Paradojas de nuestro tiempo. Desde hace casi tres décadas, la tierra que ha dado nacimiento al Islam y a su Profeta está a la cabeza en la lista de las áreas del mundo donde la presencia del cristianismo está conociendo su máxima expansión. Pero no se trata de una expansión producto de conversiones, pues en estas tierras la posibilidad de abrazar la fe cristiana sigue siendo ilegal. El incremento tiene sus orígenes en un imponente flujo migratorio que abarca a todos los países del Golfo
En Arabia Saudita, sobre una población de 27.500.000 de habitantes, se estima que los inmigrantes son otros 8.000.000. Si se extiende la mirada a los Emiratos Árabes Unidos (EAU, una federación de siete emiratos: Abu Dhabi, Ajman, Dubai, Al-Fujairah, Ras al-Khaimah, Sharjah y Umm al-Qaiwain, situados a lo largo de la costa centro-oriental de la península arábiga), el cuadro es más impresionante: sobre casi 6.000.000 de habitantes, la población local no es más del 1214 por ciento.
De estos inmigrantes, provenientes sobre todo de Extremo Oriente, forman parte cristianos pertenecientes a todo el arco iris confesional. En términos numéricos, los católicos constituyen hoy la mayoría entre los cristianos presentes en los países de la península arábiga.
La inmigración en Arabia Saudita y en los países del Golfo (además de Arabia y a los Emiratos, el fenómeno abarca a Bahrain, Oman y Qatar) nace con el boom petrolero. A partir de los años sesenta, la siempre creciente solicitud de crudo y la necesidad de explotar en forma cada vez más consistente los pozos de petróleo hicieron necesario el empleo de mano de obra proveniente del extranjero. Los primeros trabajadores extranjeros empleados en este nuevo milagro económico provinieron principalmente del vecino Yemen, el país que todavía hoy, con sus 23 millones de habitantes, es el verdadero coloso demográfico de la región.
Hasta los años ochenta, los trabajadores yemenitas en Arabia Saudita superaban probablemente el millón. Las remesas de dinero de estos inmigrantes constituyen una parte importante del balance del Estado yemenita. Con la primera guerra del Golfo el escenario cambió radicalmente. El gobierno de Yemen se dispuso a apoyar a Saddam Hussein (quien invadió Kuwait) e imprevistamente Riyadh y Sana’a se plantaron como enemigas. En 1991, al menos 800.000 trabajadores yemenitas fueron expulsados, pues fueron considerados una amenaza para la seguridad nacional. Desde entonces, ningún trabajador yemenita puede obtener un permiso de trabajo en Arabia Saudita. Amargados y desocupados, los trabajadores yemenitas expulsados se convierten en víctimas de otra política saudita: la exportación de la doctrina islámica sunnita wahabita. Con la multiplicación en Yemen de escuelas coránicas wahabitas (queridas y financiadas precisamente por Arabia Saudita), crece en forma significativa también la inserción de los jóvenes yemenitas en las organizaciones jihadistas, con una recaída nefasta en el terrorismo internacional de matriz islámica. Un tercio de los detenidos en la base americana de Guantánamo es yemenita. Yemenita es también la familia de Osama Bin Laden, jefe de Al Qaeda.
Con la captación de los trabajadores yemenitas se abren en el sistema económico de Arabia Saudita (y, por reflejo, en los países del Golfo, que también han adoptado posiciones filo-occidentales en política exterior) enormes grietas. Desde comienzos de los años noventa, el gobierno de Riyadh se ve obligado, para garantizar el nivel de producción del crudo (el petróleo constituye todavía hoy el 88% de los ingresos del Estado y el 90% de las exportaciones), a favorecer la inmigración de un número cada vez mayor de trabajadores extranjeros desde los países de Extremo Oriente, sobre todo India, Filipinas y Pakistán.
La aceleración de la economía de los países del Golfo (en el año 2008, los Emiratos han tenido un crecimiento del producto bruto interno del 6,8 %; Arabia Saudita, del 4,2%), con la planificación de grandes infraestructuras y con un imponente crecimiento del sector inmobiliario, hacen de la península arábiga una de las áreas de más fuerte inmigración a nivel planetario.
