Hacia finales de la República romana, pocos años antes del inicio de nuestra era, las virtudes que habían convertido a Roma en la gran civilización que fue comenzaron a desmoronarse. Así, una sociedad que había sido construida a partir de las virtus, pietas y fides, es decir, disciplina, respeto y fidelidad, pronto comenzó a ver que sus raíces eran malogradas y despreciadas a cambio de los nuevos vientos de modernidad y bienestar. Una prosperidad que en el Imperio fue muy visible, gozando de comodidades que muy pocas culturas tenían en la época.
Roma moría de éxito, pero los divorcios – muy mal vistos en su antigüedad y tan poco frecuentes cuando se forjaban los cimientos romanos – comenzaban a multiplicarse hasta convertirse en una amenaza para la estabilidad de las familias.
Así, se conoce la frase de Séneca sobre “cierta mujer que contaba los años no por el nombre de los cónsules, sino por el nombre de sus maridos”. El deseo de disfrutar la vida se adueñaba de su civilización y las mujeres, en una cultura misógina como todas las de la antigüedad, comenzaban a disfrutar de ciertas mejorías que las podían llegar a convertir en dueñas de su fortuna. Así, muchas comenzaron a preferir a compañeros que les asegurasen en el lujo y la riqueza personal, así como también, prefirieron esquivar las molestias y las fatigas de la maternidad, lo que facilitó aún más los divorcios y que fueran ellas mismas las que repudiaran a sus maridos.
Y, por supuesto, esta no es una valoración mía, sino del prestigioso historiador romano Pierre Grimal, quien apunta a un factor importante en la degradación de aquella sociedad: la vacilación del pilar de la familia, la mujer, fundamental e imprescindible en la historia de la humanidad.
Probablemente estén sorprendidos de las similitudes con nuestra cultura actual, y es que ya rezaba el Eclesiatés que no hay nada nuevo bajo el sol. Todos son sabedores de la progresiva degradación del Imperio, de la decadencia lenta y paulatina que fue sufriendo la civilización romana hasta que en el año 476 sucumbió invadida por los pueblos bárbaros. Sin embargo, mucho antes, su cultura ya se vio sanamente infectada por los nuevos valores que traía el cristianismo, valores que no les eran ajenos porque estaban en las raíces de su civilización desde siempre, solo que olvidados. Y estos principios se fueron irradiando ante la debacle moral y social que fue atenazando a Roma, y estos principios fueron los que les ayudaron a avanzar hacia el futuro en una transición de líderes, pero no de valores, porque el cristianismo se convirtió en la melodía de fondo que impulsó Europa.
Hoy solemos juzgar a la Edad Media con una severa oscuridad – algo que no niego -, pero olvidamos que fueron las coyunturas históricas las que la hicieron así, no el cristianismo que, con todos los defectos humanos achacables y más, procuró mantener unos valores que Roma había malogrado en aras de su grandeza.
Así, en nuestro intento de situar a la postmodernidad en la cima de nuestro ideales, olvidamos los tropiezos del pasado y, de alguna manera, vivimos intentando superar principios que consideramos antiguos, medievales, pero que fueron adoptados por aquellos romanos que vieron naufragar su mundo.
Todos estamos saturados de los aldabonazos periódicos y acostumbrados contra la familia. Todos estamos entre sorprendidos y hartos ante tanta degradación de valores: los ya innumerables divorcios – siempre necesarios, siempre justificables -; los matrimonios homosexuales que pretenden ser una familia que nunca lo fue, pero que ellos se engañan y engañan para serlo; los abortos exprés, en cualquier momento, de la manera más cómoda; la lapidación de los que se atreven a disentir de los supuestos beneficios de esta “modernidad”…
Es un hartazgo, la verdad. Una indigestión mediática.
Lo cierto es que veo atisbos de un cambio de rumbo, de una superación de nuestro destino histórico ya vaticinado por los romanos. Me alegra ver a tantos jóvenes yendo a salvar la vida de los toros de lidia, llorando en el Parlament, emocionados ante la resolución que prohíbe las corridas en Cataluña, manifestándose por un mundo más justo, donde los toros puedan pastar sin violencia y morir de viejos.
Probablemente en septiembre, en octubre, en noviembre o cuando sea, también saldrán a las calles a gritar contra el genocidio de los no nacidos, mediáticamente menos oportunos que los toros.
Seguro que será así. ¿O no?