Nos movemos en Occidente en un contexto cultural, dominante y lleno de riesgos que se caracteriza, entre otras cosas, por un escepticismo ante la verdad o por un relativismo cultural inmoral. La sociedad o la cultura dominante parece que ha dejado de creer en la verdad; en su lugar, duda escépticamente de ella. Domina la persuasión de que no hay verdad última, de que no existen verdades absolutas anteriores a nosotros, de que toda verdad es contingente y revisable, y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo intolerante. De ahí se deduce que no hay valores que merezcan adhesión universal, incondicional y permanente. ¿Habría derechos humanos fundamentales, de todos y para todos, en cualquier circunstancia? De esta suerte, las formas distintas de percibir la verdad, los valores y aún los derechos, por parte de los individuos y grupos sociales, se hacen objeto de un cierto consenso, en el cual tiene categoría de criterio determinante la opinión socialmente más extendida y el valor funcional que la acredita. Individuos y grupos se ven obligados a renunciar a convicciones con pretensión de hallarse objetivamente fundadas, verdaderamente totalizadoras de la existencia, que aportaría sentido a la vida por su carácter integrador de todos los elementos personales y sociales: se ven, en definitiva, obligados a orientarse sin esa referencia hacia una verdad última y universal que los trasciende. Éste es, a mi entender, un grave drama de nuestro tiempo.
Sin esta referencia, empero, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con los criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Sin la referencia a la verdad última, la posibilidad de una visión verdadera sobre el hombre y el mundo se debilita hasta el punto de que empieza a parecer que no hay tal verdad. Todo tiende a ser arbitrario y cambiante, relativo; no hay realidades con entidad propia, ni razones que obliguen a actuar con fidelidad a una norma para todos, todo así tiende a decidirse conforme a los gustos o proyectos subjetivos. Esto crea aparentemente la sensación de una imponente libertad, pero detrás de esa máscara el hombre se hace esclavo, bien de sus instintos más elementales, bien de otros intereses, bien de los intereses mismos del poder. Los valores y los mismos derechos humanos tienden a convertirse en grandes palabras, en las que sólo creen los ingenuos, que utilizan hábilmente los poderosos. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un relativismo basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. La misma democracia es puesta en riesgo importante de supervivencia o en el camino de ser reducida a una estructura o a un puro mecanismo de regulación empírica de las relaciones sociales, de intereses diversos y contrapuestos. Sin embrago, sabemos que es incuestionable, que la dignidad de la persona humana y su reconocimiento pleno es piedra angular del Estado y de todo su ordenamiento jurídico. Afecta, por ello, a los fundamentos de la comunidad política. Y esto mismo es lo que parece que se pone en tela de juicio cuando se da en la cultura dominante de nuestros días el escepticismo y relativismo imperante. La democracia, para ser verdadera, para fortalecerse como debe ser, necesita de una ética y de un derecho que se fundamenta en la verdad del hombre, y reclama el concepto mismo de la persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales anteriores al estado y su ordenamiento jurídico. La democracia no implica que todo se pueda votar y aprobar, que el sistema jurídico dependa de la mayoría y que no se pueda pretender la verdad en la política. Por el contrario, es preciso rechazar con firmeza la tesis según la cual el relativismo y el agnosticismo serían la mejor base filosófica de la democracia, ya que ésta, para funcionar, exigiría que los ciudadanos son incapaces de comprender la verdad y que todos sus conocimientos son relativos, varios o dictados por intereses y acuerdos ocasionales. Este tipo de democracia correría el riesgo de convertirse en la peor tiranía, pues la libertad, elemento fundamental de una democracia es valorada plenamente sólo por la aceptación de la verdad.
La historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista según la cual no existe una norma moral –ni tendría por qué haber unos derechos fundamentales y comunes– arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado. Tampoco podemos negar la evidencia de que existe actualmente la tentación de fundar la democracia en el relativismo moral que pretende rechazar toda certeza sobre el sentido de la vida del hombre, su dignidad, sus derechos y deberes fundamentales. El relativismo impide poner en práctica el discernimiento necesario entre las diferentes exigencias que se manifiestan en el entramado de la sociedad, entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Cuando ya no se tiene confianza en el valor mismo de la persona humana, se pierde de vista lo que constituye la nobleza de la democracia: ésta cede ante las diversas formas de corrupción y manipulación de sus instituciones.