Una propuesta en la que se había olvidado el dolor sufrido por el otro bando. La Guerra Civil española no fue una contienda heroica para nadie. Y en los dos bandos hubo desafueros y muchas muertes sin sentido. Las muertes «injustas y arbitrarias» se dieron en los dos frentes, y no sólo en uno, y en los dos casos es reprobable. La historia sucede para todas las personas y no sólo a unos pocos.
«Me llamo Pedro Muñoz Seca. Soy escritor y autor teatral. Me fusilaron en la madrugada del 28 de noviembre de 1936 en Paracuellos del Jarama. Mi delito fue ser monárquico».
«Desde mi ingreso en la cárcel y checa de San Antón, el 1 de agosto de 1936, le escribí a mi mujer Asunción, con quien tuve nueve hijos, tres cartas y cuarenta y una tarjetas postales. Como buen andaluz soporto mejor el calor que el frío.
Por la brevedad del espacio en blanco de las postales, mi correspondencia se limita a pedir ropa de abrigo, mudas, medicinas para mi úlcera de estómago, agua mineral y latas de conserva. Aunque para tranquilizar a mi familia siempre les digo que ‘‘estoy bien y he engordado’’. Desde el 1 de agosto al 28 de noviembre, madrugada de mi fusilamiento, perdí 29 kilogramos de peso. En todas las postales pido tranquilidad para mi madre, que vive en el Puerto de Santa María.
Pero, de repente, en una postal, sin saber cómo, salta un golpe de humor y le pido a Asunción que me envíe a la cárcel una de mis bigoteras. «Estoy harto de meter los bigotes en la sopa del rancho», le cuento. Y recibí la bigotera, y así recuperé mi personalidad.
Meses más tarde, en el alba de mi fusilamiento, antes de ser empujado a la trasera del camión de la muerte, el miliciano «Dinamita» me ata las manos brutalmente a la espalda con un bramante que me alcanzaba las venas, y entre el alborozo de sus compañeros, con unas tijeras me cortó los bigotes. Me dijo que para donde iba no los necesitaba.
Pasé el cautiverio en el Departamento 2 de la planta baja de San Antón. Al principio tuve como compañeros de celda a ocho oficiales de la Armada, y a los hijos de 15 y 13 años de un oficial del Ejército de Tierra. También, en la misma celda, están confinados José Arizcun, el sacerdote Tomás Ruiz del Rey, Julián Cortés Cabanillas y el actor Guillermo Marín.
Todas las tardes, con su melena blanca desvencijada, aparecía por San Antón el escritor Pedro Luis de Gálvez, que me debía algún que otro favor. «A éste que nadie lo toque. A éste lo voy a matar yo personalmente, ¿verdad maestro?». Yo sólo le respondía: «Honradísimo Gálvez, honradísimo».
He de decir, humildemente, que sólo en una ocasión me brotaron las lágrimas. Fue el día en que supe que sus ocho compañeros de celda de la Armada y los hijos del oficial del Ejército habían caído en una de las primeras sacas. En aquella ocasión escupí en el rostro de mis carceleros. Ellos me tumbaron de un puñetazo. En el Puerto, mi hermano menor, José, hacía gestiones con Vicente Alberti, hermano de Rafael, para que éste se interese por mí. Alberti no se dio por enterado.
Sé que las cartas que escribí en el mes de noviembre ya no le llegaron a mi mujer. Gracias a un diplomático mexicano, que hacía de correo de presos, Asunción recibiría esas postales y la última carta tres años después, en 1939. Se ahorró el sufrimiento.
El 26 de noviembre fui «juzgado» por un tribunal popular y condenado a muerte «por fascista, monárquico y enemigo de la República». El 27 fui llamado por el director de la checa y en la madrugada del 28 me encerré en mi celda con el sacerdote Tomás Ruiz del Rey. A las dos de la mañana le escribí a Asunción la última carta.
