La cruz conoce bien a los madrileños y a los españoles. Los ha escuchado: cientos de miles han rezado ante ella, muchos han apoyado su frente en este madero, en oración esperanzada.
Y cientos de jóvenes la recibieron ayer en la catedral de la Almudena en una emotiva velada de oración presidida por el cardenal Antonio María Rouco Varela. Carlos Garrido, madrileño de 28 años, explica a La Razón que participará en la JMJ para dar «más seguridad» a sus creencias y una mayor «realización a nivel personal con Jesucristo». Cree que es «el mejor momento» para que jóvenes alejados de la fe conozcan a Cristo y a la Iglesia. María Sánchez, voluntaria de 20 años, experimentó el año pasado en misiones «una conversión muy fuerte», y piensa que la JMJ consolidará su fe y será algo bueno «para mi vida personal y profesional».
Iñigo Imaz, de 18 años, afirma que la JMJ es «una forma de estar en comunidad con el resto del mundo y poder ayudar a los demás», y piensa que ayudará a «que se respete más la fe de los católicos». Los ojos de Katy Gutiérrez, boliviana de 23 años y voluntaria de la JMJ, irradian una emoción intensa. Admite que tiene «una fe grandísima» y que le gustaría que una amiga suya se convirtiese en las Jornadas. Todos ellos, acompañados de coros y guitarras, cantan y rezan de rodillas ante estos sencillos tablones, acompañados por el icono peregrino de la Virgen María.
En un Via Crucis en Madrid hace 17 meses una multitud de muchachos ya llevaron en procesión la Cruz por las calles de la capital. Ante este símbolo, una joven de 24 años habló de su «cruz», una enfermedad degenerativa sin diagnóstico que afronta con confianza en Dios. Una mujer explicó a su lado su fe firme ante la dura experiencia de afrontar la enfermedad de Alzheimer de su madre. «Aunque la vida es Vía Crucis, también es Vía de la Felicidad», predicó entonces el cardenal Rouco.
La Cruz de los Jóvenes ha recorrido toda España, de punta a punta, y se han enamorado de ella. A ella, que visitó la Antártida, que supo pasar de contrabando bajo la mirada de la policía del Bloque comunista (lo hizo en 1984 en Praga y en 1988 en Bucarest), ningún lugar le parece remoto: en mayo del año pasado estaba en la pequeña Isla del Hierro, la más occidental de Canarias; en enero de este año, llegaba a Fisterra, Finisterre, el lugar donde acaba Europa; en febrero visitaba Ibiza, con una escapada nocturna a la diminuta Formentera.
Por doquier la han recibido en colegios, en residencias de ancianos, de minusválidos. Está acostumbrada a visitar prisiones, y a pasar la noche en ellas: lo hizo, por ejemplo, en la de Alcalá-Meco en marzo de 2010.
Viaja en barca, furgoneta o avión, pero sobre todo, viaja a hombros de los jóvenes: ellos son quienes la llevan. Como Simón de Cirene, que ayudó a llevar la Cruz a Jesús, algunos quizá no entienden del todo lo que hacen. El Misterio, primero, se vive, y sólo después de una vida se comprende plenamente.
La Cruz y el Icono de los jóvenes tendrán una especial relevancia durante los actos centrales, tanto en la ceremonia de acogida en Cibeles como en la Vigilia y Eucaristía de Cuatro Vientos.
Pero será durante el Via Crucis del viernes 19 de agosto, cuando los jóvenes la llevarán a sus hombros de estación en estación, deteniéndose frente a cada uno de los catorce pasos de la imaginería española que serviarán para el rezo y se expondrán por primera vez en la historia fuera de su lugar de origen y del marco temporal de la Semana Santa.
«La Cruz y el Icono los portarán peregrinos tanto de Iglesias perseguidas como de Iglesias sufrientes, como es el caso de Japón y Lorca», apuntó ayer el director ejecutivo de la JMJ, Yago de la Cierva, que también apuntó la posibilidad de que esté representado el sufrimiento de otros colectivos como «las víctimas de abusos por parte de adultos».