A cientos de kilómetros de distancia, frente al televisor, pocos se plantean que detrás de esta tierra y de esta guerra se encuentran las raíces de la fe cristiana. Una realidad que vincula a Occidente con este lugar y que, gracias a los valores del cristianismo como el perdón y la justicia, puede ser un puente para la paz y el diálogo entre judíos y musulmanes.
 
Tierra Santa, o lo que ahora se conoce como Israel y Palestina, fue prometida por Dios a los judíos, es cuna de la fe cristiana y de veneración para los musulmanes. Una confluencia de religiones, culturas y razas que, por una parte, la han enriquecido y, por otra, la han convertido durante siglos en pasto de guerras, odio y violencia.
 
Los nexos del pueblo judío con Tierra Santa se remontan a más de tres mil años, al momento en que, según el Antiguo Testamento, Dios –Yahvé– prometió darles en propiedad esta tierra. En ella, el rey Salomón construyó el templo donde se guardaba el Arca de la Alianza, que fue destruido por Nabucodonosor y vuelto a reedificar a la vuelta del destierro. Herodes lo remodeló en tiempos de Jesús, pero quedó destruido completamente en el año 70 en la guerra contra Roma. Y aunque hoy sólo se conserva uno de los muros de contención, el famoso Muro Occidental o de las Lamentaciones, sigue siendo el punto de referencia para este pueblo pues, según sus cre­encias, es donde más cerca se puede estar de Dios.
 
Para los musulmanes esta tierra también es santa. Según cuenta la tradición islámica, Mahoma ascendió al cielo desde Jerusalén y le dio ese carácter sagrado hasta el punto de que los musulmanes en un inicio rezaban orientados hacia esta ciudad y no a La Meca. Allí construyeron dos de sus monumentos más importantes: la Mezquita de Al-Aqsa y el Domo de la Roca –ambos en la antigua explanada del Templo de Salomón–. Esta superposición ha provocado numerosas tensiones, como la que dio inicio a la Segunda Intifada de 2000, cuando el primer ministro israelí Ariel Sharon subió armado a la explanada de las mezquitas, lo que desató la indignación de los musulmanes.
 
Este lugar no sólo es sagrado para judíos y musulmanes, sino también para los cristianos. En esta tierra Jesucristo nació, predicó, murió y resucitó. Aquí vivieron la Virgen María, afincada en Nazaret; los doce apóstoles, pescadores del mar de Galilea; los novios a los que les faltó el vino en Caná... Fueron hechos y personas reales, y lugares que aún existen y que, aunque convertidos muchos de ellos en meras ruinas y piedras, siguen siendo un testimonio para cualquiera que los visite y camine por ellos.
 
Todos estos factores religiosos y culturales le han dado esa importancia a un lugar enmarcado geográficamente en el sudoeste asiático que ocupa menos de 30.000 km2 (una extensión más pequeña que la de Galicia). De una forma u otra, las tres religiones monoteístas tienen un vínculo con ella y eso, a veces, ha dado lugar a guerras y persecuciones. Los judíos fueron hostigados por los romanos en los primeros siglos y se dispersaron por todo el mundo; los cristianos –judíos convertidos al Cristianismo en un inicio– fueron perseguidos por sus mismos hermanos y por los romanos, hasta que el emperador Constantino promulgó el Edicto de Milán en el año 313. A partir del siglo VII llegarían los musulmanes, que pronto se asentaron en todo Oriente Próximo. Así hasta llegar a los primeros años del siglo xx, cuando en Tierra Santa el 80 por ciento de los pobladores eran musulmanes, el 20 por ciento cristiano y los judíos eran un pequeño grupo.
 