Me quitaron la maleta, los abrigos, el reloj y mis objetos personales. Me cortaron los bigotes. Al llegar a Paracuellos fumé. Tiré el cigarrillo y dije “cuanto antes”. Grité: “Viva España y viva el Rey“ y mi cuerpo se quebró con la descarga».
«Me llamo Manuel Martín, fui fusilado y tirado al río»
«Soy Manuel Martín y era vicepresidente de las juventudes de Acción Católica en Talavera. Era un importante abogado y persona muy conocida, que me llevaba bien con todo el mundo. Era muy aficionado al fútbol y jugaba de portero en el Talavera, cuando el fútbol no levantaba las pasiones de ahora. Creo que no era malo.
El 21 de julio de 1936 estábamos en una reunión cuando llegaron los del otro bando, algunos conocidos míos, que habían sido compañeros en el colegio. Cosas así sucedieron mucho en esos tiempos.
Me cogieron y me encarcelaron. Sufrí un derrame cerebral de la depresión y de lo mal que lo estaba pasando. Me llevaron al hospital donde conseguí curarme. Después me trasladaron a la cárcel, que estaba al lado.
El 21 de agosto me sacaron de allí y nos llevaron al Puente de Silos. Nos dispararon y después nos tiraron al río. Yo estaba en forma, era portero del Talavera y tenía mucha vitalidad, así que, aún herido, me puse a nadar, pero unas señoras que estaban por allí, puede que lavando la ropa, dijeron: «Mira, mira, los acaban de fusilar» y en vez de ayudarme, me tiraron piedras.
Yo estaba vivo, intentando esquivar lo que me lanzaban. Pero fue imposible. Me ahogué. Mi cuerpo no ha aparecido».
«Soy Manuel Gordon y estaba en Mallorca cuando empieza la guerra y vuelvo en el último barco a Barcelona. El puerto estaba en llamas y el capitán quería ir a Francia. Le convenzo para ir a Tarragona, porque mis cinco hijos estaban en Tortosa con la abuela.
Al llegar me incorporo a mi trabajo en la Secretaría del Banco de España. Yo era una persona muy conocida, con presencia pública por mi labor profesional y religiosa.
Era un católico que vivía sin esconderme, aunque nunca me metí en política. Creo que fui de los primeros en ser cogidos. El 25 de julio, dos personas vinieron y me llevaron diciéndome que tenían que acompañarme al Ayuntamiento para preguntarme algunas cosas. No volví.
Me llevaron a la cárcel, al colegio de San Luis. Fue tan rápido, que lo único que me llevé fue lo que tenía puesto y un misal. Leía la misa diariamente.
Mi mujer vino a verme todos los días sin faltar uno solo y el 5 de agosto le dijeron que me llevaban a Tarragona. Nunca llegué hasta allí. Yo sabía a dónde me iba, pero pensé que si con mi sangre se tenía que salvar España, yo se la ofrecía a Dios.
En una furgoneta me llevan al puente de Garidells de El Perelló. Allí, junto a otros, me echan al campo y me fusilan. Pero conmigo no aciertan, no me matan, aunque me dejan la rodilla destrozada.
Como estoy en buena forma, logró escapar sin que se den cuenta. Intento escapar: es un campo con un desnivel y como estoy malherido, me caigo y me rompo definitivamente una pierna. Apenas puedo moverme, me arrastro dolorido y me refugio donde puedo.
No estoy a salvo, he dejado un reguero de sangre y los milicianos han vuelto por la tarde al lugar donde hemos sido fusilados. Se dan cuenta de que falta uno. Siguen el rastro de sangre. Como no podía ser de otra forma, al final me encuentran.
Me disparan treinta y tantos tiros. Sé que mi mujer les va a perdonar y mis hijos también. Como dice el Evangelio: ‘‘Perdónales, no saben lo que hacen’».