La península arábiga está bajo la jurisdicción del vicariato de Arabia, la circunscripción eclesiástica más grande del mundo: seis naciones que se extienden sobre más de 3 millones de kilómetros cuadrados (Arabia Saudita, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Oman, Qatar e Yemen), con una población de más de 60 millones de personas. Dirigido desde el 2005 por Paul Hinder, fraile capuchino suizo, quien sucedió al fraile italiano Bernardo Gremoli, el vicariato de Arabia ha superado con creces los cien años de vida (la sede de Aden se creó en 1888).
La sede actual se encuentra en Abu Dhabi, moderna capital de los Emiratos, y puede contar con sesenta y un sacerdotes y un centenar de monjas de seis congregaciones diferentes. Además de la asistencia pastoral directa, la Iglesia gestiona ocho escuelas (para un total de 16 mil estudiantes, el 60 por ciento de los cuales son musulmanes), orfanatos y casas para discapacitados. Hasta hace pocos años, el vicariato de Arabia se ocupaba principalmente de la asistencia pastoral de algunos miles de extranjeros que se encontraban trabajando en la península: personal de las embajadas, empleados y funcionarios de empresas extranjeras.
Con la llegada de trabajadores extranjeros, a partir de los años noventa, todo ha cambiado. No hay cifras oficiales, pero las estimaciones del vicariato de Abu Dhabi (elaboradas sobre la base de los datos proporcionados por las embajadas), hablan de cerca de un millón cuatrocientos mil filipinos sólo en el territorio de Arabia Saudita, con un 85% de católicos. No se conoce con exactitud el número de indios, pero es posible que el número de los católicos en el reino saudita se acerque a los 2 millones.
Según los últimos datos, los habitantes de los Emiratos Árabes Unidos son cerca de 6.000.000, de los cuales 5.000.000 son trabajadores extranjeros. La inmensa mayoría de estos inmigrantes profesa el Islam (casi 3.200.000), pero los cristianos serían más de un millón y medio de personas, de los cuales 580 mil son católicos. Un buen número es de lengua árabe (más de 100.000, 12.000 sólo en Abu Dhabi) y provienen del Líbano, Siria, Jordania, Palestina e Irak. Hay presentes decenas de miles de católicos de rito oriental: maronitas, melkitas, armenios, sirios, siro-malabares, siro-malankares... Las celebraciones se llevan a cabo en diversos idiomas: además de inglés y árabe, en malabar, konkaní, tagalo, francés, italiano, alemán, cingalés y tamil.
En Bahrein, sobre una población de casi un millón de habitantes, los católicos son 65 mil. En Oman, sobre 3.200.000 habitantes, los católicos son 120.000. En Qatar, donde ha sido consagrada en el año 2008 la primera iglesia católica, sobre un millón doscientos mil habitantes los católicos son 110.000. Es difícil dar estadísticas plausibles sobre el carácter global del fenómeno. Según fuentes periodísticas, en los Emiratos Árabes Unidos habría cerca de 750.000 trabajadores provenientes de la India, 250.000 de Pakistán y 500.000 de Bangladesh. Un millón de inmigrantes está constituido por iraníes, afganos, malasios, indonesios, chinos y japoneses. Los filipinos serían medio millón. Otro medio millón está formado por africanos y sudamericanos. Para las Iglesias cristianas presentes en el lugar tampoco es fácil ofrecer datos confiables, a causa de la gran movilidad de la población católica (algunos trabajadores tienen permisos muy breves). Muchos católicos se encuentran además trabajando en zonas muy alejadas de su parroquia o de la comunidad cristiana, o viven en campos de trabajo que impiden la libertad de movimiento.
