La Comunidad del Cenáculo (Comunitacenacolo.it) es una asociación católica que acoge y sana de sus adicciones a jóvenes en todo el mundo.
Su fundadora, una religiosa italiana de 76 años, cuenta a Misión la “terapia” que utiliza para reconstruir sus vidas. Ni metadona ni pastillas, sino ora et labora.
Tras descubrir el sufrimiento de los jóvenes que se drogaban en las calles de Turín (Italia) y, después de ochos años de espera en intensa oración, en 1983 la religiosa italiana sor Elvira Petrozzi se decidió a abandonar la seguridad que le brindaba su congregación, las Hermanas de la Caridad, para comenzar una nueva vida junto a ellos.
Tenía las manos vacías pero el corazón rebosante de fe. Hoy la Comunidad del Cenáculo es una asociación internacional de fieles reconocida por el Vaticano en 2006 que, solo en Italia, cuenta con 56 casas, pero tiene otras muchas repartidas por Europa, África y América.
En ellas, voluntarios, familias y consagrados se afanan por conseguir que los jóvenes heridos por las adicciones descubran el amor de Dios, que todo lo cura.
-¿Qué es lo que le llevó a abandonar su congregación y fundar el Cenáculo?
-Me daba cuenta de que los jóvenes estaban marginados por esta sociedad consumista. Veía que en las familias no hay comunicación ni confianza entre los esposos, ni entre los padres y los hijos: los jóvenes estaban solos, yo los veía perdidos, como “ovejas sin pastor”, sin puntos de referencia, con tanto bienestar, coche, dinero en sus bolsillos… Y, sin embargo, tristes y muertos en el corazón.
»En la oración me parecía percibir su grito de dolor. Sentía un impulso que no venía de mí y que no podía evitar, que iba creciendo cada vez más. No era una idea, ni siquiera yo misma sabía lo que estaba sucediendo, me sentía en la obligación de dar a los jóvenes algo que el Señor había puesto en mí para ellos. Esperé los tiempos de Dios, los “dolores del parto”, que permitieron a Dios prepararme interiormente, comprobar que lo que sentía dentro de mí no era solo un proyecto “mío”, sino “su voluntad”.
-¿Cómo se gana una monjita la confianza de jóvenes drogadictos?
-Comenzamos en una casa abandonada que el Ayuntamiento de Saluzzo, al norte de Italia, puso a nuestra disposición. Aquella casa era como la vida de los jóvenes que después han llamado a nuestra puerta: todo estaba roto, había que reconstruirlo y limpiarlo. No contaba con medios materiales, pero tenía la certeza de que Dios estaba allí con nosotros. Teníamos la vida, las manos, el entusiasmo… y así, un día tras otro, comenzamos a rezar y a trabajar.
»Reconstruyendo poco a poco las paredes de la casa, los jóvenes han reconstruido su vida, la voluntad en el bien, la confianza en sí mismos, su futuro. Desde el principio les dije: “¡Aquí nadie paga por vosotros! Vosotros mismos os debéis ganar la vida arremangándoos, con vuestro sudor, descubriendo que en vosotros está la fuerza y la dignidad de una vida nueva”.
»Y ellos han confiado en ellos mismos porque antes yo he creído en ellos proponiéndoles un amor exigente. No quería que la Comunidad fuese únicamente un lugar de asistencia social, sino que deseaba que pudiesen reencontrar su dignidad de hombres a través de un camino de fe, que descubriesen que su vida es amada por Dios. Hemos sufrido y disfrutado juntos, lo que ha hecho nacer la confianza en Dios y entre nosotros. Creo en los jóvenes: ¡No es verdad que son perezosos, que son miedosos, que son indiferentes! Son capaces de compartir, de sacrificarse, de amar, pero tienen la necesidad de alguien que les enseñe todo esto viviéndolo junto con ellos, para que así puedan descubrir la calidad de vida, de don, de bien que hay en sus corazones.
-¿Por qué se producen heridas en el corazón de los jóvenes que los arrastran a la droga y a otras dependencias?
