"Una semana sin dinero ni teléfono móvil para anunciar el amor de Dios": así titula Angela Pellicciari, autora de La verdad sobre Lutero y de Una historia de la Iglesia, un reportaje testimonial sobre la reciente experiencia de varios de los miles de misioneros del Camino Neocatecumenal enviados por parejas a anunciar la Buena Nueva a destinos imprevistos tras un sorteo. Lo ha publicado La Verità este jueves y lo tomamos del blog de la autora (los ladillos y negritas son de ReL):
¿Cómo se anuncia la Buena Nueva? Como quiso Jesús: “No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas, ni zurrón para el camino, ni dos túnicas, ni zapatos, ni bastón: porque digno es el obrero de su mantenimiento” (Mt 10, 910). Solo así, esto es, solo poniendo a disposición su vida, los discípulos son creíbles.
El martes 12 se cerró el periodo de casi tres meses en los cuales 13.000 hombres, mujeres, sacerdotes, seminaristas, jóvenes y menos jóvenes, pertenecientes al Camino Neocatecumenal, han anunciado en todas las naciones en las que están presentes que Jesús ha vencido a la muerte y nos ama. En una palabra, han anunciado el Evangelio, la Buena Nueva.
Fueron enviados de dos en dos (hombres y mujeres por separado), después de que las parejas fuesen extraídas al azar, como al azar se extrajo la localidad de misión, sin dinero, sin teléfono móvil, sin nada. Tenían solo la Biblia, el salterio, el rosario, el crucifijo y el billete y de ida y vuelta al lugar de la misión.
Es casi increíble, pero todos, y digo todos, incluso los que durmieron siempre al raso consiguiendo cualquier cosa para sobrevivir (hasta las migas que se le dan a los patos en el parque, como le pasó a Gabriel en Tudela de Duero, Valladolid), todos volvieron contentos después de una semana. Una semana: esa era, en efecto, la duración de la misión.
Caminando por las calles, en los parques, en los bares, en los centros comerciales, se encuentran personas de todo tipo. Y a menudo suceden hechos singulares, por no decir milagrosos, por no decir encuentros que Dios previó, permitió y quiso expresamente. Es lo que cuenta Cletha, de 50 años, de la India, en misión en Hubli/Hubballi (Karnataka, India): “Encontramos una chica que parecía alterada, le anunciamos la victoria de Cristo sobre la muerte, estalló en llanto y nos entregó el dinero que tenía en el bolso: lo tenía destinado a comprar veneno para suicidarse”. (Casos similares, de personas que estaban a punto de suicidarse, se han encontrado muchos.)
La Iglesia, cuerpo de Cristo, se asemeja a su Señor: es espléndida. Y cuando se ve, cuando se vislumbra el esplendor de la Iglesia, uno se queda estupefacto. He aquí algunos testimonios entre los que he podido escuchar cuando han vuelto:
“Soy Francesca, de 44 años, de Verona, abogada, casada con Andrea. Desde hace cuatro años, tras haberlo dejado todo, somos catequistas itinerantes en Kenia y Tanzania. Yo fui enviada junto con una hermana tanzana, Eva, a la ciudad de Arusha, en el norte de Tanzania.
»Esta misión ha sido para mí, humanamente, una locura (dos mujeres solas, sin dinero ni teléfono móvil ni ropa de repuesto, sin saber dónde dormir, cómo moverse... ¡en África!), pero una 'locura' bendecida por Dios.
»Salí llena de temor, sintiéndome sin preparación e incapaz de afrontar la realidad africana sin mi marido, pero en la precariedad y pobreza de la hospitalidad que hemos recibido, en una parroquia de la periferia con calles polvorientas y llenas de basura, durmiendo en una habitación con una única cama para las dos, con un baño sin puerta, sin ducha y con poca agua, experimenté una alegría, una paz, una felicidad enorme, una intimidad con Cristo jamás vivida tan intensamente: estar con Dios no solo basta, sino que satisface todo deseo. Incluso en la incomodidad y en la dificultad de hablar la lengua swahili, en algunos casos también en la humillación del rechazo, anunciar la Buena Nueva y el amor de Dios me alegraba profundamente.
