Fernando Poyatos, un laico que lleva muchos años en la pastoral con enfermos, ha reflexionado sobre el tema en su libro "Pastoral de la Salud: Guía espiritual y práctica" (Ediciones De Buena Tinta). Reproducimos su análisis y experiencia.


Aunque Dios pueda permitir nuestro sufrimiento para purificarnos, y entonces es un sufrimiento redentor, también nos dice: «Hijo mío, en tu enfermedad no te desanimes, sino ruega al Señor, que él te curará [...], purifica tu corazón de todo pecado [es decir, confesándolo] [...]. Luego recurre al médico [...] pues lo necesitas» (Sir 38,910,12).

Por otra parte, «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13,8), «le traían todos los enfermos [...]. Y él los curó» (Mt 4,24), y a nosotros nos manda: «Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8), añadiendo que sus seguidores «impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos» (Mc 16,18), si el Padre cree que es lo mejor para ellos. ¿Cómo no vamos a obedecer ese mandato ante un enfermo joven, una madre con niños o la víctima de un accidente?

Además, Dios, y muy especialmente por la oración de personas a quien ha concedido uno de los dones del Espíritu Santo, el de sanación (1 Co 12,9), continúa obrando sanaciones físicas, emocionales y espirituales, y algo tan incuestionablemente milagroso como la multiplicación espectacular de la comida. De esto conozco bien los casos ocurridos repetidamente a lo largo de los años entre los muy humildes hermanos mejicanos de Juárez a quienes conocí en 1978 con el padre jesuita Rick (Richard) Thomas (con ellos 36 años, hasta su muerte en 2006) y sor Linda Koontz . En su primera Navidad dieron de comer a más de 300 personas con lo que habían preparado calculadamente para unos 150, y pudieron luego llevar lo que sobró a dos orfanatos.

Pero también he podido comprobar muchas curaciones físicas, psíquicas y espirituales, por ejemplo, a través de los médicos de la interconfesional Fundación Médica Cristiana Internacional (EE.UU. y Canadá), en cuyo congreso relataban las maravillas que el Señor hacía en sus vidas y en las de sus pacientes.

Y cuántos católicos y no católicos siguen experimentando hoy conversiones y sanaciones de todo tipo en santuarios marianos como Medjugorje y Lourdes (en este, según nos confirma el padre Cantalamessa, la mayoría de las curaciones cuando pasa el Santísimo Sacramento por entre la gente), pues la Madre de Jesús sigue intercediendo por nosotros como lo hizo por primera vez en las bodas de Caná. Por eso advierte el padre Raniero: «Hay una vía ordinaria abierta a cada uno para encontrar hoy en la Iglesia al Jesús que pasa “curando a todos” (Hch 10,38): los sacramentos», cada uno de ellos fuente de sanación física, emocional o espiritual. Lo vemos en libros como Sanación por la Misa, del padre DeGrandis, y en el capítulo «El poder sanador de la Eucaristía», en Los milagros sí existen, de la mencionada monja clarisa sor Briege McKenna. Claro, que oraremos por la curación en proporción directa a la profundidad de nuestra vida espiritual y a cómo nos rindamos a Dios sabiéndonos pecadores que solo con su gracia podemos ser canales suyos.


En 1978, en Canadá, recé dos veces por Ray, de 81 años con cáncer de garganta, que no podía tragar ni agua y, además, necesitaba un aerosol cada cuatro horas. (Un año antes había leído el libro, hoy ya clásico, Healing (Sanación), del católico Francis MacNutt, y los de la episcopaliana Agnes Sanford, ambos ya mencionados . La primera le impuse las manos mientras dormía y dije solo: “Señor, yo sé que va a morir, ¡pero si al menos pudiera respirar normalmente! Por favor, ayúdale a respirar”; no volvió a necesitar los aerosoles, lo cual me impactó.

La segunda dije brevemente: “Señor, ya sé que está muriendo, ¡pero si por lo menos pudiera tragar esa tacita de té caliente por la que suspira a todas horas...”. Y sus últimos diez días no solo tragaba su té, ¡sino los bizcochos de soletilla que yo le mojaba!