Las dos guerras mundiales significaron un antes y un después en la vida de los habitantes de la región. Tras la Primera Guerra Mundial, y a medida que el antisemitismo en Europa aumentaba, la población judía se fue desplazando hacia Palestina. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas firmaron la Resolución 181 y, con ella, el plan de partición de Palestina en dos territorios: uno judío y otro árabe, con Jerusalén y Belén bajo control internacional. Meses después, los judíos proclamaron la creación del estado de Israel, mientras que los palestinos y sus vecinos árabes (Jordania, Líbano, Siria, Egipto e Iraq), disconformes con esta decisión, declararon la que sería la primera guerra árabe-israelí. Así comenzó otro éxodo: el de miles de palestinos, musulmanes y cristianos, que tuvieron que abandonar sus casas y propiedades de la zona oeste. Un drama que sigue vigente con 3,6 millones de refugiados palestinos, de los cuales un millón vive todavía en los campos de refugiados que la ONU creó hace más de sesenta años.
 
Si en 1948 los cristianos eran la segunda comunidad religiosa en la zona, hoy sólo representan el 2 por ciento de los 7,4 millones de habitantes de Israel (según el censo de población israelí de 2008), y el 3 por ciento de los 4 millones de Palestina (según el censo de población palestino de 2007). Todos estos datos señalan el vertiginoso cambio demográfico en toda la región, con los judíos como el grupo mayoritario (5,5 millones), seguido por los musulmanes (5 millones), frente a una notoria minoría de 300.000 cristianos.
 
De ahí la preocupación del Patriarca Latino de Jerusalén, monseñor Fouad Twal: «Mi principal problema es la emigración de los cristianos. Somos pocos y cada miembro de mi diócesis que se va nos hace sufrir. Pero entiendo que la gente está cansada de tantos años de guerra. Prefieren salir a otros países para asegurar un futuro para sus hijos», explica en declaraciones a Misión.
 
En Occidente muchas veces se utilizan como sinónimos los términos árabe y musulmán. Sin embargo, ¿cómo explicar que el obispo de Tierra Santa, además de cristiano, es árabe? Hay que tener en cuenta que una cosa es la raza y otra la religión. Así, los palestinos son de raza árabe, pero no todos profesan la religión islámica. Entre ellos todavía quedan cristianos, divididos en ortodoxos (el grupo mayoritario), católicos, monofisitas y protestantes. De estas comunidades se desprenden otras más pequeñas que en total suman cerca de 50 denominaciones distintas. Así, se da el curioso caso de que en Jerusalén residen tres patriarcas (latino, griego y armenio), diez arzobispos, obispos y vicarios patriarcales de las diferentes comunidades allí presentes.
 
Los palestinos cristianos sufren los mismos problemas que los palestinos musulmanes, muchos de ellos derivados de la ocupación israelí (como el muro de separación, los puestos de control en las entradas a Israel y las restricciones de movimiento). «Mi hijo es cristiano, ha estudiado el Catecismo, pero todavía no conoce ni Jerusalén ni los lugares donde Jesús predicó, a pesar de tenerlos a 15 minutos de casa. No tiene permiso para salir de Cisjordania; ni siquiera conoce el Mar Mediterráneo», comenta un cristiano palestino de Belén. Aunque, al ser minoría, en ocasiones también sufren la discriminación por parte de los grupos musulmanes más radicalizados. «Muchas veces algunos nos insultan por nuestra forma de vestir. Nos critican por no llevar el velo», explica una mujer cisjordana.
 
Además de todas las secuelas psicológicas y físicas de las olas de violencia y atentados que sufre la zona, la economía de los cristianos se ve también afectada. La inestabilidad y las malas noticias ahuyentan al turismo y las peregrinaciones, su principal fuente de ingresos. Hoteles cerrados, restaurantes vacíos, artesanos de la madera de olivo sin trabajo o centenares de tiendas de souvenirs religiosos sin clientes fueron el pan de cada día durante las Intifadas y los últimos episodios de violencia en la zona, como el ocurrido en las Navidades de 2008.
 