»A la gente le impactaba nuestra experiencia personal, sobre todo la de Eva, también ella mujer sin hijos (enorme maldición e insuperable sufrimiento para la cultura africana): el obispo, en el largo encuentro que tuvimos con él, le preguntó varias veces si realmente creía que esta cruz suya había sido redimida y, aún más sorprendido, ¡le preguntó si su marido se había quedado con ella! Él y muchos párrocos se maravillaban del tipo de misión que estábamos haciendo, incrédulos por el hecho de que habíamos salido realmente sin nada y (curiosamente) sorprendidos de que anunciásemos la Buena Nueva por las calles a todos: cristianos católicos, no católicos, musulmanes. En síntesis: en un lugar que yo jamás habría escogido y en condiciones ciertamente nada confortables, una semana de alegría perfecta, en la cual se manifestó tangiblemente la Providencia”.
“Me llamo Elia, tengo 32 años, soy sacerdote de la diócesis de Roma. Fui enviado a Ancarano, un pueblecito en la provincia de Ascoli Piceno (Marcas). Volví de esta experiencia renovado en el alma, porque yo, que soy un joven cuidadoso del aspecto exterior, experimenté la precariedad de dormir cinco noches al raso, sin poder lavarme nunca y ayunando muchas veces. En tres ocasiones, mientras dormíamos, vinieron jóvenes a burlarse de nosotros y a sacarnos fotos.
»Para mí fue muy humillante, sobre todo en la última noche, cuando querían robarme las zapatillas. En aquel momento, cuando se fueron esos chicos, tuve una lucha interior muy fuerte, en la cual estuve a punto de maldecir esta experiencia, pero sentí fuertemente la presencia de Cristo que me decía ‘Estoy contigo’. Esto hizo descender la paz sobre mi corazón y me dormí. Antes de irnos supimos que el lugar donde habíamos dormido era un jardín que pertenecía a una institución de religiosas que, cuando fue abandonado, se convirtió en lugar de ritos satánicos. Creo que por ese motivo fue providencial la presencia de Cristo por medio de dos simples misioneros que ofrecieron su incomodidad por ese pueblo”.
“Soy Sara, 42 años, periodista. Estuve en un pueblecito de los Apeninos en los Abruzos. Hemos anunciado el amor de Dios y la victoria de Cristo sobre la muerte por la calle, en las casas, en el bar, viendo encenderse la esperanza en los ojos de quienes escuchaban.
»El Señor nos acompañó y, aunque el párroco no nos recibió, no nos faltó alimento y dormimos todas las noches en el suelo de un salón que nos ofrecieron. A la gente le sorprendía nuestra absoluta precariedad, vernos dispuestas a arriesgar, incómodas, y sin embargo en alegría. Al final parecía que no quisiesen dejar marchar a ‘las misioneras’”.
“Soy Armando, de 38 años, sacerdote itinerante. Fui enviado a Milán, al centro. Nadie nos recibió (con la excepción de un sacerdote ortodoxo, que nos ofreció la cena), ningún párroco nos acogió ni tampoco las poquísimas personas que nos escucharon: ninguno se creía que fuese un sacerdote católico.
»Dormí en la calle con los sin techo y fueron ellos quienes escucharon la Buena Nueva y quienes nos dieron de comer y algún cartón para dormir. ‘Se anuncia a los pobres la Buena Nueva’ (Lc 7, 22): experimenté que Dios existe y que los pobres son quienes lo acogen”.
“Soy Lucio, de 69 años, ocho hijos, itinerante. Fui enviado a Génova, donde solo nos aceptaron los sin techo de la estación: uno de ellos nos acompañó a dormir con él y otros ocho a urgencias del hospital.
»Tuvimos la gracia de anunciar a las prostitutas la Buena Nueva recordando lo que dijo Jesús: ‘Las prostitutas os precederán en el reino de los cielos’. Todas escucharon el Evangelio y luego todas besaron el crucifijo”.
“Soy Denis, de 35 años, sacerdote de Zambia enviado a Lusaka. Conocimos a un borracho que se nos acercó pidiendo ayuda. Decía que no quería dinero, solo ‘una palabra’. Le dije que Dios le amaba y aquel hombre empezó a llorar como un niño: era un sacerdote católico cuya vida, desde que había sido excomulgado, se había transformado en un infierno”.
Es esa fuerza moral de los cristianos, esa que convierte a hombres y mujeres de cualquier clase y de cualquier edad en capaces de arriesgar y de jugarse su propia vida, la que dio forma y vida a lo que se llama Occidente. Y que el Occidente, hoy literalmente hecho pedazos, ha rechazado. En esta Italia cansada, sin guía, sin moral y sin hijos, con gente que viene desde otros mundos, que se esparcen un poco por todas partes sin posibilidad alguna de integrarse en el tejido social y cultural local, estos misioneros son una esperanza. Son La esperanza.