Pero a veces me retraigo porque mi propio pecado me quita la libertad que debo tener en mi relación con Dios y porque aún necesito mi propia sanación espiritual para ser un canal de intercesión más limpio. Sin embargo, sé que «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Cuando en aquel congreso de médicos cristianos de todas las confesiones, el Dr. William Reed, muy lleno del Espíritu, me impuso las manos y oró por mí en tres ocasiones, a los tres días me había desaparecido una terrible asma de siete años.


Sin embargo, muchos tenemos miedo a pedir la sanación de un enfermo. Por supuesto que raramente pediremos la de un anciano de noventa años en fase terminal, aunque sí daremos gracias por los años de vida que le ha dado y cuanto él ha dado y recibido. Pero, ante la exhortación de Jesús, debemos vernos como meros instrumentos suyos obedientes e interceder por sanación dejándole el resultado a Dios. Y no con el miedo reflejado en las palabras “Si es tu voluntad” —indicando duda, y no la misma fe que si decimos «según tu voluntad»—, pues, como dice Agnes Sanford, así debilitamos la fe del enfermo y la nuestra; sería, dice, «como derramar la medicina en el suelo en lugar de tomarla» .

Además, ¡nos contradecimos si terminamos diciendo: “Amén”, es decir, “Así sea!”. Pero sí podemos muy bien decir “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, como nos enseñó Jesús, que no es lo mismo. Aunque, como dice ella, tampoco pidamos la total sanación si en nuestro corazón dudamos que sea precisamente la voluntad de Dios.

Pero sí lo fue cuando, en 1951, en nuestra ciudad canadiense de Fredericton, Bill Drost, un hombre joven (luego muchos años pastor pentecostal en Hispanoamérica y en Málaga), sanó en pocos días por su propia oración y la de su comunidad cuando iba a morir con una metástasis cancerosa abdominal. Y el director del hospital (a quien aún conocí como tal), ateo, escribió en el registro de altas: «Curación inexplicable».


Una mujer judía de mediana edad, con una masa en el pecho derecho, vino a mí porque, como dijo, yo creía en la oración. Antes de la biopsia inicial pidió oración, lo cual le sirvió para darle seguridad antes de la operación y para consolidar la relación paciente-médico. Resultó ser cáncer y se le quitó todo el pecho [...], [pero] se le extendió y fue poniéndose cada vez peor, y volvió a ingresar. Antes de examinarla por rayos, pidió de nuevo oración, y en medio de la oración pedí a Jesús que la sanara [...]. Nada más terminar, empezó a mejorar. Ni al día siguiente ni a la semana había residuo alguno de neoplasia. La paciente inmediatamente creyó que Jesús es el Mesías (pp. 56-57).

En una carta de 1995 me informaba sobre la sanación de su cuñado cuando, al instante de desconectarle los médicos de cuanto le mantenía clínicamente vivo, él y el hijo del enfermo le impusieron las manos y empezaron a orar. Y me decía: Es realmente asombroso que se esperase que muriera, pero realmente, cuando se le desconectó de todo, empezó inmediatamente a ponerse bien [...]. Estoy convencido de que cuando oramos siempre le pasa algo espiritualmente a la persona por quien oramos, es decir, a nivel del espíritu, y que esta sanación se extiende paulatinamente por el psicosoma.


Quisiera insistir en que cuando los enfermos nos dicen cuánto le piden a Dios para que los ponga bien, en muchos casos debemos ayudarles a plantearse si realmente están en condiciones para hacerlo, porque podemos pedirle a Dios que nos cure, que nos dé, pero ¿qué le damos a Él nosotros? Cuando les sorprende la pregunta les explico que para conectar mejor con Dios debemos procurar estar “en gracia de Dios”, empezando por vivir dentro de la Iglesia y observando, como mínimo, el precepto dominical, y cuando le fallamos, como le pasa al más bueno, levantarnos recurriendo a su perdón a través de la Confesión. Pero acordarnos de Dios solo a la hora de pedirle algo es pretender manipularle, rezándole y a la vez negándonos a vivir como Él nos pide, una contradicción sin sentido.

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Editorial: De Buena Tinta  
Páginas: 467 páginas  
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