Muchos cristianos se ven sometidos al encierro y a la falta de expectativas, lo que hace que emigren o que, especialmente los jóvenes, sean más vulnerables y caigan en las redes de grupos terroristas. Por ello, el papa Benedicto XVI, en su visita a los Territorios Palestinos en mayo de 2009, hacía un llamamiento a los jóvenes: «No permitáis que la pérdida de vidas humanas y la destrucción de las que habéis sido testigos despierten resentimiento o amargura en vuestros corazones. Tened el coraje de resistir cualquier tentación que sintáis de recurrir a los actos de violencia o de terrorismo. Por el contrario, dejad que lo que habéis experimentado renueve vuestra determinación de construir la paz».
 
Desde el punto de vista político y diplomático, todas las negociaciones entre israelíes y palestinos han demostrado que cualquier proceso de paz termina por naufragar tarde o temprano. Quizás esto se deba a una falta de voluntad real de alcanzarla, no sólo por parte de israelíes y palestinos, sino también de toda la comunidad internacional. «Desde Europa se ve todo muy distinto. Se habla de negociación siempre en términos cuantitativos, donde las dos partes ceden y se llega a un acuerdo. Pero en este conflicto se habla en términos cualitativos: no se trata del ‘cuánto vale o cuesta’, tampoco de cuánta tierra ceder, sino de que toda esta tierra fue dada por Dios a unos y a otros y por eso no se negocia», explica el profesor Raphael Israeli, experto en estudios sobre el Islam y Oriente Próximo de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
 
Aunque en esta tierra la concepción religiosa no se puede disociar del conflicto, no quiere decir que todos los aspectos sean innegociables. «Si tienes un trozo de tierra y la llamas “santa”, en ese momento estás dando un mensaje religioso», explica Israeli. Ninguno quiere abandonar algo que siente como propio.
 
Desde luego, la violencia no es la solución. El tiempo ha demostrado que ésta es una vía muerta. Ni los ataques suicidas de los palestinos, ni los cohetes de Hamas, ni las demás respuestas por parte de Israel han logrado soluciones de paz. De hecho, quizás estos hayan sido los mayores errores de los dos pueblos, deslegitimándose ante la comunidad internacional, que también ha permitido que muchos de estos crímenes queden impunes.
 
Frente a este estancamiento, los cristianos pueden representar una visión totalmente distinta. Su manera de concebir la vida, fundamentada en la dignidad de la persona, puede ayudar a construir puentes (y no muros) y difundir una lógica de reconciliación. 2Los cristianos tenemos el coraje de hablar de perdón y de caridad, un lenguaje que no tienen ni los judíos ni los musulmanes. Nosotros podemos hacer de puente entre los dos», comenta monseñor Twal. Por eso, su debilitamiento es una pérdida dramática para todos, no sólo para su comunidad más próxima, sino para todo el Occidente cristiano, vinculado a Tierra Santa en sus raíces. No se trata de defender los intereses particulares de una o de otra parte, sino de apoyar su presencia como elemento de unión y pacificación. «La presencia de cristianos es “valiosa”, no sólo porque avivan la llama de la Iglesia Madre, sino porque su condición más moderada mantiene un diálogo constante con judíos y musulmanes», explica el custodio de Tierra Santa Pierbattista Pizzaballa.
 
Definitivamente, la presencia de los cristianos es vital para la construcción de una paz duradera. Por tanto, al ayudarlos también se está luchando contra la violencia. Y es aquí donde sí hay que tomar partido. Desde Occidente se puede apoyar a los «hermanos mayores» de Tierra Santa de muchas maneras. Una de ellas es con las peregrinaciones, que generan no sólo beneficios económicos que los ayuda a subsistir, sino que a nivel moral los anima a no sentirse solos, sino parte de una gran familia católica.
 
Desde hace 2.000 años los cristianos de Tierra Santa preservan los Santos Lugares y hacen que los sitios por los que Jesús pasó no se conviertan en simples museos. Abandonarlos sería decir adiós a una oportunidad para generar un clima de convivencia y concordia. En las manos de todos está el seguir apoyando a los hermanos de este pequeño pero trascendente pedacito del mundo.

*Publicado en www.revistamision.com