con anterioridad a «Ensayo sobre la muerte», Roberto Esteban Duque escribió «La concupiscencia en el magisterio de Juan Pablo II » y «A la búsqueda de la felicidad», un estudio sobre el tema de la felicidad en los manuales de Teología Moral en España entre los años 19701993. Realizamos con la presente entrevista una somera aproximación hacia el contenido de su último ensayo.
- La primera pregunta parece obligada: ¿cómo surge la idea de escribir sobre la muerte?
- Bueno, primero surge la idea de escribir un libro, insinuada por un feligrés y amigo. Después, asumida esa idea, se va gestando en tu corazón aquello que necesitas comunicar, lo que de verdad importa en tu vida. Una de esas cosas que me interesa es la muerte, un tema «profundamente humano y eterno», como dirá Yanguas Sanz en el prólogo. El libro no propone sólo un pensar la muerte, propio de los filósofos, sino un saber sobre la muerte, un conocimiento que proporciona la fe y el amor. El ensayo brota de una necesidad personal: dar respuesta al rostro de hemiplejía moral que asume la primera década del siglo XXI, donde la invocación obstinada de derechos y libertades, la promulgación indiscriminada de leyes cada vez más tupidas, será sólo el resultado de una más honda y decisiva crisis antropológica en la que ya no se delibera sobre lo bueno y el hombre aspira, irreverente, a vivir en la más pura disponibilidad, sin mandamientos que le obliguen a vivir de un cierto modo.
- ¿Y qué tiene que ver todo ese entramado legislativo y antropológico con la muerte?
- Cualquier tema tiene mucho que ver con la concepción de hombre que una sociedad posea. La cultura progresista dominante se empeña en alcanzar, con infausta dedicación, la cima de la probidad implantando por ley la sórdida práctica eutanásica y el aborto libre. El mismo Estado asume su decadencia y se corrompe al abdicar de su misión de proteger la vida. Asimismo, la pretensión de eliminar cualquier exigencia de absoluto en la vida del hombre sólo puede llevar a la destrucción de las formas de vida tradicionales: la autoridad, la excelencia, el culto, la religión, la moral, el amor. Ese entramado, del que usted me habla, patentiza un hombre poco humilde, una especie de positivista que da culto a la humanidad, un idólatra engreído de sí mismo, un pedante irreverente, un hombre entregado al carpe diem, sin más esperanza que la hora presente, un hombre que se envanece de la asunción autónoma y digna sobre su vida y su propia muerte.
- ¿Cuál es, entonces, su propuesta?
- El Evangelio. Frente al paroxismo de la banalidad y la pertinaz cultura de la muerte, se alza la consigna cristiana del don y la gratuidad, el Evangelio donde la única gloria está en las flaquezas y donde se proclama la generosidad de un amor gratuito, incondicionado, vinculante, del que «ni la muerte ni la vida… ni criatura alguna podrá separarnos». En ese amor, que es un amor crucificado, está la vida, la muerte de la muerte.
- Es evidente que nadie puede decir de un modo fundado que la muerte es el final. ¿Qué horizonte postula la certeza de la muerte?
- Este breve ensayo sobre el morir y la muerte, sobre la cultura que conmina la vida y la necesidad de una certeza que redima al hombre, está realizado desde una visión de fe. La única forma de vivir hacia el futuro es la esperanza que sobrepasa la angustia de la muerte y sostiene la vida en la hora presente. La vida es comunión con Dios; la muerte, excomunión y exilio, ruptura del diálogo y de la amistad con Dios. Si la muerte es vivida como entrega obediente y amorosa a Dios, tal y como sucedió en Cristo, «como la hora del amor más grande», entonces es origen y garantía de vida.
- Aprender a vivir y aprender a morir. ¿Cuál es, en fin, el aprendizaje concreto de la muerte?
- La muerte nos enseña a descubrir lo esencial de la vida, nos muestra aquello que no puede perecer, el amor como verdadero sentido, capaz de destruir la misma muerte. La excelencia mayor del hombre será acoger el don del amor infinito de Dios que se nos da en Jesús y responder a ese amor con una vida de entrega generosa, haciendo de la donación la tarea más apremiante. Es aquello de decía san Pablo: nos apremia el amor de Cristo.
- El destino del hombre nos habla, según su ensayo, de vida más allá de la muerte. Pero ¿qué tipo de vida?
- La muerte ya ha sido vencida. El cristiano cree en lo imposible porque en Cristo se ha producido ya lo imposible. Cualquier propuesta que no sea la de un amor crucificado donde está la vida, «la muerte de la muerte», en expresión de Benedicto XVI, dejará al hombre insatisfecho. El destino o el fin del hombre es vivir en Cristo. La Iglesia realiza, en este sentido, un magnífico servicio cultural exponiendo la presencia de lo divino, ofreciendo a Jesucristo. Y dándonos a Jesucristo, la Iglesia ofrece a la humanidad el sentido de la vida y de la muerte.
- Usted es sacerdote. Supongo que estamos ante un libro religioso…
- Estamos ante un libro que dialoga con los grandes pensadores y literatos sobre la búsqueda de respuesta a una pregunta: ¿es la muerte la auténtica limitación de toda aspiración humana a la felicidad o, por el contrario, revelándonos lo sustantivo de la vida nos muestra (como antes dije) aquello que no puede perecer, el amor como verdadero sentido, capaz de destruir la misma muerte? Estamos ante un libro que se enfrenta a la muerte del ser humano desde el atrevimiento de amar, de abandonarse a sí mismo en los demás, con el fin de convertir la muerte, como proponía Rilke, en una invocación dirigida a Alguien para que mi muerte sea mi cumplimiento, la coronación inexorable y gratuita de mi propia libertad.