En el 2000 Camilo Ruini era el cardenal vicario de Juan Pablo II. Era su primer colaborador en Roma y en Italia. Nada de aquel Año Santo se ha perdido, dice: "El pontificio consejo para la nueva evangelización, instituido por Benedicto XVI en estos días, es su último gran relanzamiento".
P. – ¿Cardenal Ruini, qué cosa ha sido para la Iglesia el Jubileo del 2000?
R. – Para la Iglesia católica ha sido un tiempo de extraordinaria intensidad, fuertemente querido y cuidadosamente preparado por Juan Pablo II, en particular a través de la carta apostólica "Tertio millenio adveniente" que precisó el sentido del Jubileo y explicó el itinerario de su preparación. En el espíritu del Concilio Vaticano II, se trató de un retorno a los orígenes, es decir, de poner a Jesús —corazón y fuente perenne de la fe y de la vida cristiana— en función de proponer el mismo Cristo a los hombres de nuestro tiempo, por lo tanto se trató de aquella nueva evangelización que es el alma del pontificado de Juan Pablo II, como ya lo era de Pablo VI y antes del Concilio Vaticano II. Por ejemplo, el acontecimiento que más me involucró, es decir la Jornada mundial de la juventud en Tor Vergata, fue el vértice del intento de evangelizar e involucrar con Cristo a los jóvenes, o sea al mundo que está naciendo. Pero tantos otros acontecimientos que caracterizaron el gran Jubileo, desde el pedido de perdón por los pecados de los miembros de la Iglesia hasta la memoria de los mártires del siglo XX, se inscriben en la misma perspectiva de evangelización a través del retorno a las fuentes del cristianismo.
P. – ¿Y qué queda de todo ello diez años después?
R. – Queda toda la sustancia: quedar anclados en Cristo y anunciar la fe en él a todos los hombres, proponiéndola toda entera, sin temores y sin omisiones. Cierto, la impresión es que hoy las condiciones son menos favorables, y efectivamente entonces algunas grandes dificultades se encontraban todavía fuera de nuestros horizontes, o no aparecían centrales como ocurre hoy. Basta pensar en el 11 de setiembre del 2001, o en la irrupción de lo que me gusta llamar la nueva cuestión antropológica, es decir la gran pregunta, y el gran desafío sobre quién es el hombre: un simple epifenómeno de la naturaleza o el ser que, aunque pertenece a la naturaleza la supera infinitamente, con todas las consecuencias que derivan de una u otra alternativa. Por lo demás, es normal que el futuro sea imprevisible: por definición este no está escondido, pero es también abierto, es el campo de la libertad del hombre, y antes todavía de la libertad de Dios, más allá de todos los determinismos que existen en la naturaleza y en la historia. Por ello, en los momentos difíciles el cristiano no puede desesperar o resignarse, debe más bien profundizar su conversión a Dios y extraer de ella las energías para un compromiso mayor.
P. – Juan Pablo II pidió perdón a Dios y al mundo por toda una fila de culpas pasadas del cristianismo. Pero hoy las acusaciones son más insistentes y tienen a la Iglesia fijamente como su objetivo. ¿Qué hace Benedicto XVI al respecto?
R. – Juan Pablo II sorprendió al mundo eclesial con aquella iniciativa suya. A muchos les pareció un gesto gratuito, no necesario, y potencialmente peligroso, pero luego se entendió que no era así. En todo caso, él pidió perdón por las culpas cometidas por los cristianos en el pasado. Hoy es diferente. La atención está focalizada sobre algunas culpas no de ayer sino de hoy. Benedicto XVI reconoce los pecados cometidos en el presente y para estos pide el perdón ante todo de Dios y por tanto también a los hermanos en la Iglesia y en la humanidad. El perdón implica la voluntad de reparar el mal causado a las víctimas, requiere la fe y la conversión del corazón. Pero es otra cosa la actitud de aquellos que acusan a la Iglesia para golpearla, no por una positiva voluntad de construir. Frente a estos ataques es necesario tener fuerza espiritual, no debilidad. Maritain afirmaba justamente que la Iglesia no debe arrodillarse frente al mundo.
P. – El Jubileo fue un gran llamado a la conversión de los corazones y a una autorreforma de la Iglesia. ¿Se ven hoy los frutos? ¿Qué reforma de la Iglesia tiene en mente Benedicto XVI?
R. – La reforma de la Iglesia que Benedicto XVI quiere no es en primer lugar una reforma de estructuras exteriores, de aparatos organizativos. La verdadera reforma se refiere ante todo al alma profunda de la Iglesia, a su relación con Dios. Por otra parte la palabra "autorreforma" no es la más exacta: la Iglesia no puede hacerlo por sí misma. Debe dejarse plasmar y reformar de lo alto, tomando vida y forma del Espíritu de Dios.
P. – El año jubilar fue también el año de la "Dominus Iesus", de la reafirmación de Jesús como único salvador del mundo, un documento que fue muy discutido. ¿Había necesidad?
R. – Ciertamente que sí. Había necesidad y hay necesidad también hoy. Si acaso, se podría decir que llegó un poco tarde, porque ya desde hace algunas décadas había —también en la Iglesia— quienes ponían en duda una verdad, la de Cristo único salvador, que para los creyentes en Cristo es fundamental y diría obvia, dado que es parte del mensaje cristiano primigenio. El Nuevo Testamento está todo centrado en esto: fuera de Jesucristo no hay bajo el cielo otro nombre en el cual los hombres puedan ser salvados.
P. – Pero el cristianismo no es creíble si los cristianos se presentan ante el mundo desunidos. ¿Qué existe hoy del camino ecuménico de reconciliación entre las Iglesias?
R. – En diez años se han dado muchos pasos adelante, en particular con las Iglesias ortodoxas y con las precalcedonienses de Oriente, todas de origen apostólico. Menos positivo es el balance con las Iglesias salidas de la reforma protestante. Las dificultades principales sobre este filón son dos. La primera es el progresivo alejamiento de estas Iglesias del modelo apostólico en cuanto al modo de concebir y atenuar los ministerios eclesiales. La segunda se refiere a la antropología, las cuestiones sobre quién es el hombre, sobre la bioética, sobre la familia. Entre ambos frentes varias comunidades protestantes han emprendido un camino de aparente modernización que en realidad las lleva siempre más lejos del centro del cristianismo.
P. – ¿Y con los judíos? ¿Y con el Islam? Juan Pablo II soñaba en encuentro en el Sinaí entre las tres religiones...
R. – Con los judíos ha habido progresos sustanciales, si bien en ciertos momentos convulsionados de incomprensiones, errores de procedimiento y malentendidos. Con el Islam, respecto al Jubileo de hace diez años, el cuadro loa ha marcado el 11 de setiembre del 2001. Pero tanto la Iglesia como algunos componentes del Islam han buscado y buscan superar esta fractura y llegar a una mejor comprensión recíproca. La convicción común es que todos tenemos el deber de servir a la unidad del género humano, en un mundo siempre más pequeño e interdependiente, en el cual tenemos siempre más necesidad los unos de los otros.
Entrevista publicada en el blog de Sandro Magister.