El Papa alabó la valentía de Anselmo, que como arzobispo de Canterbury debió enfrentarse a Guillermo el Rojo y a Enrique I de Inglaterra para defender la libertad de la Iglesia, a costa de sufrir el destierro.
En este sentido, animó a los obispos, a los consagrados y a los laicos, a que tomen por guía «el celo lleno de valentía que distinguió la acción pastoral» del santo, la cual «le procuró entonces incomprensiones, amargura y finalmente el exilio».
«Que sea un ánimo para todos los fieles a amar a la Iglesia de Cristo, a rezar, a trabajar y a sufrir por ella, sin abandonarla nunca o traicionarla», auguró el Papa.
Destacó también su faceta de educador, especialmente de los jóvenes, a quienes prefería persuadir antes que imponer su autoridad.
«Monje de intensa vida espiritual, excelente educador de jóvenes, teólogo con una extraordinaria capacidad especulativa, sabio hombre de gobierno e intransigente defensor de la libertas Ecclesiae, de la libertad de de la Iglesia».
«Es una de las personalidades eminentes de la Edad Media, que supo armonizar todas estas cualidades gracias a una profunda experiencia mística que guió siempre su pensamiento y su acción», añadió
La inteligencia no basta para la teología
San Anselmo, nacido en 1033 (o a principios del 1034), en Aosta, en plenos Alpes italianos, explicó el Papa, «cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, en la plena conciencia sin embargo de que el camino de búsqueda de Dios nunca se concluye, al menos en esta tierra», informa Zenit.
«Él afirma claramente que quien pretende hacer teología no puede contar sólo con su inteligencia, sino que debe cultivar al mismo tiempo una profunda experiencia de fe», explicó.
El Papa recordó los tres estadios de la teología propuestos por san Anselmo siguen siendo plenamente válidos «para una investigación teológica sana y para quien quiera profundizar en las verdades de la fehoy».
Estos son: la fe, «don gratuito de Dios que hay que acoger con humildad», la experiencia «que consiste en la encarnación de la palabra de Dios en la propia existencia cotidiana» y por último «el verdadero conocimiento, que nunca es fruto de razonamientos asépticos, sino de una intuición contemplativa».
Citó las propias palabras del santo al respecto: «No pretendo, Señor, penetrar en tu profundidad, porque no puedo siquiera desde lejos confrontar con ella mi intelecto; pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco entender para creer, sino que creo para entender».
El Papa auguró que «el amor por la verdad y la sed constante de Dios, que han marcado la existencia entera de san Ambrosio, sean un estímulo para todo cristiano para buscar sin cansarse nunca una unión cada vez más íntima con Cristo».
El santo exiliado
El santo doctor de la Iglesia, conocido como Anselmo de Aosta, de Bec y de Canterbury, fue educado por los benedictinos, a los que quiso pertenecer ya a los 15 años, lo que impidió a toda costa su padre.
Tras una juventud disipada, entró en el monasterio de Bec (Francia), atraído por la sabiduría de su abad, Lanfranco de Pavía, a quien sustituyó tres años después. Allí se dedicó fundamentalmente a enseñar en la escuela claustral.
De allí, a petición de Lanfranco, que había sido nombrado arzobispo de Canterbury, pasó a Inglaterra, donde se dedicó también a enseñar. A la muerte de éste, fue elegido como nuevo arzobispo, en 1093.
Desde ese momento, tuvo que sostener una fuerte lucha con los reyes ingleses, Guillermo el Rojo (o el Conquistador) y Enrique I, por la cuestión de las investiduras y la custodia de los bienes de la Iglesia. Esta actitud le costó un exilio de tres años, hasta que la situación se resolvió. Vuelto a Canterbury en 1106, dedicó sus últimos años al quehacer teológico, hasta su muerte, el 21 de abril de 1109.