Esto era algo capaz de originar una propuesta peligrosa de autonomía absolutizadora de la conciencia. Semejantes declaraciones fueron el acicate perfecto para que el moralista Roberto Esteban Duque, sacerdote y doctor en Teología de la Diócesis de Cuenca, escribiera el libro La voz de la conciencia, que publica ahora la editorial Encuentro.
-Dicho así, como usted lo presenta, el papa Francisco parecía invitar a obedecer la conciencia creativa; es decir, la verdad moral no dependería de una verdad establecida por Dios, sino que sería “creación” de la conciencia subjetiva y autónoma. La conciencia como juez infalible del bien y del mal era una propuesta del calvinista Rousseau.
»Pero a mí no me gusta interpretar lo que dice el Papa; ya lo hace con actitud pertinaz Federico Lombardi, portavoz de la Santa Sede, y después el juglar mercenario de los medios de comunicación. Como comprenderá, resulta un poco esperpéntico colaborar en la ceremonia de la confusión.
-No si esa autonomía se comprende como un valor absoluto, convirtiendo a la persona en norma de moralidad. La conciencia moral es la norma última y decisiva de la moral, pero no la norma suprema, porque está sometida a la ley divina; la conciencia será el juicio último, de obligatorio seguimiento, pero no el juicio definitivo de moralidad, de ahí que podamos hablar de conciencia verdadera y errónea. La dignidad de la conciencia está en la apertura a la verdad. La conciencia no es creadora de los valores morales, ni fuente autónoma del juicio moral. Es testigo de una verdad que la precede y supera, y que es Dios mismo y su ley.
»El punto crítico de una concepción subjetivista de la moral consiste en la negación de la posibilidad de una conciencia moral errónea. No podemos pensar, como afirma el jesuita Bruno Schüller, que la conciencia no puede engañarse sobre el bien y sobre el mal, que lo que ella ordena es siempre e infaliblemente bien moral. Tal reivindicación de infalibilidad de la conciencia moral es típica del subjetivismo moderno.
- Libertad de conciencia significa que la persona tiene siempre el deber de seguir su propia conciencia, el derecho de no ser forzada a obrar contra el dictado de su propia conciencia. Pero libertad de conciencia no significa que uno sea creador del bien y del mal, o que tenga la capacidad para decidir sobre la bondad o malicia de una acción. Separar a la conciencia de esta vinculación a la verdad significaría tanto como destruir la propia autonomía.
-Está bien visto. Sí. La dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad objetiva acogida por el hombre. De ahí que la encíclica Veritatis splendor invite a la formación de la conciencia, haciéndola objeto de una constante conversión a la verdad y al bien, así como a una no menos importante invitación a dejarse ayudar en esa formación por la Iglesia y el Magisterio, que siempre estará al servicio de la conciencia. Para la encíclica, la conciencia es el lugar personal de la relación armónica entre ley y libertad, y su dignidad deriva de la verdad sobre el bien, que ha de escuchar y buscar, y no de una supuesta autonomía del hombre. Ante el error de la conciencia, que ha de ser formada, se exigen actitudes virtuosas y la ayuda del Magisterio.
-El pensamiento filosófico, a lo largo de la historia, no ha hecho sino “autonomizar” y deificar la conciencia moral hasta llegar incluso a su desdramatización. La concesión más generosa sería una conciencia moral capaz de promover virtud sin obligación y deber sin normas. Respecto al cristiano, san Pablo nos dice: “Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor” (1 Cor 4,4). Y con palabras simétricas, san Juan nos dirá: “Y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia” (1Jn 3,19-20). En ambos casos, se trata de no erigirse en juez supremo ni compasivo, en no caer en el orgullo de sentirse seguro de sí mismo.
