El escritor español Javier Marías sostiene en una entrevista publicada por «Der Tagesspiegel», que las procesiones de Semana Santa son un «espectáculo deprimente» que vuelven «casi imposible» trabajar y vivir en el centro de la ciudad, algo que tilda de «absurdo» en pleno siglo XXI.
Marías recuerda que, en su infancia, esa época era un tiempo «horrible para los niños» puesto que no se podía cantar, en la radio sólo se emitía música y la televisión sólo programaba películas de contenido religioso.
Afirma además, informa Efe, que durante la Semana Santa reina en Madrid una «atmósfera intolerante» hacia quienes pretenden sortear los festejos y describe la iconografía de las procesiones de «inquietante».
No es la primera vez que Javier Marías «carga» contra las celebraciones de la Semana Santa. el pasado año, aseguraba en un artículo publicado el 26 de abril en El País Semanal: «Llevo siete días literalmente cercado, prisionero, sitiado por las hordas católico-turísticas, que, como todos los años –pero siempre más–, toman los centros de las ciudades de España e impiden toda vida en ellos. A la Iglesia Católica y al Ayuntamiento les ha dado la gana de que yo no escriba, ni trabaje, ni lea, ni escuche música, ni vea una película, ni pueda hablar por teléfono, ni recibir una visita, durante ocho días. También ha decidido que no pueda salir de mi casa si no es para mezclarme con la muchedumbre fervoroso-festiva e incorporarme a sus incontables procesiones, cada una de las cuales dura unas cinco horas. Sólo por delante de mi portal han pasado ya unas siete, la primera, como he dicho, el Domingo de Ramos. Desde entonces he vivido a su merced inmisericorde: el permanente ruido de sus clarines y tambores me lo he tenido que chupar por narices, más allá de la medianoche, porque, en un Estado aconfesional, la ciudad se les entrega para que hagan con ella lo que quieran y además lo impongan a la población entera, sea o no católica».
Para Marías, la mayor parte del público que sigue las procesiones «son guiris de la peor especie con sus cámaras idiotas permanentemente alzadas. Contemplan el espectáculo –si es que a cosa tan aburrida y sórdida se la puede llamar así– de la misma manera que nosotros observaríamos una danza comanche o sioux alrededor de unos tótems».
Pwersonas que, según su particular consideración, «se quedan atónitos esos turistas ante las lágrimas o las expresiones de inverosímil arrobo que los más devotos dedican al paso de unas efigies horrendas y sobrecargadas, sean el Cristo de los Escaparates o la Virgen del Pasamontañas».
Marías recuerda que, en su infancia, esa época era un tiempo «horrible para los niños» puesto que no se podía cantar, en la radio sólo se emitía música y la televisión sólo programaba películas de contenido religioso.
Afirma además, informa Efe, que durante la Semana Santa reina en Madrid una «atmósfera intolerante» hacia quienes pretenden sortear los festejos y describe la iconografía de las procesiones de «inquietante».
No es la primera vez que Javier Marías «carga» contra las celebraciones de la Semana Santa. el pasado año, aseguraba en un artículo publicado el 26 de abril en El País Semanal: «Llevo siete días literalmente cercado, prisionero, sitiado por las hordas católico-turísticas, que, como todos los años –pero siempre más–, toman los centros de las ciudades de España e impiden toda vida en ellos. A la Iglesia Católica y al Ayuntamiento les ha dado la gana de que yo no escriba, ni trabaje, ni lea, ni escuche música, ni vea una película, ni pueda hablar por teléfono, ni recibir una visita, durante ocho días. También ha decidido que no pueda salir de mi casa si no es para mezclarme con la muchedumbre fervoroso-festiva e incorporarme a sus incontables procesiones, cada una de las cuales dura unas cinco horas. Sólo por delante de mi portal han pasado ya unas siete, la primera, como he dicho, el Domingo de Ramos. Desde entonces he vivido a su merced inmisericorde: el permanente ruido de sus clarines y tambores me lo he tenido que chupar por narices, más allá de la medianoche, porque, en un Estado aconfesional, la ciudad se les entrega para que hagan con ella lo que quieran y además lo impongan a la población entera, sea o no católica».
Para Marías, la mayor parte del público que sigue las procesiones «son guiris de la peor especie con sus cámaras idiotas permanentemente alzadas. Contemplan el espectáculo –si es que a cosa tan aburrida y sórdida se la puede llamar así– de la misma manera que nosotros observaríamos una danza comanche o sioux alrededor de unos tótems».
Pwersonas que, según su particular consideración, «se quedan atónitos esos turistas ante las lágrimas o las expresiones de inverosímil arrobo que los más devotos dedican al paso de unas efigies horrendas y sobrecargadas, sean el Cristo de los Escaparates o la Virgen del Pasamontañas».