En la ceremonia de coronación de los Papas, el ceremoniero levanta una caña con estopa ardiendo y proclama ante el nuevo pontífice la sentencia tradicional sobre la caducidad de la gloria del mundo, para que su olvido no le pierda eternamente: «Pater Sancte: sic transit gloria mundi».

Este domingo, en Sulmona, Benedicto XVI pudo ver realizada ante sus ojos esa sentencia. Una impactante imagen nos muestra al Papa Ratzinger ante los restos de San Celestino V, su predecesor entre los meses de agosto y diciembre de 1294 y único Papa que ha dimitido en la historia de la Iglesia.

Y no por irresponsabilidad, pues murió en olor de santidad y fue canonizado en 1313, diecisiete años después de su muerte. Fue más bien todo lo contrario. Pero Pietro Angelari de Murrone (12091296) era sólo un monje anciano sin experiencia de gobierno, que aceptó el cargo por estricto cumplimiento del deber, ante la petición que le hicieron las autoridades eclesiásticas tras dos años de fracaso en la elección del sucesor de Nicolás IV.

Por esa inadecuación entre su nuevo papel y su vocación, sus coetáneos entendieron bien que abandonara un puesto al que, imitando la humilde entrada de Jesucristo en Jerusalén, había llegado montado en burro. Ese precedente ha sido recordado numerosas veces posteriormente, en nuestro tiempo durante los años en que se especuló con la dimisión por enfermedad de Juan Pablo II.


Este domingo, Benedicto XVI llegó a Sulmona en helicóptero sobrevolando el monte donde vivía San Celestino V como ermitaño antes de ser Papa, y posteriormente dijo misa en la Plaza Garibaldi. En ella había diez mil plazas limitadas, desbordadas en las calles adyacentes hasta completar una asistencia de casi veinte mil de las veinticinco mil que viven en esta ciudad de la provincia de L´Aquila, devastada por el terremoto de abril de 2009.

Y como momento cumbre del Año Jubilar Celestiniano, que conmemora el octavo centenario del nacimiento de San Celestino V y explica el viaje del Papa, éste desgranó un bello sermón sobre la gratuidad de todo lo que recibimos: «Todo lo esencial de nuestra vida se nos ha dado sin nuestra aportación. El hecho de que yo viva no depende de mí; el hecho de que haya habido personas que me hayan introducido en la vida, que me hayan enseñado qué es amar y ser amado, que me hayan transmitido la fe y me hayan abierto la mirada de Dios: todo eso es gracia».

«Por nosotros mismos no habríamos podido hacer nada si no se nos hubiese donado todo», continuó Benedicto XVI: «Dios se nos anticipa siempre, y en cada una de nuestras vidas hay algo bello y bueno que podemos reconocer fácilmente como su gracia, como un rayo de luz de su bondad. Por eso debemos estar atentos, tener siempre abiertos los "ojos interiores", los de nuestro corazón. Y si aprendemos a conocer a Dios en su bondad infinita, seremos, como los santos, también capaces de ver en nuestra vida, con estupor, las señales de ese Dios, siempre cercano a nosotros, que es siempre bueno con nosotros y nos dice: "¡Confiad en Mí!"».