(Taizé.fr/L´Osservatore) Hace tres años, el 16 de agosto de 2005, durante la oración del atardecer, el hermano Roger, fundador y prior de la comunidad de Taizé, fue asesinado por una mujer desequilibrada. Acababa de cumplir noventa años. El Cardenal Presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, recuerda su figura en una entrevista concedida al “L´Osservatore Romano” el pasado 15 de agosto. Han pasado tres años desde el fallecimiento trágico del hermano Roger, el fundador de Taizé. Usted mismo fue a presidir sus exequias. ¿Quién era para usted? Su muerte me conmocionó mucho. Estaba en Colonia por la Jornada Mundial de de Juventud cuando nos enteramos del fallecimiento del hermano Roger, víctima de un acto violento. Su muerte me recordaba las palabras del profeta Isaías sobre el Servidor del Señor: «Maltratado, se humilla, no abre la boca, como un cordero llevado al matadero, como una oveja ante los que la esquilan» (Is. 53,7). Durante toda su vida, el hermano Roger siguió el camino del Cordero: por su dulzura y su humildad, por su rechazo a todo acto de grandeza, por su decisión de no hablar mal de nadie, por su deseo de llevar en su propio corazón el dolor y las esperanzas de la humanidad. Pocas personas de nuestra generación han encarnado con tanta transparencia el rostro humilde de Jesucristo. En una época turbulenta para la Iglesia y para la fe cristiana, el hermano Roger era una fuente de esperanza reconocida por muchos, incluido yo mismo. Como profesor de teología y después como Obispo de Rottenburg-Stuttgart, siempre animé a los jóvenes a pasar unos días en Taizé durante el verano. Veía cómo esa estancia cerca del hermano Roger y de la Comunidad les ayudaba a conocer mejor y a vivir la Palabra de Dios, con alegría y simplicidad. Todo esto lo sentí más cuando presidí la liturgia de su funeral en la gran iglesia de la Reconciliación en Taizé. ¿Cuál es, bajo su punto de vista, la contribución propia del hermano Roger y de la Comunidad de Taizé al ecumenismo? La unidad de los cristianos era verdaderamente uno de los deseos más profundos del prior de Taizé, igual que la división de los cristianos fue para él una auténtica fuente de dolor y de tristeza. El hermano Roger era un hombre de comunión, que no llevaba bien ninguna forma de antagonismo o de rivalidad entre personas o comunidades. Cuando hablaba de la unidad de los cristianos y de sus encuentros con representantes de diferentes tradiciones cristianas, su mirada y su voz mostraban con qué intensidad de caridad y de esperanza deseaba que “todos sean uno”. La búsqueda de la unidad era para él como un hilo conductor hasta las decisiones más concretas de cada día: acoger con alegría toda acción que pueda acercar a los cristianos de tradiciones distintas, evitar toda palabra o gesto que pudiera retrasar su reconciliación. Practicaba este discernimiento con una atención que rozaba la meticulosidad. En esta búsqueda de la unidad, sin embargo, el hermano Roger no tenía prisa ni estaba nervioso. Conocía la paciencia de Dios en la historia de la salvación y la historia de la Iglesia. Nunca hubiera realizado actos inaceptables para las Iglesias, nunca hubiera invitado a los jóvenes a separarse de sus pastores. Más que el desarrollo rápido del movimiento ecuménico, buscaba su profundidad. Estaba convencido que sólo un ecumenismo alimentado por la palabra de Dios, la celebración de la Eucaristía, la oración y la contemplación sería capaz de reunir a los cristianos en la unidad deseada por Jesús. En este ámbito del ecumenismo espiritual es donde me gustaría colocar la importante contribución del hermano Roger y de la Comunidad de Taizé. El hermano Roger describió a menudo su evolución ecuménica como una « reconciliación interior de la fe de sus orígenes con el misterio de la fe católica, sin ruptura de comunión con nadie » Ese recorrido no se enmarca en