El basurero de la capital de Guatemala es uno de esos lugares a los que te recomiendan explícitamente no ir. La violencia, en todas sus formas de expresión, se hace presente en una barriada en la que gran parte de sus vecinos tiene que salvar el día a día rebuscando, clavando los dedos entre los desechos para encontrar algo cuyo valor equivalga a un humilde plato de comida.
En este entorno vive y trabaja un religioso pasionista español de 85 años, el padre Paulino Alonso. «Amo mucho a la gente humilde, me nace vivir con ellos, ser como ellos, vestir como ellos, a lo pobre. Tratar con ellos, comer con ellos y hacer las cosas de ellos», te suelta con naturalidad, como si la entrega incondicional a los demás se pudiera comprar en la tienda de la esquina.
El padre Paulino supo convertirse en reciclador, en «guajero», como llaman en estas tierras a los que se meten más allá de la cintura entre los desechos, ratas, cuervos y perros temerosos y hambrientos. Y allí, en las afueras de la dignidad, este misionero español encuentra y ofrece el tesoro del amor: «Amo entrañablemente a la gente de aquí. Tanto en la iglesia como en el basurero soy uno de ellos. Me parece una cosa tan natural y tan sencilla… Somos los mismos. Además, yo los admiro porque dentro de esa pobreza hay una riqueza espiritual muy grande. Pobreza no es sinónimo de tristeza», asegura.
Tanto se identifica el padre Paulino con los guajeros de la capital que, aunque ya no trabaja en el basurero, todavía conserva el último carné municipal que le habilitaba para realizar labores de reciclaje.
El trabajo en el basurero es, hasta el momento, la culminación de un trabajo que ha llevado a este misionero a desempeñar su ministerio sacerdotal, durante 60 años, por México, Honduras, El Salvador y, ahora, Guatemala. «Tengo 85 años, pero no me siento cansado, no puedo decir "bueno, pues yo ya trabajé, ya me voy"; mientras pueda seguiré, y no por sacrificio, sino porque me siento muy bien aquí con la gente humilde», afirma.