Recordar un episodio tan traumático como un secuestro no es fácil. Sin embargo, a Bosco Gutiérrez –arquitecto exitoso y padre de nueve hijos– parece no afectarle. Con gran serenidad, comienza a relatar con detalle cómo fueron y cómo influyeron en su vida esos nueve meses de cautiverio.
- Cuéntenos cómo fue su secuestro...
- Aquella mañana fui a misa a la parroquia que está cerca de casa. Tardé un poco en salir porque me quedé rezando junto a la imagen de la Virgen de Guadalupe. Al salir, de forma muy violenta me interceptaron varios secuestradores con armas largas. Me cogieron por detrás y uno de ellos me dio un culatazo en la boca. Mi reacción fue no oponer resistencia, me parecía inútil hacerlo. Ellos gritaban: «Judiciales, judiciales. Droga, droga», como haciendo ver a los otros espectadores que salían de misa, que se trataba de una detención legal.
Ya en el coche me desnudaron y a partir de ese momento ya nunca más volvieron a decir una sola palabra. En el lugar de destino me llevaron a un cuarto de un metro por tres.
- ¿Qué le pasaba por la cabeza en esos momentos?
- Al principio pensé que mi secuestro iba a durar poco y mi actitud era muy esperanzadora. Rezaba, me encomendaba a Dios y recordaba la mirada de la Virgen que vi por última vez. Me aferré a esos ojos y con esa imagen me quedé.
- ¿En qué condiciones sanitarias y psicológicas tuvo que vivir?
- El cuartito al principio estaba muy sucio, el váter no tenía agua, olía mal. Me duchaba con una jicarita... Estuve cinco meses desnudo, aunque luego en diciembre me dieron unos calzoncillos y al final un chándal.
Las paredes estaban forradas con plástico para aislarme acústicamente. Tenía una puerta, con una ventanita en la parte de arriba. Cuando se abría, aparecía un guardián con una capucha blanca. Él dialogaba conmigo así: yo hablaba y él me escribía. Durante los nueve meses que estuve ahí nunca oí una voz ni vi un rostro humano. Sólo grababan mi voz para mandar mensajes a mis hermanos. También me filmaban mientras leía las instrucciones que ellos querían comunicarles.
- ¿Nunca pudo hablar con su familia?
- Ni ellos, ni yo. La única comunicación que había era el anuncio que mis hermanos publicaban en el periódico con la oferta de dinero.
- Con esas condiciones de aislamiento absoluto, ¿qué fue lo que lo mantuvo sereno y confiado?
- No siempre estuve sereno. Al principio tuve una depresión muy fuerte. Me interrogaron y tuve que contestar a preguntas muy personales: sobre mi esposa, mis hijos, a qué colegio iban, cómo se llamaban mis mascotas... Cuando terminó el interrogatorio me sentí un traidor y sufrí una depresión muy fuerte.
- ¿Cómo se recuperó?
- Salí adelante con aquel episodio del whisky flush: un día mis secuestradores me ofrecieron una copa y pedí un whisky. Cuando lo tuve en la mano, lo tiré por el váter sin tomármelo, para hacer un sacrificio que me hiciera sentir bien conmigo mismo. Necesitaba hacer algo, y dentro de ese contexto tirar el whisky significaba un sacrificio de algo que tenía a mi alcance. Al lograrlo me di cuenta de que yo no era un muñeco. Empecé a buscar motivaciones: mi familia, mis amigos. Pensé en todo lo que mi familia estaría sufriendo.
- ¿Cómo es su familia?
- Éramos 14 hermanos, ahora somos sólo 13. Era un regimiento de oración, junto a todos los círculos de amigos que iban creciendo. Me contaron que, mientras estaba secuestrado, había una odisea de oración que creo que fue lo que acarreó el buen final de todo esto.
- Siendo usted una persona que iba frecuentemente a la iglesia, ¿sentía que Dios estaba cerca de usted?
- La oración es el arma más fuerte que podemos tener para mantener la estabilidad. El secuestro fue un tesoro de meditación y de introspección en el cual gané mucha intimidad con Dios, aunque cuando sales tienes que seguir luchando. Es más fácil ser santo secuestrado que ser santo arquitecto.
- ¿Cómo eran sus días en el zulo?
- Estaba muy ocupado. Había un radiocasete con una grabación de una estación de radio de música tropical que automáticamente se rebobinaba y estaba puesta durante todo el día. Fue una mortificación que luego resultó ser mi única referencia del tiempo; no tenía noción de los días.