«Soy José Cremades, recibí siete tiros»
«Soy José Cremades y fundé Acción Católica en Elda y eso, en esos tiempos, era como firmar una segura condena de muerte. Trabajaba en una fábrica de zapatos, como mi mujer.
Recuerdo que cuando empezó la guerra los milicianos iban a buscarme a casa y me decían que bajara. Yo quería, pues no tenía nada que temer, pero mi mujer me mandaba callar y nunca me dejó abrir la puerta.
Ella estaba asustada y quería que nos fuéramos. A veces, uno de mis muchos conocidos, de cualquier ideología, llegaba y le decía a los milicianos que me dejaran en paz.
Un día me crucé con un señor por la calle, que dijo para que yo le oyera: ‘‘¿Cómo que todavía está por aquí?’’. Ya estaba claro. Una tarde fueron a la fábrica a buscarme y me llevaron al cine Coliseo.
En cuanto mi mujer vio que yo no llegaba a comer, se preocupó. Contactó con varios amigos míos para ver si me podían sacar. A uno de ellos le dejaron pasar y, por lo visto, le prometieron que si me encontraba, me podía ir con él.
Pero había una pantalla y yo estaba detrás, escondido. Por un agujero, un compañero vio a mi amigo: “Mira, Cremades –me dijo–, te vienen a rescatar”.
Estuvo dando vueltas, me buscó y no me encontró. Se escapó mi oportunidad. Como era muy conocido, el 15 de septiembre me sacaron de noche para que nadie me viera. Me llevaron a un estercolero y me pegaron siete u ocho tiros.
Me dejaron tirado y sólo me encontraron a la mañana siguiente, cuando un conocido me vio al ir en el autobús que iba de Villena a Elda».
«Soy Enrique Sicluna, un militar retirado, con seis hijos. Cuando comenzó la guerra ya sabía que antes o después llegarían a por mí.
Un día de agosto vinieron a casa unos milicianos a hacer un registro. Comienzan a mirar por todos lados y, de repente, dicen que encuentran un papel de la Falange. Es difícil de creer, porque, aunque mi hijo Luis, de 23 años, que era médico, pertenecía a la Falange, había tirado todos los papeles. Ya conocía el peligro.
Mi otro hijo, que tiene mi nombre, Quique, de 16 años, estaba en la calle jugando al fútbol con un amigo. Como sabía que, debido a mi educación militar, soy muy estricto, y que me gusta que todo se haga a su hora, le dijo a su amigo que tenía que dejar de jugar y venir a comer, ‘‘que mi padre se enfada’’. Fue su perdición. Nos llevaron a todos los hombres de la casa y dejaron sólo a las mujeres. Mi mujer y cuatro hijas.
Nos conducen a la Dirección General de Seguridad y después a la cárcel Modelo. Estamos en la celda 644 de la galería cuarta.
Por lo menos, desde aquí puedo escribir varias cartas a mi mujer para que sepa que estamos bien. Quiero que con ellas sepa que la sigo queriendo. No sé cuántas llegaron y cuántas se quedaron en el camino.
Pero me preocupaba mucho la salud de mis hijos mientras estábamos en la Modelo. Hacía mucho frío y yo quería que de casa me trajesen bufandas, almohadas o colchones. También unas gafas para el pobre Luisito y una pluma cargada para que pueda escribir. También le pido un cepillo de dientes.
El 7 de noviembre le escribo otra carta. Sé que es la última. En la cárcel ya se oye que nos van sacar, pero no quiero preocupar y no cuento nada fuera de lo normal. Ese día salen de la Modelo tres sacas. Tres paseos de muertos.
En uno de ellos voy yo con mi hijo Luis y mi hijo Enrique. Dejo viuda y cuatro hijas. Una de ellas se casará con otro huérfano de un compañero que también ha estado aquí en la Modelo. Nos llevan a Paracuellos, nos entierran en una fosa común. Nuestros huesos no han sido identificados».
