(Vittorio Messori/ReL) Son muchos los que consideran que predecir el futuro es una labor ajena e incluso contraria al Magisterio de la Iglesia. Nada más lejos de la realidad. La profecía, la auténtica profecía - no la de tarotistas y quiromantes que se llenan los bolsillos a costa de las líneas 906- es una facultad que han desarrollado numerosos personajes de la Iglesia desde el comienzo de su historia. Pero, ¿existen realmente las profecías entendidas como vaticinio, como la posibilidad de prever acontecimientos futuros, y de manera inexplicable para la ciencia oficial? Hace tiempo que he tratado de encontrar respuestas a esta pregunta, siguiendo una investigación pragmática. Amigos que saben que he llevado esta investigación, me preguntan de vez en cuando cuál de entre los enigmáticos acontecimientos previamente anunciados han sucedido de una manera que parezca más cierta. La elección no es fácil, pero si me ponen entre la espada y la pared, diría una fecha: el año 1789. Como todo el mundo sabe, es el año de la Gran Revolución, del cambio de época. Frecuentemente no nos damos cuenta de que buena parte de las categorías que consideramos naturales y con las que consideramos a la sociedad y a nosotros mismos, no son más que novedades traídas por todo cuanto sucedió en Versalles el 4 de mayo de aquel año fatal. Pues bien, lo desconcertante es que el año 1789 como fin violento del viejo mundo e inicio del nuevo, fue anunciado a lo largo de los siglos por toda una cadena de profecías. No sólo la astrología occidental, sino que también la oriental considera como una especie de punto de referencia el hecho de que precisamente en aquella fecha sucedería el Gran Evento. De entre los muchos testimonios, voy a limitarme aquí sólo a tres, indiscutibles y precisos. Desastroso desorden Tenemos, el primero de todos, al celebérrimo astrólogo Abou Maschar Ibn Mohammed, conocido en Occidente como Albumasar, un iraní islámico convertido al cristianismo, que en el siglo IX escribió un tratado en árabe, traducido al latín en el siglo XIII, que llevaba como título «Liber de magnis conjunctionibus». En él se anuncia con claridad que la situación del cielo en 1789 (una serie de conjunciones de Júpiter con Saturno) llevaría a un profundo y desastroso desorden. Quizá, incluso, hasta el fin del mundo. El cardenal Pierre d Aylli (13501420), que conocía y estaba de acuerdo con el análisis zodiacal de Albumasar, fue un gran teólogo además de uno de los astrólogos más prestigiosos de la cristiandad. Setenta años después de su muerte, en 1490, se publicó en Augsburgo el libro «De concordia astronomiae cum theologia». He tenido suerte, pues una de las pocas copias que han llegado hasta nosotros se conserva precisamente muy cerca de mi casa sobre el Garda, en la Biblioteca Queriniana de Brescia. Allí la he podido consultar, para asegurarme, como es mi deber, de que todo lo que se cuenta en los libros de los especialistas se corresponde fielmente con el original. Pues bien, el cardenal d Aylli escribe, en latín: «Y ahora hablamos de la conjunción que se producirá en el 7040 desde la Creación, el 4758 desde el Diluvio, el 1639 a partir de la Encarnación. Después de ésta se producirá un complemento de diez revoluciones de Saturno en el año cristiano de 1789. Entonces se asistirá a grandes y admirables cambios en el mundo y transformaciones también por lo que concierne a las leyes y las sectas». Me ha sido mucho más fácil localizar uno de los rarísimos originales del volumen que recoge el tercer testimonio. En 1981, un editor especializado francés, Gutenberg-Reprint, publicó una edición facsímil de la copia de la Bibliothéque Mazarine de París. Hablamos del «Livre de l Estat et Mutation des Temps», publicado en 1550 por Richard Roussat, también sacerdote y uno de los astrólogos más prestigiosos del siglo XVI. En la página 162 se puede leer: «Vamos a hablar de la grande y maravillosa conjunción que los señores astrólogos dicen que sucederá en torno al año del Señor de mil setecientos ochenta y nueve, con dos revoluciones de Saturno: además, unos veinticinco años después, se producir la cuarta y última estación de lo alto del Firmamento». Nótese que añadiendo 25 años a 1789 tenemos el 1814, esto es, el año de la caída de Napoleón y del exilio a Elba. Los Borbones vuelven al trono y se abre el Congreso de Viena. Aquel 1814, como predijo el astrólogo del XVI, representará realmente la última estación de las convulsiones revolucionarias iniciadas justo 25 años antes, si bien sus consecuencias durarán a lo largo de los siglos. Pero justo después, Roussat añade unas líneas que suscitan en nosotros que sabemos lo que fue la Revolución Francesa más sorpresa aún: «Habiendo imaginado y calculado todas estas cosas, los mencionados astrólogos concluyen que, si el mundo dura hasta dicho tiempo (algo que sólo Dios sabe), grandísimas, maravillosas y espantosas alteraciones sucederán en este mundo universal, principalmente por lo que se refiere a las sectas y a las leyes». Secta jacobina La referencia explícita a las sectas y leyes que se cambiarán y alterarán resulta realmente singular: junto con el cambio radical de normas sociales, el jacobinismo trató de construir su secta, la de la Diosa Razón, sobre las ruinas del cristianismo, con una liturgia inédita y un nuevo calendario. Tras enumerar los motivos astrológicos que justifican su previsión, Richard Roussat añade todavía que, a partir del momento previsto, el fatal 1789, vendrá el Anticristo, con su ley maldita y su miserable secta, que repugna la ley de los cristianos. Y poco más adelante afirma que, desde entonces, se impondrá una ley deshonesta, mentirosa y mágica. Nótese que «magique», en el francés antiguo, tenía el significado de demoníaco. Es una previsión que parece justificar la lectura negativa, e incluso realmente diabólica, que los católicos hicieron de aquella revolución, que buscó la descristianización violenta de la sociedad, que asesinó a miles de religiosos, y que redujo a ruinas el patrimonio artístico de la Iglesia. Los jacobinos devastaron incluso la catedral de Cambrai, donde había sido obispo Pierre dAylli y, tras profanar su sepulcro, lanzaron sus huesos a la basura. Los fanáticos ignoraban que aquellos eran los restos de uno que, desde hacía siglos, había previsto, con terror, aquella espantosa mutación.