En la madrugada del domingo, 22 de febrero de 2009, Jory Aebly y Jeremy Pechanec, dos jóvenes de 26 y 28 años, empleados en un laboratorio de una clínica en Cleveland, salieron de un restaurante en el que habían celebrado una fiesta de cumpleaños. A sólo 10 manzanas del restaurante, cuatro individuos, entre ellos un menor de 17 años, los ejecutaron con sendos tiros en la cabeza para robarles 20 dólares. Jeremy Pechanec murió en el acto. Jory Aebly tenía una herida de bala en la cabeza con orificio de entrada junto a la oreja izquierda y sin orificio de salida, “incompatible con la vida”. Pero Aebly seguía vivo mientras la ambulancia lo llevaba al hospital Metro Health, donde estaba el padre Art Snedeker, sacerdote católico y capellán del hospital a quien el propio Juan Pablo II prometió que cada día rezaría por sus pacientes.
Tal y como publica Alba esta semana, en aquella audiencia, el Papa le entregó una docena de rosarios bendecidos. Con el paso de los años, a Snedeker ya sólo le quedaba uno: el que llevaba en el bolsillo cuando se acercó a Jory Aebly para administrarle la unción de enfermos. Snedeker le pidió a Juan Pablo II que asistiera al moribundo en su agonía y puso en sus manos el último rosario. Dos días después, el neurocirujano Robert Greetman describió cómo se quedó con la boca abierta, “tanto que creo que mi mandíbula inferior llegó a tocar el suelo”, cuando vio a Aebly hablando con las enfermeras. A la semana, comenzó a andar. A las tres semanas, subía escaleras. A las cinco fue dado de alta con tratamiento ambulatorio y una receta de antibióticos para prevenir infecciones.
Un año antes y a 2.000 kilómetros de distancia, en Massachusetts, un estadounidense de ascendencia portuguesa, Joe Amaral, de 47 años, un activo agente inmobiliario, casado y padre de tres hijas, se postraba en su silla de ruedas de enfermo de estenosis espinal, casi paralítico, “enfadado con Dios” desde hacía un lustro y deprimido por no poder salir de los límites de su casa. Su mujer, Ann Marie, cuenta que un día, al volver a casa, se encontró con que había pasado el aspirador. “No logré entender cómo Joe lo había conseguido, hasta que me dijo que lo hizo de rodillas. Tuvo que ser tan doloroso para él...”.
Con los meses y los años, Joe pasó de la crisis de fe a rezar de manera constante a Juan Pablo II para que intercediera por él ante Dios. Su mujer recuerda que “todas las horas que tenía de soledad se las dedicaba a rezar a Juan Pablo II”, pero su oración no encontraba respuesta. Un día, Amaral comprendió que su mal no tenía remedio y decidió abrazar el sufrimiento como aceptación de la voluntad de Dios. Agobiado por la culpa de no haber sabido seguir el ejemplo de Juan Pablo II, Amaral fue a la parroquia de San Antonio de Padua, en New Bedford, y se confesó con el padre Roger Landry.
Durante el propio acto de la penitencia, Joe Amaral asegura que sintió cómo “una sensación cálida recorría cada centímetro de mi cuerpo; luego fui a mi casa y recé a Juan Pablo II y la Divina Misericordia de Dios”. Apenas dos días después, sintió algo que sólo puede describirse como una llamada... a levantarse. “Sentí la necesidad de ponerme de pie. Me levanté y anduve. Un paso primero y luego, otro. A cada paso, me sentía más fuerte”. Unas horas después, la madre de Amaral entró en la casa. Su hijo le preguntó si creía en los milagros. Ella contestó que sí. Amaral se levantó y anduvo mientras su madre caía de rodillas llorando de alegría.
Hay otro hecho milagroso, este ocurrido en 1978. Sí. La fecha está bien. En marzo de aquel año, Kay Kelly, madre de tres hijos y vecina de Liverpool, recibió la noticia de que tenía cáncer. Entonces se volvió a la Virgen y le pidió tiempo para enseñar a sus hijos a no separarse de Dios, a no enfadarse con Él por su inevitable muerte. Un año después, al salir del hospital, Kelly fue a su parroquia y se postró de nuevo, muy agitada y con metástasis, a los pies de la Virgen. Entonces le llegó una calma absoluta que apagó su desasosiego y su mente se ocupó en la sola idea de ir a Roma a ver al Pontífice polaco, elegido cinco meses antes.
Con su hijo David junto a ella, Kelly recibió la noticia de que el arzobispo de Liverpool había conseguido que el Papa hablara unos instantes con ella tras la audiencia general de los miércoles. A las 12.15 de la mañana, Kelly esperaba al Santo Padre en un rincón del Cortile de San Dámaso, en el espacio reservado a los enfermos. Ella recuerda que cuando llegó a su altura, el seminarista David Lowis, que acompañaba a la mujer, se levantó y dijo: “Santo Padre, permítame presentarle a la señora Kay Kelly”. Entonces, Juan Pablo II contestó en inglés: “La señora Kelly de Liverpool. He oído hablar mucho de usted”. El Papa abrazó a la mujer y siguió su camino. Pero unos metros más allá se detuvo, desanduvo lo andado, volvió junto a Kelly y le dijo: “Estoy muy orgulloso de ti. Eres una madre maravillosa” y se marchó.
Al día siguiente volvió al hospital. No había metástasis ni señales de que en su cuerpo hubiera habido jamás un cáncer. La noticia voló rápido hasta Roma y los corresponsales en el Vaticano tardaron poco en preguntar al Santo Padre sobre la extraordinaria curación. “Fue su fe”, respondió él. Nada más.
En aquella audiencia frente a Juan Pablo II estaba el hoy cardenal y arzobispo de Cracovia, monseñor Stanislaw Dziwisz, su secretario personal durante cerca de 40 años. Hace una semana, el cardenal reveló que en 2009, pocos días después del cuarto aniversario de la muerte del pontífice, un niño polaco de 9 años, de Gdansk, bajó en silla de ruedas ante la tumba del Papa porque no podía caminar debido a un grave cáncer renal. Tras rezar, el niño salió de la basílica y les dijo a sus padres que quería caminar. Y el niño anduvo. El arzobispo de Cracovia señaló haber sido testigo personal de “tantas gracias” a las que no quiso llamar milagros pero sí curaciones, atribuibles a la fe de los enfermos y a la intercesión del venerable Juan Pablo II.
Quien sí habla de milagro, con todas sus letras, es el político mexicano Felipe Badillo, un hombre de izquierdas y padre de un hijo que en 1990 tenía apenas 5 años y una leucemia incurable. Badillo y su mujer, María Mireles, fueron al aeropuerto de Zacatecas en el último instante para ver al Papa gracias a la mediación de un sacerdote. De alguna manera no premeditada, Juan Pablo II dio un rodeo, se saltó el protocolo y quedó frente a la familia Badillo. Su Santidad se detuvo, se acercó al pequeño, lo bendijo y le besó en la frente. El niño, Herón Badillo Mireles, recuerda que sintió una emoción intensa. Y supo que estaba curado.
Es evidente que las curaciones milagrosas ocurridas en vida de Juan Pablo II no entran dentro de la categoría de milagros que la ortodoxia vaticana necesita como prueba para comprobar que el alma de una persona está en el Cielo, tan cerca de Dios que es capaz de interceder ante Él por nosotros. Si así fuera, serían decenas de miles los milagros que entrarían por derecho en la causa de canonización.
A partir del 1 de mayo, día de la beatificación, el contador de milagros se pone a cero. Será cuestión de ponerse a rezar.