«Por la mañana salgo de las mantas como oso de la madriguera. Enciendo una vela y me calzo las botas de piel de foca llenas de hierba seca para que los pies estén bien mullidos y no se enfríen más de lo razonable. Enciendo la estufa y, si se heló el agua, derrito el hielo y me lavo. Abro la puerta, doy dos pasos y ya estoy delante del altar...». Así era cada amanecer en la vida de Segundo Llorente, jesuita, sacerdote y misionero, durante los cuarenta años que pasó en Alaska, a uno y otro lado del río Yukón, anunciando el Evangelio. Leonés de nacimiento, a los veintitrés años, sin saber una palabra de inglés, se fue a los Estados Unidos a estudiar Teología y, apenas fue ordenado sacerdote, buscó en el mapa el lugar más recóndito y difícil en todo el mundo y obtuvo permiso para ir a Alaska, su ilusión más grande: «¡Cómo nos gusta a nosotros decir que la Iglesia es católica, universal, que tiene que estar en todas partes! Los esquimales también son hijos de Dios, y a mí me ha tocado el privilegio de ser su misionero. Aquí está la Iglesia católica, gracias a nosotros los misioneros», escribía en una de sus múltiples cartas. Y en otra aseguraba: «Dios no está circunscrito a fórmulas o experimentos de gabinete. Es demasiado grande para que nuestros entendimientos le puedan abarcar en toda su grandeza».Tenía talento como escritor, y en vista del éxito entre los suyos, comenzó a escribir cartas y artículos que se convertían en libros; en total, doce títulos escritos en castellano que se convirtieron en libros de cabecera para toda una generación; llegó un momento en que los seminarios y los noviciados se llenaban de entusiasmo por las aventuras del «misionero de Alaska».
Vigoroso y recio por dentro y por fuera, nada le impidió seguir su camino: ni el accidente de aviación que casi le mata, ni el riesgo de caer en un lago helado con su trineo, ni encontrarse perdido en la noche de Alaska a unas temperaturas imposibles, ni la angustia de tener que explicar la doctrina de la fe en un idioma complejísimo, ni la soledad, ni las privaciones, ni aquellas comidas que se le hacían tan extrañas por el sabor del rancio aceite de foca. El padre Llorente aspiraba a la santidad, y lo decía sin remilgos, pero reconocía lo complicado de la empresa: «Los viejos tendremos que dejar muchos pelos en la gatera antes de colarnos en el Cielo, si nos colamos. Es la carrera más difícil en esta vida. A todos nos gusta que no nos falte nada, y al santo le tiene que faltar casi todo. Ahí está la dificultad», sostenía. Lo que más echaba en falta era «la virtud de la paciencia, y en comida, un racimo de uvas andaluzas», imposible de hacer llegar a Alaska. Pero lo que más le dolía era no saber esquimal: «Ojalá pudiera predicar en lengua esquimal con la misma facilidad con que lo hago en inglés o lo haría en español. Los misioneros de Alaska venimos con el pecado original de no poder aprender la lengua lo suficientemente bien para predicar con holgura sin la ayuda de un indígena experto. Una cosa es entender y chapurrear el idioma, y otra muy distinta levantarse delante de un auditorio y dispararles un sermonazo sin zozobras, mugidos ni titubeos», se lamentaba.
Pero las satisfacciones llegaban por otras vías. Se identificó de tal manera con los esquimales que, cuando se celebraron las primeras elecciones libres en Alaska salió elegido como representante ante el congreso en Washington, convirtiéndose así en el primer sacerdote diputado de la historia. Algo que él recibió no como un honor, sino como un modo más de servir: «Estuve cuarenta años enseñando a los esquimales... a hacer la señal de la cruz. Y con eso me doy por contento». Y «contentísimo» aseguró que moría, víctima de un cáncer con diagnóstico tardío. En enero de 1989 el padre Llorente amarró el alma por última vez al trineo, camino del horizonte: «Desde aquí al Cielo, ¿qué más se puede pedir?».