciera en la bocamanga de su uniforme, y, naturalmente, muchísimo más que unos diputados autonómicos descerebrados.