Establecí que cada uno de los lados de ese casete eran de media hora y me dije: «Voy a vivir 16 horas de actividad permanente (que equivalían a 32 casetes)». Aseo de la habitación, rezo del rosario por la mañana y por la noche, a las doce del día tenía mi «misa seca», en donde imaginaba al sacerdote entrando y todo lo que podía estar sucediendo en la misa que en ese momento se estuviera celebrando en algún lugar del mundo. Meditar la misa era lo más importante del día...
Leía por la mañana y por la noche. Yo dije: «Si me muero aquí, quiero morirme con mi espiritualidad». Pedí libros de san Josemaría Escrivá de Balaguer y también una Biblia.
- ¿Cuál fue el punto de inflexión durante su secuestro?
- Navidad. Me había marcado un plan para hacer apostolado con mis secuestradores. Y todo porque no quería que se hiciera realidad un sueño que tuve de pequeño: en el infierno un hombre me insultaba y me decía: «Tú estás aquí porque no hiciste apostolado. Te quedaste con tu fe sin compartirla. Si me hubieras ayudado, a lo mejor estaríamos allá arriba». Eso me llevó a pensar que si moría y me encontraba con mis secuestradores en el infierno me dirían lo mismo.
Llegó Navidad. Los cité y les dije: «Señores, hoy es Navidad. No hay ni secuestradores ni secuestrado. Todos somos hijos de Dios y a las ocho de la noche vamos a rezar». Se presentaron los cinco, vestidos con capuchas, batas blancas y guantes rojos de plástico, cruzados de brazos. Me encomendé al Espíritu Santo, recé, les platiqué lo que era la Navidad para mi familia y leí el Evangelio de San Lucas. Al terminar, cada uno fue pasando a darme la mano con un gesto de respeto y no de burla como hasta entonces. ¡Eso fue lo que me hizo ser feliz!
Siempre viví con la amenaza de la muerte. Un amigo me preguntó: «Bosco, ¿por qué rezabas tanto?». Y le dije: «En esas circunstancias, no rezar es perder el tiempo». Él me contestó: «No sólo en tu circunstancia, no rezar en el mundo también es perder el tiempo».
- ¿Cambió su percepción del tiempo?
- Estaba concentrado en sacar adelante una rutina. Primero: salud mental; segundo: salud física; y tercero: ¡haz algo!, aprovecha el tiempo que es oro, aun dentro de estas circunstancias.
- ¿Cómo finalizó el secuestro?
- Me escapé de una forma muy inocente. Había preparado un alambre que quité al catre y le di forma de gancho. Un día, ante la evidencia de que fuera del cuarto no había nadie, probé el gancho y se abrió la puerta. Volví e intenté cerrar la puerta pero no se podía cerrar por dentro y me vi obligado a salir. Abrí otra puerta, pasé al siguiente cuarto y vi por una ventana una luz de una tercera recámara. Regresé fríamente –con una frialdad que yo nunca había sentido y que entiendo que me llegó gracias a Dios– para cerrar la puertita de mi cuarto. La adrenalina a cien. Pasé por la primera habitación y por la segunda, y en la tercera había un secuestrador durmiendo; caminé junto a él y salí por la ventana que daba a un garaje. Fui gateando hasta la puerta, la abrí y me encontré fuera con mi chándal y con una medalla que los mismos secuestradores me habían prestado... Cogí un taxi, al que le di esa medalla como garantía, para que me llevara a México (la casa estaba en Puebla, a 150 kilómetros de la Ciudad de México). Me dirigí a la casa de mi padre, y al llegar me encontré con Gaby, mi esposa, que también acababa de llegar. Impresionante.
- Hay quien se hubiera vuelto un maniático de la seguridad...
- No. Estoy convencido de que el brazo de Dios no se acorta estando en libertad o secuestrado. Vivo normal, me pongo en manos de Dios y hago todo lo que esté a mi alcance. No podemos controlar la vida al cien por cien.
- ¿Tiene esperanza de que México algún día encuentre la paz?
- Hay antecedentes en otros países que han sufrido lo mismo, como Colombia, Italia o Brasil. Ahí ha disminuido el número de secuestros. Todo depende del Gobierno, de que tome medidas estrictas, como la prohibición del pago de los secuestros y penas más fuertes contra los secuestradores. No soy experto, pero sí, tengo la esperanza de que algún día llegará la paz a mi país.
La arquitectura de Bosco Gutiérrez se caracteriza por los exteriores sobrios y, sin embargo, cree profundamente en la riqueza del espacio interior de sus construcciones. Ése es el sello de su arquitectura: «Espacios muy austeros por fuera y con la riqueza interior salida de la misma experiencia del usuario». Esta concepción de la arquitectura es un reflejo de su propia vida: «En 1990 di una conferencia llamada “La riqueza del espacio interior” y ese mismo año me secuestraron. Me decía a mí mismo que si en ese zulo iba a vivir, pues iba a hacer de él la riqueza de mi espacio interior».