las categorías habituales. Tras su muerte, la comunidad de Taizé ha desmentido los rumores de una conversión secreta al catolicismo. Esos rumores nacieron, entre otras cosas, porque se le vio comulgar a manos del Cardenal Ratzinger durante las exequias del Papa Juan Pablo II. ¿Qué le parece la afirmación según la cual el hermano Roger se habría vuelto “formalmente” católico? Viniendo de una familia protestante, el hermano Roger había realizado estudios de teología y se había ordenado pastor en esta misma tradición protestante. Cuando hablaba de la «fe de sus orígenes» se refería a ese bello conjunto de catequesis, devoción, formación teológica y testimonio cristiano recibidos en la tradición protestante. Compartía ese patrimonio con todos sus hermanos y hermanas de adhesión protestante, con los que siempre se ha sentido profundamente unido. Desde sus primeros años de pastor, sin embargo, el hermano Roger buscó igualmente alimentar su fe y su vida espiritual con las fuentes de otras tradiciones cristianas, cruzando así ciertos límites confesionales. Decía ya mucho de esta búsqueda su deseo de seguir una vocación monástica y fundar, con esta intención, una nueva comunidad monástica con Cristianos de la Reforma. A lo largo de los años, la fe del prior de Taizé se fue enriqueciendo progresivamente del patrimonio de fe de la Iglesia Católica. Según su propio testimonio, entendía algunos aspectos de la fe mediante el misterio de la fe católica, como el papel de la Virgen María en la historia de la salvación, la presencia real de Cristo en los dones eucarísticos y el ministerio apostólico en la Iglesia, incluido el ministerio de unidad ejercido por el Obispo de Roma. Como respuesta, la Iglesia Católica había aceptado que comulgara en la eucaristía, como hacía cada mañana en la gran iglesia de Taizé. Igualmente, el hermano Roger recibió la comunión en múltiples ocasiones de manos del Papa Juan Pablo II, al que le unía una amistad desde los tiempos del Concilio Vaticano II, y que conocía bien su evolución en la fe católica. En este sentido no había nada secreto o escondido en la actitud de la Iglesia Católica, ni en Taizé ni en Roma. En el momento de los funerales del Papa Juan Pablo II, el Cardenal Ratzinger no hizo más que repetir lo que ya se hacía antes en la Basílica de San Pedro en la época del difunto Papa. No había nada nuevo o premeditado en el gesto del Cardenal. En una alocución al Papa Juan Pablo II, en la Basílica de San Pedro, durante el Encuentro Europeo de Jóvenes en Roma de 1980, el prior de Taizé describió su propia evolución y su identidad de cristiano con estas palabras: «Encontré mi propia identidad cristiana reconciliando en mi mismo la fe de mis orígenes con el misterio de la fe católica, sin ruptura de comunión con nadie». En efecto, el hermano Roger nunca había querido romper con «nadie», por razones que estaban esencialmente ligadas a su propio deseo de unión y a la vocación ecuménica de la Comunidad de Taizé. Por esta razón, prefería no utilizar ciertos términos como «conversión» o adhesión «formal» para calificar su comunión con la Iglesia Católica. En su conciencia, había entrado en el misterio de la fe católica como alguien que crece, sin deber «abandonar» o «romper» con lo que había recibido o vivido antes. Se podría hablar mucho del sentido de ciertos términos teológicos o canónicos. Sin embargo, por respeto a la evolución en la fe del hermano Roger, sería preferible no aplicar a su persona categorías que él mismo juzgaba inapropiadas para su experiencia y que además la Iglesia Católica no ha querido nunca imponerle. Incluso en esto, las palabras del propio hermano Roger deberían bastarnos. ¿Ve usted vínculos entre la vocación ecuménica de Taizé y el peregrinaje de decenas de miles de jóvenes a ese pequeño pueblo de Borgoña? En su opinión, ¿son los jóvenes sensibles a la unidad visible