»En la comunidad cristiana hay quien tergiversa la relación entre conciencia y Magisterio, presentándolas como instancias contrapuestas y en conflicto. La persona puede pensar que en una determinada situación no está obligado a secundar la norma del Magisterio. Es verdad que cada uno debe seguir su propia conciencia siempre. Pero puesto que no es mediante el juicio de la conciencia cómo se conoce la norma moral, sino que ésta constituye la mediación entre la norma y la situación personal, no es posible exigir que el Magisterio reconozca como universal y objetivamente verdadero el juicio de la conciencia del individuo cuando éste se sitúa en oposición a la norma enseñada. Pensar lo contrario significaría hacer de la conciencia moral del individuo la mediación verdadera y única de la Verdad de Cristo, inutilizando la función del Magisterio y la unidad de la Iglesia.
»No existen para la Iglesia dos mediaciones de la Verdad de Cristo, la de la conciencia y la del Magisterio. Sólo el Magisterio transmite autorizadamente la Verdad y sólo su transmisión debe ser reconocida por toda la Iglesia como normativa. La conciencia tiene sólo la tarea de mediar esta transmisión en la situación del individuo.
-En absoluto. El fiel católico ordinario acoge mejor la enseñanza del Magisterio que cualquier sofisticado teólogo o reformador escéptico y sin principios. ¿No piensa usted que un feligrés entiende que el Magisterio no sustituye a la conciencia moral en su tarea de interiorizar la Verdad de Cristo, sino que está al servicio de la conciencia moral para garantizarla contra el error, y que la conciencia moral está interiormente orientada al Magisterio porque está interiormente ordenada a la Verdad? Si no lo entiende, entonces el problema está en sus pastores.
-No, no lo es. El texto, con las dificultades y riesgo que entrañan las objetivaciones, merece el juicio de un ensayo de alta divulgación. Cada época nos ofrece un ethos irremplazable de la conciencia moral. La historia es testigo del devenir del hombre en su búsqueda constante de una conciencia que oscila desde un carácter autónomo hasta la comprensión de la conciencia como la voz de Dios mismo, incapaz de quedar absolutamente anihilada.
»Por otro lado, el testimonio de obedecer esa voz de la conciencia y entregarse incluso a la muerte en un último esfuerzo por el triunfo del bien y de la verdad encuentra unos testigos de la conciencia moral. Es el caso de la formidable personalidad de Sócrates, cuya mirada interior debía quedar cegada cuando el poder del Estado peligra o pretenden prevalecer los intereses particulares; o el hombre “para cada hora” que era santo Tomás Moro (como lo definiera su amigo Erasmo), alguien que no pensaba aceptar ninguna cosa que fuese en contra de su conciencia, defendiendo la libertad de la Iglesia frente a injerencias del Estado y la libertad de la persona frente al poder político; y también el anglicano converso y beato J. H. Newman, que encarna la fidelidad de la conciencia a la verdad, la respuesta justa a la falsa oposición entre autoridad y conciencia, la intelección de la conciencia como voz de Dios a partir de la propia experiencia humana.
»Finalmente, partiendo de concepciones insuficientes, buscamos una definición y una visión cristiana de la conciencia moral, urgida de formación mediante la adquisición de la virtud moral, haciéndonos eco asimismo de un tema de permanente actualidad y de evidente conflicto como es la necesaria armonía entre el Magisterio de la Iglesia y la conciencia en la búsqueda de la verdad.
-Bueno, sin duda la conciencia tiene sus pretensiones y exigencias, pero no se la puede defraudar.
-Que sea cierta y verdadera. La conciencia venciblemente errónea, la conciencia probable y la conciencia dudosa no son regla de moralidad o norma de actuación.
-O sí. Dice el filósofo Lipovetsky que en la actualidad no hay dictadura de la moda, sino una dictadura comercial. Yo creo que el debate sobre la conciencia moral nunca pasará de moda. La conciencia del ser humano es su último reducto cuando lo despojan de todo lo demás. Forma parte de la dignidad humana, es un valor espiritual y moral inherente a la persona. Incluso podríamos decir -como sostenía el Cardenal Ratzinger- que en el debate actual sobre la moralidad la cuestión de la conciencia se ha convertido en el “punto focal de la discusión, sobre todo en el ámbito de la teología moral católica”. Es algo que recoge en el Prólogo del libro monseñor Yanguas.