En toda la cuestión ecológica hay también una cuestión profundamente antropológica, y contiene o subyace a ella siempre una cuestión moral. La ecología no puede entenderse separada del hombre. «No se puede valorar la crisis ecológica separándola de las cuestiones ligadas a ella, ya que está estrechamente vinculada a la visión del hombre y su relación con sus semejantes y la creación» (Benedicto XVI).
El Papa analiza amplia y detenidamente muchas cuestiones de tipo humano y moral a propósito de la ecología que no desarrollo ahora, pero sí que quiero destacar un punto que considero básico:
«El tema del deterioro ambiental cuestiona los comportamientos de cada uno de nosotros, los estilos de vida... Ha llegado el momento en que resulta indispensable un cambio de mentalidad efectivo que lleve al hombre a adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales, la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con todos los demás hombres para un desarrollo común, sean los elementos que determinan las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones» (Juan Pablo II). Se ha de educar cada vez más para construir la paz a partir de opciones de gran calado en el ámbito personal, familiar, comunitario y político. Todos somos responsables de la protección y el cuidado de la creación. Esta responsabilidad no tiene fronteras. Según el principio de subsidiariedad, es importante que todos se comprometan en el ámbito que les corresponda, trabajando para superar el predominio de los intereses particulares, en favor de una responsabilidad ecológica, que debería estar cada vez más enraizada en el respeto de la «ecología humana». Ocuparse del medio ambiente exige una amplia y global visión del mundo; exige también un esfuerzo común y responsable para pasar de una lógica centrada en el interés particular a una perspectiva que abarque el bien común. No podemos olvidar algo fundamental: «El modo en que el hombre trate el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa». (Benedicto XVI).
La Iglesia tiene una responsabilidad –todos sin excepción la tenemos– respecto a la creación, y la debe hacer valer en público; tiene y siente el deber de ejercer esa responsabilidad en público, y no sólo ante sus fieles o en la privacidad de su ámbito, para defender la tierra, el agua y el aire, como dones de Dios creador. Pero sobre todo debe proteger al hombre contra la destrucción de sí mismo. Todos, en general, y la Iglesia de manera particular, ha de hacer valer el deber de proteger por encima de todo al hombre frente al peligro de la destrucción de sí mismo. Sólo así defenderá la tierra y el ambiente. «Es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone en peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la buena relación con la naturaleza» (Benedicto XVI).
Se entiende, a partir de aquí, que «no se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social. Los deberes respecto del ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás». La Iglesia, por su misma entraña, por el fundamento que la sustenta, Jesucristo, es un sí total al hombre, en lo que le constituye su especificidad: el ser persona. Por eso permanentemente apuesta por el hombre, enseña y defiende algo que es básico, sin lo que no hay futuro para la humanidad: el hombre mismo, la dignidad y grandeza del ser, de la persona humana, a la que se refiere la misma creación, la cultura y la historia. Por eso, «el Magisterio de la Iglesia manifiesta sus reservas ante una concepción que nos rodea inspirada en el ecocentrismo y el biocentrismo, porque dicha concepción elimina la diferencia ontológica y axiológica entre la persona humana y los otros seres vivientes. De este modo se anula en la práctica la identidad y el papel superior del hombre, favoreciendo una visión igualitarista de la dignidad de todos los seres vivientes. La Iglesia invita, por ello, a plantear la cuestión ecológica respetando la «gramática» que el Creador ha inscrito en su obra, confiando al hombre el papel de guardián y administrador responsable de la creación, papel del que ciertamente no debe abusar, pero del que tampoco debe abdicar» (Benedicto XVI). Así pues, el naturalismo que equipara el hombre a cualquier otro ser de la creación y la absolutización de la técnica y el poder humano no sólo atentan gravemente contra la naturaleza, sino también contra la misma dignidad humana.