de los cristianos? En mi opinión, el hecho de que cada año miles de jóvenes encuentren todavía el camino a la pequeña colina de Taizé es verdaderamente un don del Espíritu Santo a la Iglesia de hoy. Para muchos de ellos, Taizé representa el primer y principal lugar donde pueden encontrar jóvenes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Me siento feliz de ver que los jóvenes que llenan cada verano las tiendas y las carpas de Taizé vienen de distintos países de Europa occidental y oriental, algunos de otros continentes, que pertenecen a diferentes comunidades de tradición protestante, católica u ortodoxa y que vienen a menudo acompañados por sus propios sacerdotes o pastores. Muchos de los jóvenes que llegan a Taizé vienen de países que han conocido la guerra civil o violentos conflictos internos, con frecuencia en un pasado todavía reciente. Otros vienen de regiones que han sufrido durante varias décadas el yugo de una ideología materialista. Además hay otros, quizá la mayoría, que viven en sociedades profundamente marcadas por la secularización y la indiferencia religiosa. En Taizé, durante los momentos de oración y de reflexión bíblica, redescubren el don de comunión y de amistad que solamente el Evangelio de Jesucristo puede ofrecer. Escuchando la Palabra de Dios, descubren también la riqueza única que les fue dada por el sacramento del bautismo. Sí, creo que muchos jóvenes se dan cuenta del verdadero desafío de la unidad de los cristianos. Saben cuánto puede pesar todavía la carga de las divisiones sobre el testimonio de los cristianos y sobre la construcción de una nueva sociedad. En Taizé encuentran una «parábola de comunidad» que ayuda a superar las fracturas del pasado y a mirar un futuro de comunión y de amistad. De vuelta a casa, esta experiencia les ayuda a crear grupos de oración y de encuentro en su propio contexto de vida, para alimentar ese deseo de unidad. Antes de presidir el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, ha sido Obispo de Rottenburg-Stuttgart y, como tal, acogió en 1996 un Encuentro Europeo de Jóvenes organizado por la Comunidad de Taizé. ¿Qué aportan estos encuentros de jóvenes a la vida de las Iglesias? Ese encuentro fue, efectivamente, un momento de gran alegría y profundidad espiritual para la Diócesis y sobre todo para las parroquias que acogieron a los jóvenes provenientes de diferentes países. Estos encuentros me parecen tremendamente importantes para la vida de la Iglesia. Muchos jóvenes, como le decía, viven en sociedades secularizadas. Les resulta difícil encontrar compañeros de camino en la fe y la vida cristiana. Son pocos los espacios para profundizar y celebrar la fe, con alegría y serenidad. Las Iglesias locales tienen a veces dificultades para acompañarles adecuadamente en su crecimiento espiritual. Por ello, los grandes encuentros como los organizados por la Comunidad de Taizé responden a una verdadera necesidad pastoral. Es cierto que la vida cristiana tiene necesidad de silencio y de soledad, como decía Jesús «Cierra la puerta y dirige la oración a tu Padre, que habita en lo secreto» (Mt 6,6). Pero también tiene necesidad de compartir, de encuentro, de intercambio. La vida cristiana no se vive en aislamiento, al contrario. A través del bautismo, pertenecemos al mismo y único cuerpo de Cristo resucitado. El Espíritu es el alma y el aliento que anima ese cuerpo, que le hace crecer en santidad. Por otra parte, los Evangelios hablan con frecuencia de una gran multitud que venía, a menudo, desde muy lejos para ver y escuchar a Jesús y para ser curados por él. Hoy los grandes encuentros se inscriben en esta misma dinámica. Permiten a los jóvenes comprender mejor el misterio de la Iglesia como comunión, escuchar juntos la palabra de Jesús y confiar en él. El Papa Juan XXIII denominó a Taizé como una «pequeña primavera». Por su parte, el hermano