Desde que tiene uso de razón, el experimentado evangelizador y psicólogo Gustavo Mejía solo puede recordar a su padre cómo "el mejor héroe" y "el rey de la casa". Una imagen que cambió para siempre cuando un fatídico 20 de diciembre se marchó de casa, indiferente a las súplicas del pequeño, para no volver, mientras Gustavo rezaba una novena a Jesús. Aquel episodio se convertiría en una carencia afectiva que determinaría su vida. Solo redescubriendo el sentido de "ser hijo" podría sanar.
"Con él se fueron mis sueños y mi deseo de vivir", recuerda entrevistado por Montse Castillo. Su madre cayó en depresión, su hermano en episodios de rebeldía y él en otra depresión que le conduciría directamente a episodios de bullying, soledad y heridas.
Tendrían que pasar los años para comprender la "gran herida" que tenía respecto a Dios, por lo general camuflada tras una "máscara de niño feliz".
Con 17 años Gustavo decidió dejar su Colombia natal y cambiarla por Estados Unidos, donde reside.
Allí empezó a dedicarse a su "pasión", combinando el teatro con la evangelización y algún trabajo para televisiones de México o Miami.
Sin embargo, la herida se reabrió en el lugar menos indicado. Tendría unos 22 años cuando se fue a confesar y el sacerdote le preguntó por la relación con su padre.
"No quiero otro padre en el Cielo"
"¿Sabes que Dios es tu padre y te ama?", le preguntó. Hacerle daño era lo último que pretendía, pero también era lo último que debía decir.
"Sentí como si me clavasen un cuchillo. Me levanté de la silla, le miré y le dije: `No. Si mi padre en la tierra no estuvo a mi lado ayudándome a crecer, enseñándome a afeitarme o a tratar a una mujer o defenderme cuando me hacían bullying, no quiero tener otro en el Cielo´".
Autodestruyéndose y deseando la muerte
Fue la última vez que pisaba una iglesia durante largo tiempo. En sustitución, se sumió en una espiral del autodestrucción de su cuerpo e identidad, alcoholizándose e involucrándose en tantas relaciones promiscuas que no podría ni ponerles un número, llegando a prostituirse.
Así pasaron los meses hasta que, en una fiesta cualquiera, supo que "no era feliz".
"Fui a la iglesia y no me sanaste ni fui feliz. Vine al mundo y tampoco" le dije a Dios antes de ir al baño y rogar por que su vida terminase. Una semana después, se quedó dormido al volante, se estrelló y su gran Jeep quedó prácticamente partido por la mitad. Él, sin un solo rasguño.
"Te pedí que me quitases la vida, no el coche", dijo de nuevo.
Pero ahora, sin modo de transportarse hasta la zona de fiesta de Miami e incapaz de permanecer tiempo consigo mismo, acompañado de pensamientos obsesivos, tenía que hacer algo. Y se le pasó por la cabeza el retiro que había en la Iglesia por aquellos días.
"Iré a reírme de esa gente, así me entretengo", pensó.
Sanado por el Santísimo
Pero lo que encontró no fue nada de lo que pudiese reírse. Primero, la señora que había cantando y predicando parecía encontrar las palabras más certeras para debilitar las defensas de un Gustavo herido. Solo quería huir ante la posibilidad de que las palabras de aquella mujer terminasen por convertirle.
Por eso se sintió aliviado cuando abrió una puerta y dio con un espacio habilitado como capilla del Santísimo.
"Esa vieja habla mucho. `Este´ no dice nada", pensó antes de cerrar la puerta. Sin embargo, desde aquel día siempre dice que "fue Dios y no yo quien cerró la puerta".
"Me senté y a los cinco minutos sentía que el corazón se me iba a salir. A los diez estaba en el suelo, llorando y llorando, cuando el Señor puso en mi mente una imagen del bautismo de Jesús, sumergiéndose, pero sal salir veía mi rostro mientras recordaba la frase evangélica `Este es mi Hijo amado, en quien me complazco´", relata.
Gustavo recuerda aquel momento como su "restauración" personal, pero también de su "identidad de hijo. Me permitió sanar la herida y sentirme hijo".