La condición de los trabajadores extranjeros en la península arábiga no es agradable. En Arabia Saudita, uno de los regímenes más represivos del mundo, los trabajadores cristianos deben hacer las cuentas cada día - más allá de la crisis económica que ha significado también aquí una disminución de puestos de trabajo y del nivel de las remuneraciones - con la policía religiosa (mutawwa), que no tolera manifestaciones públicas de la fe. Es una situación que es denunciada constantemente por los organismos internacionales que se ocupan de los derechos humanos y de la libertad religiosa. No es infrecuente que en las redes de la policía caigan con acusaciones (la mayoría de las veces falsas o tortuosas) los cristianos que se las ingenian para mantener viva la fe en las comunidades cristianas (véase el caso de Brian Savio O’Connor, un cristiano indio apresado en el año 2004 por haber sido encontrado en posesión de Biblias y de libros religiosos).
A diferencia de otros contextos, los trabajadores extranjeros en Arabia Saudita y en los países del Golfo no buscan integrarse. Llegan a esas tierras con la intención de volver un día a casa o de emigrar nuevamente hacia Estados Unidos, Canadá o Australia. Una norma prevé además que no se renueve el permiso de residencia para los trabajadores con más de 60 años. Como resultado de ello, la Iglesia de Arabia no tiene un núcleo estable, ya que está formada hoy por fieles, en su mayoría jóvenes, que en la mejor de las hipótesis permanecen cinco, diez o como máximo veinte años.
Hay además graves situaciones de desequilibrio social. Entre los cristianos hay pocos adinerados y una gran masa de pobres, sin ninguna seguridad social. Los trabajadores de las franjas más bajas tienen escasa cobertura, aun cuando los Emiratos Árabes Unidos, al comienzo de noviembre de 2009, han firmado con el gobierno de Manila un protocolo de acuerdo que ofrece mayor protección a los trabajadores filipinos. Hay también un verdadero tráfico de brazos, es decir, de trabajadores que son llevados clandestinamente al Golfo por las organizaciones criminales. También está la trata de mujeres, especialmente de Filipinas y de Europa oriental, para ejercer la prostitución. Muchas se ilusionan con la promesa de un trabajo y luego se encuentran esclavizadas. Las que huyen encuentran muchas veces refugio en las organizaciones de caridad de la Iglesia Católica, que ofrece un servicio de asistencia psicológica y legal para quien desea reingresar a su propio país.
La crisis está de todos modos rozando también a la península arábiga, con una ralentización generalizada de la economía. Luego de años de inflación en torno al 1%, en el año 2008 ha habido en Arabia Saudita un empinamiento de los precios que ha llevado a la inflación por encima del 11%. El gobierno de Riyadh está intentando resolver esta crisis con un proyecto de «saudización». Se querría limitar para el futuro el ingreso de nuevos inmigrantes (favoreciendo de hecho también la expulsión de millones de operarios presentes ilegalmente en al país) para sustituirlos con obreros locales. Obligados por la crisis, muchos sauditas están volviendo a realizar trabajos que hasta hace poco tiempo eran considerados indignos o demasiado fatigosos, y que eran en consecuencia confiados a trabajadores extranjeros. Esta «saudización» tiene un trasfondo también religioso: limitar al máximo el acceso de inmigrantes musulmanes chiítas, la corriente musulmana siempre en contraste con la sunnita practicada en forma mayoritaria en la península arábiga.
El de la libertad religiosa es el punto doliente en Arabia Saudita. Según el informe anual sobre libertad religiosa, publicado en el 2009 por la Comisión USA sobre libertad religiosa internacional (USCIRF, por sus siglas en inglés), Arabia Saudita se cuenta entre los países que despiertan «particular preocupación», junto a Myanmar, China, Corea del Norte, Eritrea, Irán, Irak, Nigeria, Pakistán, Sudán, Turkmenistán, Uzbekistán y Vietnam.
En lo que se refiere a Arabia Saudita, el informe reconoce alguna reforma limitada y alguna apertura tímida en la vertiente del diálogo religioso. No obstante ello, todavía hoy el gobierno prohíbe toda forma de expresión religiosa pública que no sea acorde a la doctrina islámica sunnita y no transmita la particular interpretación del Islam wahabita. Además, la Comisión acusa a las autoridades sauditas de sostener, a nivel internacional, grupos que promueven «una ideología extremista que contempla, en algunos casos, violencias contra los no islámicos y contra los musulmanes de diferente observancia religiosa».