Roger decía que el Papa Juan XXIII era el hombre que más le había marcado. En su opinión, ¿por qué el Papa que tuvo la intuición del Concilio Vaticano II y el fundador de Taizé se apreciaban tanto? Cada vez que me encontraba con el hermano Roger, me hablaba mucho de su amistad con el Papa Juan XXIII primero, y después con el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo II. Me contaba, siempre con gratitud y con una gran alegría, los numerosos encuentros y conversaciones que había tenido con ellos a lo largo de los años. Por un lado, el prior de Taizé se sentía muy cercano de los Obispos de Roma en su preocupación por conducir la Iglesia de Cristo por las vías de la renovación espiritual, de la unidad de los cristianos, del servicio a los pobres, del testimonio del Evangelio. Por el otro, se sentía profundamente comprendido y apoyado por ellos en su propio desarrollo espiritual y en la orientación que tomaba la joven Comunidad de Taizé. La conciencia de actuar en armonía con el pensamiento del Obispo de Roma era para él como una brújula en todas sus acciones. Nunca hubiera tomado una iniciativa que supiera que sería contraria al criterio o a la voluntad del Obispo de Roma. Además, la misma relación de confianza continúa hoy con el Papa Benedicto XVI que pronunció palabras muy emotivas por la muerte del fundador de Taizé, y que recibe cada año al hermano Alois en audiencia privada. ¿De donde venía esa estima recíproca entre el hermano Roger y los Obispos sucesivos de Roma? Sin duda, tiene su raíz en lo humano, en las ricas personalidades de estos hombres. En definitiva, diría que viene del Espíritu Santo que es coherente en lo que inspira en el mismo momento a diferentes personas, por el bien de la Iglesia única de Cristo. Cuando habla el Espíritu Santo, todos comprenden el mismo mensaje, cada uno en su propia lengua. El verdadero artesano de la comprensión y de la fraternidad entre discípulos de Cristo es él, el Espíritu de comunión. Usted conoce bien al hermano Alois, el sucesor del hermano Roger. ¿Cómo ve el futuro de la comunidad de Taizé? Aunque nos habíamos encontrado anteriormente, fue sobre todo después de la muerte del hermano Roger que he aprendido a conocer mejor al hermano Alois. Unos años antes, el hermano Roger me había confiado que todo estaba previsto para su sucesión el día que fuera necesario. Él estaba feliz con la perspectiva de que el hermano Alois tomara el relevo. ¿Quién habría podido imaginar que esta sucesión iba a tener que hacerse en una sola noche, tras un inconcebible acto de violencia? Lo que me sorprende desde entonces es la absoluta continuidad en la vida de la Comunidad de Taizé y en la acogida a los jóvenes. La liturgia, la oración y la hospitalidad continúan con el mismo espíritu, como un canto que nunca se ha interrumpido. Lo que dice mucho, no solamente de la persona del nuevo prior sino también, y sobre todo, de la madurez humana y espiritual de toda la Comunidad de Taizé. La que ha heredado el carisma del hermano Roger es la Comunidad en su conjunto, que sigue viviéndolo e irradiándolo. Conociendo a las personas, tengo plena confianza en el futuro de la Comunidad de Taizé y en su compromiso con la unidad de los cristianos. Esta confianza me viene igualmente del Espíritu Santo, que no suscita carismas para abandonarlos a la primera ocasión. El Espíritu de Dios, que es siempre nuevo, trabaja en la continuidad de una vocación y de una misión. Él es el que va a ayudar a la Comunidad a desarrollar su vocación, en fidelidad al ejemplo que el hermano Roger le dejó. Las generaciones pasan, el carisma permanece, porque es don y obra del Espíritu. Me gustaría terminar repitiendo al hermano Alois y a toda la Comunidad de Taizé mi gran estima por su amistad, su vida de oración y su deseo de unidad. Gracias a ellos, el dulce rostro del hermano Roger nos sigue siendo familiar.