(Mar Velasco/La Razón)- Vivimos inmersos en plena crisis económica, pero llevamos varias décadas de desvalorización de la institución familiar. ¿Asistimos también a la crisis de la familia? - Sería mejor decir que hay familias en crisis, con graves problemas de identidad y convivencia, por muchas y diversas razones que ahora no podemos analizar. Pero la institución familiar, más que estar en crisis por sí misma, está siendo amenazada por quienes pretenden desnaturalizarla, es decir, dejarla de considerar como un dato fundamental de la naturaleza humana. La familia pertenece a la naturaleza misma de la persona humana, hombre y mujer, llamados a ser «una sola carne», como dice el libro del Génesis. Donde haya personas que miren limpiamente su condición humana, de hombres y mujeres, llamados a amarse mutuamente, a unirse y complementarse fiel y establemente engendrando nuevas vidas, la familia nunca estará en crisis. Así lo muestra la multitud de familias que viven ejemplarmente como modelo de humanidad y, si son cristianas, como testimonio vivo de la fe y de la vida en Cristo. - ¿Entonces, en qué se está equivocando la sociedad? - Lo grave de nuestra cultura es que pretende negar o manipular el orden natural haciendo creer que tal orden no existe y que, tanto el hombre como la familia, puede ser redefinidos según la propia subjetividad. Negar el orden natural establecido por Dios es un auténtico drama de nuestra cultura, que relativiza los elementos constitutivos de la persona humana y de las realidades que dimanan de ella, como es la familia. - ¿Por qué se anima desde la Iglesia a celebrar y defender públicamente la familia? - La Iglesia, defensora del hombre y de su dignidad inalienable, no pude permanecer impasible ante una ideología que intenta socavar los fundamentos de la institución familiar. Piénsese, por ejemplo, en la llamada «teoría de género», con todas sus secuelas en el orden pedagógico; o en las concepciones e ideologías que cuestionan el valor de la persona en el momento inicial de la concepción del ser humano, en situaciones de incapacidad y al final de la vida, con las consecuencias inevitables del desfondamiento ético del derecho a la vida. La Iglesia, al defender la familia desde el orden natural, que Jesucristo ha situado como fundamento mismo de su comprensión del matrimonio y de la familia, y, por tanto, del sacramento del matrimonio instituido por Él, salvaguarda dicho orden. Con ello no pretende imponer su comprensión cristiana del matrimonio y de la familia a quienes no participan de la fe en Cristo, sino defender lo que, a la luz de la razón, está en la naturaleza misma de la persona. Por eso, anima a celebrar y defender públicamente la familia, el matrimonio, la vida, el amor humano como dones de Dios que, si se acogen con generosidad, harán que nuestra sociedad sea profundamente humana. - El año pasado, después del Encuentro de las Familias, se tuvo que salir al paso de muchas críticas: ¿la Iglesia sigue incomodando por su mensaje? - El mensaje de Cristo y de la Iglesia incomoda porque, no lo olvidemos, invita al hombre a salir de sí mismo, de su egoísmo natural, y, aunque no guste a los oídos de muchos, del pecado en el que el hombre se sitúa a veces de modo estable. Esto ha pasado en el pasado, pasa ahora y pasará siempre, mientras la Iglesia sea fiel a la predicación del evangelio. Sorprende, sin embargo, que en una sociedad democrática se ponga en cuestión que la Iglesia, ya sea la jerarquía ya sean los laicos, pueda manifestar su pensamiento sobre materias trascendentales que afectan a la persona humana, a su desarrollo y a su proyección social. Pero cualquier persona de buena voluntad, con una mínima formación en la doctrina social de la Iglesia, sabe que el Magisterio de la Iglesia abarca todas las realidades donde está en juego la persona, su estructura más íntima, la sexualidad y el modo de ejercerla, la vida, etc. Un mensaje como el que proclama la Iglesia sobre el matrimonio y la familia puede molestar sólo a quienes pretenden conformar la sociedad desde perspectivas donde ni Dios ni la razón libre de prejuicios ideológicos tiene nada que decir. Son muchas las personas, incluso, que no comparten nuestra fe, que reciben el mensaje de la Iglesia con gratitud y esperanza. - ¿A qué desafíos se enfrentan hoy los jóvenes y las familias cristianas? - En momentos de crisis de las ideas o de oscurecimiento de la inteligencia, el primer desafío es no dejarse arrastrar por la corriente cultural imperante. Exige vivir uno de los aspectos de la virtud de la fortaleza, que es resistir ante el mal. Y los jóvenes, por su propia condición, son muy vulnerables ante el influjo cultural y las costumbres. No es de extrañar que en el Nuevo Testamento se les invite a ser fuertes. Juan Pablo II, que tanto quería a los jóvenes, les exhortó a no ser mediocres ni resignarse ante las situaciones difíciles, a ir contracorriente. Los matrimonios jóvenes necesitan, para vivir con fidelidad su vocación, la ayuda de la Iglesia y de las asociaciones y grupos católicos que fomentan la formación y la vida cristiana. Esto no significa en absoluto que se replieguen en sí mismos, porque en la medida en que vivan con entrega su vocación responderán al otro gran desafío: llevar a los demás su propia experiencia cristiana dentro del matrimonio. Son muchos los matrimonios que se han acercado a la Iglesia por el testimonio de matrimonios cristianos que viven con alegría su fe y su misión en el mundo. Lo mismo puede decirse de los desafíos de un joven cristiano: vivir plenamente su fe, formarse para la misión en medio del mundo y de sus estructuras, y no tener miedo de dar testimonio de Cristo. Esto no puede hacerlo sino en comunión con otros, es decir, en plena comunión con la Iglesia y sus pastores. - ¿Cómo puede sobrevivir cualquier familia al relativismo imperante y a esa «cultura de muerte que nos ahoga» a la que usted se refería hace unos días? - En primer lugar, identificando bien esa cultura de muerte, porque nadie quiere la muerte. Por eso, la muerte se disfraza de vida, para engañar, seducir y aniquilar al hombre. Se necesita una mirada lúcida para descubrir en muchas propuestas del relativismo la muerte que se esconde. Un juicio crítico, desde la razón y la fe, es hoy absolutamente necesario. Y es preciso reconocer que escasean profetas que lo hagan. Tenemos el don de Benedicto XVI, cuyo magisterio es la luz amorosa sobre cualquier cuestión que afecta al hombre y a su dignidad.