-El verdadero mal que hay en su corazón no es la droga en sentido material, sino la mentira: piensan y viven la vida de un modo equivocado, falso. Esto primero los decepciona y después los destruye. Su verdadero problema es que no aprecian la vida, nadie les muestra su verdadero sentido y su belleza. Entonces compensan el vacío y el sufrimiento por las heridas sufridas con la droga, el alcohol y otras numerosas “huidas”, con la ilusión de alejar la tristeza de su corazón.
»¿Por qué sucede esto? Porque los adultos ya no somos creíbles. Les ofrecemos un mundo intoxicado, falseado, que ellos rechazan. Debemos volver a ser testigos creíbles, lo cual no significa ser perfectos, sino ser verdaderos, sin máscaras. Los jóvenes valoran y creen en la sinceridad, en quien vive aquella verdad de la cual dice Jesús “que nos hace libres”.
-¿Cómo consigue acercar a los jóvenes no creyentes a la oración?
-Todavía no teníamos la capilla cuando comenzaron a llegar los jóvenes. Junto con mis primeros colaboradores, nos levantábamos antes del amanecer y rezábamos el Rosario y el breviario. Fue una gran sorpresa cuando una mañana, uno de ellos se sentó junto a mí y me dijo: “¿Qué es lo que hacéis?”. Le respondí: “Rezamos”. Se quedó y me dio a entender que él también quería aprender a rezar. En los días siguientes fueron llegando otros más… y así, después de algunos días, todos estaban en la capilla con nosotros.
»Comprendí que los jóvenes no solo me pedían una casa o un plato de comida, sino que querían encontrar a Dios, tenían hambre y sed de Él. Así, la propuesta de la oración y de la fe vino a ser la parte fundamental del camino de re-nacimiento. El “intoxicado”, el desesperado, es uno que está buscando ardientemente el sentido profundo de la existencia, está buscando a Dios, aunque él no lo sepa.
»Cuando entran en la Comunidad, muchos de ellos me dicen: “¡Pero yo no creo en Jesús, yo no quiero rezar!”. Y yo les respondo: “Tú has venido aquí para ser librado no solo de la droga, sino de tus miedos y de todo tu pasado. No importa si crees o no, nosotros creemos en ti y ponemos nuestra fe por ti. Intenta confiar y luego verás”.
»Después de un tiempo les pregunto: “¿Te sientes como cuando llegaste?” Y ellos me responden: “¡No, algo está cambiando en mí!”. Yo sé que lo que ha comenzado la obra de cambiar el corazón de aquel joven es únicamente el amor de Dios Padre.
-En todos estos años junto a los jóvenes, ¿qué ha aprendido de ellos?
-Yo también he cambiado y soy mejor, tengo más fe. A través de los pobres y los últimos he descubierto la esencia de la vida cristiana, que no consiste en el cansancio de subir, sino que es la capacidad de descender al nivel del último. Con los pobres, por los pobres, como los pobres, con una pobreza no material, sino de espíritu, escondida, profunda.
»El pobrecillo te educa en el amor, en la coherencia de la fe. Aunque estuve 30 años en una congregación religiosa en la que estaba muy bien, he comprendido aquí, con ellos, que la fe es contemplar hoy el paso de Dios en mi vida, es algo dinámico: la fe es tu vida, que cada día se renueva y cambia gracias al encuentro con el Señor Resucitado.
»Los jóvenes hoy son un montón de ruinas; no saben amar, no saben amarse; esto para ellos es una nostalgia atormentadora. Pero Dios me ha dado una mirada capaz de ver, entre esas ruinas, una fuente de agua limpia; siempre he creído que su vida vale mucho más que las equivocaciones que han cometido.
-¿Cómo pueden los padres ayudar a sus hijos para que dejen las adicciones?
-Cuando hablo con los jóvenes que acogemos, me asombro, porque su hundimiento no comenzó cuando fumaron el primer porro, sino en su infancia, cuando se rompió la confianza con sus padres y hacia la vida misma: han sufrido situaciones que han dejado dentro una grieta por la cual ha entrado el mal y los ha destruido.