En los Emiratos y en otros países del Golfo, el panorama es un poco diferente. La situación es de sustancial tolerancia religiosa, aunque en un marco de reglas bien definidas. Testimonios de esta apertura son las parroquias que el vicariato de Arabia ha instituido en el área: una parroquia en Bahrein, una en Qatar y siete en los Emiratos, exactamente dos en Abu Dhabi, dos en Dubai, una en Sharjah, una en Al-Fujairah y una en Ras al-Khaimah. Hay cuatro parroquias en Omán, dos de ellas en Muscat. También hay cuatro comunidades en Yemen, un país que registra progresos, pero donde todavía están abiertas las heridas de los episodios de violencia contra los cristianos (basta pensar en el asesinato de las tres monjas de la Madre Teresa el 27 de julio de 1998).
En esencia, cada emir es libre de llevar a cabo su política religiosa y los cristianos se encuentran viviendo en condiciones diferentes, según la realidad política en la que se encuentran para obrar. Aquí la tolerancia religiosa y la libertad de culto no son equiparables con las de Occidente: todo se concentra en los espacios concedidos a la parroquia, sin posibilidad de exponer exteriormente símbolos y sin posibilidad de hacer actividad pública. Pero para la Iglesia de Arabia, que por boca de su obispo se define «peregrina», la experimentada en los Emiratos y en los países del Golfo es una situación de relativo privilegio. Por el contrario, en Arabia Saudita la asistencia pastoral es prácticamente imposible. Los millones de fieles que se encuentran más allá de la cortina de hierro del Islam son congregados de tanto en tanto, en forma con frecuencia extravagante, por algún sacerdote de incógnito que asegura la consagración del pan eucarístico distribuido luego por los laicos en las distintas comunidades.
En el plano pastoral, la emergencia principal de la Iglesia de Arabia está ligada a la carencia de estructuras. Se cuentan parroquias con 40.000, inclusive con 100.000 feligreses. Muchas veces es imposible recibir a todos los feligreses que desean asistir a las celebraciones o piden asistencia pastoral. También es difícil desenvolverse entre los intereses y las sensibilidades de los distintos grupos étnicos – al menos 90 – sin provocar tensiones e incomprensiones. El número de los sacerdotes es limitado y resulta muy difícil obtener nuevos visados para aumentar su número. No es fácil en absoluto encontrar sacerdotes aptos para la misión en esta área particular, ya que uno de los requisitos fundamentales es que hablen diversos idiomas. Además, los feligreses viven dispersos, lejos de las parroquias; muchos trabajan en aldeas que surgen en pleno desierto, o bien en las plataformas petroleras, en zonas donde no es posible reunirlos en absoluto. La mayor parte no tiene medios de transporte o no está en condiciones de pagar el boleto, o no obtiene el permiso de los respectivos dadores de trabajo. Una de las cuestiones cruciales – con frecuencia lo hace notar Paul Hinder – es precisamente la de proteger a estos feligreses de la tentación de hacerse absorber por el Islam. Para que se entienda efectivamente: si quien es musulmán encuentra puestos de trabajo mejores y mejor pagados, la conversión se convierte para muchos en una senda cómoda y fácil de promoción social.
¿Cuál será la suerte de estos trabajadores cristianos en los próximos años? Es difícil decirlo. Su presencia, a nivel numérico, depende de la situación política y económica que se irá perfilando en el área. El mundo en el que viven – no podemos olvidarlo – está totalmente centrado en el Islam, tanto que en el estado actual es difícil pensar en una apertura sobre la vertiente de los derechos humanos y de la libertad religiosa, aun cuando la gran masa de trabajadores no musulmanes en la península arábiga es un hecho que no se puede silenciar o negar. Y, antes o después, será necesario que alguien comience a tener en cuenta las exigencias no sólo económicas de estos cristianos con la maleta.