Dedicado evangelizador de la Teología del Cuerpo
Empezó así "un caminar diferente, sincero", en el que el psicólogo indagaba sin pausa en sus "otras heridas para llevárselas al Señor". En su nuevo caminar acabaría en un retiro en el que conocería al escritor católico Christopher West, y con él, la que se convertiría en su vida y rama profesional: la Teología del Cuerpo.
"El retiro duró una semana y media y cada palabra que decía era lo que quería oír", subraya.
Tras concluir, convencido de que sentía "el llamado del Señor" a seguirle, el psicólogo entró al seminario durante los siguientes seis años, donde pudo profundizar en su nueva pasión, si bien no llegó a terminar.
"Yo seguía queriendo consagrarme, así que me fui del seminario pero hice mis votos de celibato, obediencia y vida sencilla y me dediqué a aprender la Teología del cuerpo y evangelizar a la gente", explica.
Mejía, a la izquierda, con un grupo de jóvenes en las jornadas evangelizadoras de `One body spirit mind´.
Un propósito que ha logrado con creces. En primer lugar, con su formación especializada en psicología y Teología del Cuerpo: primero fundo el ministerio de evangelización Hechos de barro, desde 2004 hasta 2010, con el que llevó el Evangelio por medio de las artes a parroquias, grupos y colegios. También completó el programa de Teología para Jóvenes con el SEPI (South Eastern Pastoral Institute) y ayudo a fundar la Pastoral Juvenil Hispana de Miami, además de dedicarse como terapeuta a jóvenes víctimas de abuso sexual y tráfico humano, de abusos de sustancias y drogas o de violencia doméstica.
Más tarde obtuvo titulaciones en Filosofía y Psicología y trabajó en la rama de salud mental de 11 colegios, ayudando a jóvenes con problemas de comportamiento y adicciones. Lleva siete años como ministro de jóvenes en St. Joseph Catholic Church de Miami Beach, Florida. Y trabaja con María Visión divulgando el mensaje de Teología el cuerpo en el programa En el principio no era así.
Es profesor de Teología del cuerpo en el SEPI (South Eastern Pastoral Institute) y fundador del proyecto parroquial OneBodySpiritMind, proyecto de evangelización y promotor de las enseñanzas de San Juan Pablo II.
Una cicatriz de oro: sanando con el perdón y la Eucaristía
Gracias a la Teología del Cuerpo, Mejía pudo darle un fundamento racional a su experiencia ante el Santísimo y comprendió que la identidad filial "la empiezo a tener cuando me dejo amar por Dios y cuando me doy cuenta de que lo que necesitaba era ese amor paternal que no tuve en el momento adecuado".
Fue "al sentirse hijo del Padre" y comprendiendo que "entonces todos somos hermanos" cuando pudo mirar a su padre como "una persona herida que también hirió".
Y Gustavo era el responsable de "poner fin a esa cadena" mediante el perdón y la sanación: "Nos vimos un día y, antes de irme, le pedí un abrazo. Cuando me fue a soltar le dije que no quería que me soltase. Y a la tercera vez, en ese abrazo, sentí cómo empezaba a temblar y luego a llorar, y yo también… No dijimos una palabra pero en ese abrazo se curraron muchas heridas".
Gracias a sus carencias vitales, su experiencia y su propia formación, Mejía ha se vuelca tanto en lo religioso como en lo profesional -ámbitos que para él van de la mano- a mostrar cómo su "herida más profunda" como era la relativa a la sexualidad "se convirtió en una cicatriz de oro cuando el Señor entró en ella".
Su caso, explica, no difiere mucho de pacientes jóvenes que acuden a su consulta, víctimas de desórdenes sexuales, disforia de género, atracción por el mismo sexo o adicción a la pornografía.
"Uno de los deseos más profundos que tenemos es el unitivo y si lo entendemos correctamente, buscaremos la Eucaristía. Pero si no entiendo la finalidad de ese deseo, es fácil acabar en la cultura pornográfica, cosificante y sexualizada. Apuntemos al deseo de unión con Cristo y ese deseo será saciado. Hoy más que nunca, el pueblo necesita la Eucaristía", concluye.