–¿Por qué fue tan importante para Juan Pablo II el primer viaje de su pontificado, que fue a México?
–En México aprendió a ser Papa. Allí se dio cuenta de la importancia de que un Pontífice estuviera entre la gente y fuese viajero, que se acercara a la gente, porque no todos pueden acudir a Roma. Él trató de entender cómo vivía la gente, incluso visitó a comunidades muy pequeñas de católicos. Así intentaba reforzar su posición. Cada vez que viajaba apoyaba a la Iglesia local y le permitía que fuese un interlocutor más fuerte ante el Gobierno, siempre para mejorar la situación de la comunidad católica. Juan Pablo II quedó sorprendido por la situación surrealista que vivió en México: más del 90 por ciento de la población era católica, todos eran fieles de la Virgen de Guadalupe pero no había relaciones con la Santa Sede. Al volver a Roma dijo que México le abrió las puertas de Polonia, donde el régimen comunista no quería invitarle porque lo consideraba una amenaza. Al ver que había estado en México, con un Gobierno anticlerical y sin relaciones diplomáticas, a los dirigentes polacos no les quedó más remedio que invitarle. Juan Pablo II decía que gracias a México pudo ir luego a Polonia y allí impulsar el movimiento Solidaridad, que ya sabemos que acabó provocando la caída del bloque soviético.
–¿Puede decirse que Juan Pablo II fue el primer Papa global?
–Tal vez sí. Pablo VI ya hizo seis viajes, pero Juan Pablo II estaba en otra dimensión. Desde el inicio, el mundo se dio cuenta de que era un Papa diferente. La clave es que humanizó el pontificado. La gente ya no veía al Papa como una institución lejana, sino ante todo como un ser humano. Contribuyó mucho a ello al vivir bajo los reflectores. Incluso cuando se iba a hospitalizar lo anunciaba, lo que era una gran novedad. Antes la salud de los Papas era un tabú: estaban perfectos hasta que se morían. A eso hay que añadir sus viajes. Por todo esto es global. Fue el rostro humano de un Papa: era Karol Wojtyla con un pasado y una historia personal. De los otros Papas no se sabía qué habían hecho en el pasado, además habían tenido una vida muy eclesiástica. Fueron muchos aspectos novedosos: era un hombre joven, de 58 años, deportista, que hablaba idiomas, improvisaba, bromeaba, que tenía carisma, simpatía, don de gentes...
–Usted presenta su último libro, «La luz eterna de Juan Pablo II», como una «positio» (el texto en que se recopila toda la información de la causa de beatificación), pero laica, ya que ha tenido acceso a los documentos del proceso. ¿Qué ha descubierto entre todos esos papeles que le haya sorprendido?
–La gran sorpresa, que fue también la del postulador, es que no hubo grandes sorpresas. Primero porque se sabía casi todo, ya que vivió durante todo el pontificado bajo los reflectores. Y segundo, porque en todos los testimonios había una gran coherencia al describir cómo era Juan Pablo II en su parte más pública y su parte más privada. Habla de su integridad y transparencia. A mí me llamó mucho la atención que de 120 testimonios de personas que coincidieron y conocieron a Juan Pablo II en algún momento de su vida, todos cuentan casi lo mismo aunque con palabras diferentes. Por ejemplo, nadie deja de hablar de la experiencia que suponía verle rezar. Yo tuve la oportunidad de ir una vez a la misa privada que él ofrecía a las siete de la mañana en una capilla en la que cabíamos unas veinte personas. Cuando entramos Juan Pablo II llevaba allí desde hacía bastante tiempo y no se dio ni cuenta de que habíamos llegado. Estaba totalmente sumergido en la oración. También lo comprobé cuando, en los viajes, se paraba a rezar en las catedrales e iglesias. Sus colaboradores le instaban a que lo dejase para no retrasar el programa, pero él se molestaba mucho de no tener más tiempo para orar.
–Muchos de los que trataron personalmente con Juan Pablo II hablan de lo evidente que resultaba su santidad en vida. ¿También lo fue para usted?
–Durante los primeros veinte años que le conocí nunca pensé que fuese un santo. Pensaba que era un ser extraordinario, con un carisma impresionante, que era un hombre que había hecho parte de la Historia. Fue en la última fase del pontificado cuando me di cuenta que era una persona santa. A partir del año 1997, más o menos, es cuando se empiezan a ver los síntomas del párkinson y se va deteriorando su salud. Entonces percibí que tenía que ser una persona santa por la forma de vivir el dolor. Fue un auténtico vía crucis. Recuerdo, por ejemplo, Sarajevo, donde viajó en 1997. La noche antes a celebrar la misa estuvo muy mal, los médicos temieron por su vida, por lo que no querían que oficiase aquella misa. Aún así la celebró, pese a que además caía la nieve y hacía mucho frío. La escena de él enfermo, con párkinson, bajo la nieve y sufriendo este padecimiento, te hace pensar que un hombre normal no sobrellevaría esta situación de esa manera.
–¿Cómo era el Papa de cerca?
–Puede parecer contradictorio, pero aunque le hubieras visto mil veces, seguías percibiendo su carisma al tiempo que veías que era una persona totalmente sencilla. Hacía que te sintieras importante y especial, se ponía a tu nivel en el trato. Te llamaba por tu nombre y sabías quién eras. Siempre hacía bromas y tenía gestos de cariño. Te acariciaba el pelo o la mejilla, era muy cálido.
–El postulador de la causa de beatificación, el sacerdote polaco Slawomir Oder, confía en que el proceso de canonización comenzará pronto. ¿Comparte su opinión?
–En los últimos años hemos visto muchas situaciones milagrosas, obviamente no certificadas, como las de tantas parejas estériles que han podido concebir tras pedírselo a Juan Pablo II. Ha habido también muchas curaciones de cáncer. Se han visto tantos casos así que se espera que la situación continúe después de la beatificación y, por tanto, pueda comenzar el proceso de canonización.
En su último libro, Valentina ha llevado a cabo un minucioso trabajo de recopilación de mensajes que los fieles han dejado durante estos años en la tumba de Juan Pablo II. ¿Su resultado? «Es algo impresionante. Te hablan de un diálogo que continúa hasta hoy. La gente lo tutea, le dice Papa, papito, amigo, y le cuenta de todo, desde que se le murió el gato o la cosa más tonta, hasta que no encuentran trabajo o le piden que les ayude a alquilar una casa, en un examen, o a superar una enfermedad de todo tipo. El diálogo te da la sensación de que la gente lo percibe como una persona viva. La gran impresión es que ha muerto físicamente pero no en el corazón de la gente», asegura la vaticanista americana.
Valentina Alazraki guarda la primera acreditación que tuvo en la Sala de Prensa de la Santa Sede. Está fechada en 1974, cuando sólo tenía 19 años. Desde entonces no se ha separado de la actualidad vaticana, informando de la muerte de Pablo VI, de la elección e inesperado fallecimiento de Juan Pablo I y de la de su sucesor, Juan Pablo II, al que acompañó en casi 100 viajes al extranjero.
Hoy sigue frente a la cámara explicando a millones de latinoamericanos cómo se desarrolla el pontificado de Benedicto XVI. Su cercanía al Papa polaco le ha llevado a ser una de los 120 testigos con quien ha contactado el postulador de la causa de beatificación. Premiada con numerosos galardones tanto en su país como en el Vaticano, Alazraki es autora de varios libros sobre Juan Pablo II y toda una autoridad entre los periodistas que cubren la actualidad de la Santa Sede.