»Digo con frecuencia a las familias que he aprendido de estos jóvenes cuán importante es la unidad familiar, el pedirse perdón, el mostrar a los hijos gestos auténticos de amor: ellos han nacido de “aquel amor” y, si no lo ven, se sienten “una equivocación”, se autoinculpan por los males, los gritos y las divisiones de su familia.
»Pero también en este sufrimiento veo la intervención de Dios, que no abandona jamás al hombre: tantas familias que se han sentido “obligadas” a cambiar de estilo de vida, a reconocer que han vivido una vida superficial, basada solo en lo material. Cuando los padres me traían a los hijos “descontrolados”, querían “pagarnos” una renta. Pero yo no he querido nunca su dinero. Digo a los padres: la renovación de tu hijo debes pagarla con tu conversión. Proponemos a las familias un camino de fe y de encuentro con la verdad con otras familias, y muchas resucitan a un amor renovado.
Un caso: Juan García, del hachís a la oración
Desde muy joven, la vida de Juan García comenzó a fragmentarse en mil pedazos. El carácter duro y depresivo de su padre hizo que tanto él como sus hermanos vivieran una infancia ausente de amor y comunicación que les llevó a refugiarse en las drogas.
A los 13 años, Juan ya se escapaba de casa para trabajar en el mundo de la noche madrileña. “Descubrí el sexo, las drogas, el alcohol y pensé: ‘Esto es la vida’, porque en mi casa no había nada que me diera alegría”, confiesa.
Bandas callejeras, robos, violencia y el consumo de todo tipo de sustancias formaron parte de su día a día durante años hasta el punto de que su madre, que trabajaba en la Audiencia Nacional, le advirtió de que si no abandonaba el país, acabaría en prisión.
Exhausto y enfadado con Dios por su fracaso vital, con 31 años Juan se marchó a Italia para ingresar en el Cenáculo.
Su hermano mayor, que ya residía en la Comunidad, había rezado durante cinco años por que así lo hiciera.
“Después de cinco meses allí, me levanté una mañana y vi los pájaros y los árboles, y admiré la naturaleza por primera vez en mucho tiempo”, relata Juan.
“Empecé a querer hacer las cosas bien, a levantarme por la noche a rezar para pedir perdón por todo el daño que había hecho, tenía mucho que cambiar, pero me di cuenta de que la oración iba dando orden a mi vida, que se llenó de sentido completamente”, cuenta.
Hoy Juan lleva 10 años sin probar las drogas y ayuda a otros jóvenes a desintoxicarse.
Los maestros fueron los propios jóvenes
Ni Madre Elvira ni sus colaboradores de la Comunidad del Cenáculo cuentan con una formación especializada para ayudar a jóvenes con problemas. Estos mismos han sido sus maestros.
Les enseñaron por ejemplo, que debían implicar a sus familias en el camino de sanación.
Así, nacieron los grupos para los padres, donde los progenitores se reúnen para rezar, abrirse, perdonarse y reiniciar una vida familiar nueva.
Por otro lado, cuando los chicos se rehabilitan, sienten la vocación de ayudar a los demás y lo hacen a través de diversos caminos.
Unos han experimentado la llamada a consagrarse a Dios dentro de la Comunidad, otros han encontrado su vocación al matrimonio y han permanecido viviendo en el Cenáculo formando familias en misión. Y la mayoría, tras sanarse, ha querido continuar en la Comunidad para devolver lo que había recibido, haciendo de ángeles de la guarda para otros jóvenes.
Así, gracias a los voluntarios, la Comunidad ha crecido y multiplicado su número de casas en todo el mundo.
“No he programado nada de esto, jamás habría sido capaz de inventar una historia así”, confiesa Madre Elvira. El Cenáculo no es solo para drogodependientes, sino para cualquier chico o chica que experimente un gran vacío existencial y problemas con su familia.
En España cuenta con dos casas, una en Tarrasa (Barcelona) y otra en Tarragona.
En Madrid se han formado varios grupos de oración para que también allí se pueda abrir un hogar del Cenáculo. Para contactar con la Comunidad del Cenáculo en España, llamar al 680823900.
En el vídeo, una joven Sor Elvira habla de los jóvenes que atiende, la Virgen y su comunidad en Medjugorje en los años 80.