«Mi nombre es José Bada, tengo 77 años, tres cuando comenzó la Guerra Civil española y seis cuando terminó. Vivo en Villalba de los Arcos, Tarragona, y mataron a mi padre, Juan, y a sus tres hermanos: José, al que fusilaron en Caspe; Ramón, que era cura, y Francisco, el más pequeño de todos ellos, al que hirieron y después ordenaron envenenar en el Hospital de Tortosa.
Por parte de mi madre, asesinaron a cuatro familiares, dos hermanos y dos sobrinos: uno era panadero, otro secretario del Ayuntamiento, que en aquel momento era de derechas, pero que estaba legalmente constituido durante la II República, el tercero era médico y el último hermano de La Salle.
Cuando se produjo el alzamiento del 18 de julio y falló el golpe en Barcelona, la izquierda empezó a matar gente. En mi pueblo asesinaron a 56 personas sólo porque eran de derechas. El comité revolucionario que se constituyó esos días reclamó milicianos alegando que estas personas se habían sublevado, algo que no era cierto.
Desviaron cinco camiones de la ruta de Barcelona. Lo primero que hizo la tropa al bajar de los vehículos fue meterle cuatro tiros al padre de una chica, ella todavía vive, porque él tocaba el armonio en la iglesia y era director de una banda de música.
Después fueron a buscar al resto a una sociedad recreativa, que era el centro de la gente de derechas, donde solían reunirse para escuchar las noticias. Los sacaron a todos con los brazos en alto y se los llevaron para la plaza.
En el trayecto encontraron al cabo de somatén, que salió al escuchar tanto ruido, y le soltaron dos disparos. El vicario, desde una ventana, mató al abanderado de los milicianos y los detenidos huyeron.
Algunos cayeron en ese momento. Al resto los prendieron y ejecutaron más tarde. A mi padre no le importaba la política. Ese día estaba durmiendo la siesta en su casa cuando lo sorprendieron, lo sacaron de su domicilio a la fuerza y le mataron delante de su madre. Lo hicieron porque iba a misa y tenía un hermano que era cura. Todavía recuerdo los gritos y sollozos de mi madre».
«Me llamo M. T. A. Dihinx y tenía 21 años cuando mataron a dos de mis hermanos en la Guerra Civil. Era julio y habíamos salido a la playa para pasear cuando los cogieron y se los llevaron a Bilbao porque eran de derechas. Eso fue todo lo que habían hecho. Los fusilaron porque sí.
Ahora tengo 95 años, pero recuerdo que todo lo que sucedió entonces fue muy triste. Los ajusticiaron el 4 de enero en la matanza de Bilbao. Asaltaron la cárcel y mataron a toda la gente de derechas que encontraron allí.
A mi madre y a mí también nos metieron en la cárcel en julio porque no teníamos las mismas ideas que ellos. Nos encerraron con las presas comunes, pero que eran muy buenas personas.
Cuando vieron llegar a mi madre se quitaron su propio colchón y se lo entregaron a ella porque decían que el que tenía no era el más apropiado para una persona de su edad.
Recuerdo que en la celda había una cama de hierro y un jergón de paja. Las sábanas eran de algodón sin refinar con manchas de pulgas y el retrete, un agujero con una jarra. Si te querías lavar tenías que ir a la parte donde estaban los milicianos.
Nos enteramos de la muerte de mis hermanos por un ama de llaves que conocíamos y que nos lo dijo. El pequeño, nos enteramos luego, cayó inmediatamente. En el suelo del patio había una mancha negra. Era suya, de su sangre.
Al otro, lo fusilaron a las cinco de la tarde, pero se hizo el muerto y se lo llevaron al hospital. Pero al día siguiente falleció. Yo perdono, porque si tú no perdonas, después jamás te perdonarán a ti. No tengo rencor por todo aquello. Tenemos que perdonar, porque quien guarda rencor en su interior no es un buen cristiano».