No es mi intención desmitificar la canción, por el contrario se trata de aseverar el hecho de que Dios ha puesto su tesoro en vasos de barro como éste que les escribe. Les cuento cómo fue y que lo disfruten...
Para sorpresa de muchos tengo más que presente la fecha en que nació, la compuse, o me fue inspirada, (lo que mejor les parezca) el 9 de Febrero de 1990, en la hermosa Ciudad de Chihuahua (capital del estado del mismo nombre, el más grande en geografía de México).
Para esa época esa Diócesis era de las vanguardistas del país en áreas tanto política, como religiosa, y como debía de ser, la música era parte de su historia de evangelización. De esas tierras son los músicos de la Banda Laudes (René y compañía) y también el buen Rafael Duarte.
Yo colaboraba con grandes y maravillosos amigos que tengo por allá que fueron mis hermanos, mis colegas, mis cómplices y hasta mis mecenas cuando los necesité (ellos saben quienes son, fueron tal bendición para mí y mi familia, que no dudo que hayamos llegado a dejar una muestra de esa bendición en este canto, amor con amor se paga). La fecha la tengo clara, pues en esa tarde sabiendo que tenía un concierto vital, hice mi momento de oración con Dios, y Él, en su estilo muy original y con algo de humor, me regaló un pasaje de refuerzo para esa noche (y de paso el resto de mi vida), y como tengo por costumbre subrayar y colocar notas sobre pasajes que Dios me da en mi Biblia, esta no fue la excepción (una Biblia sin arrugas y rayones es sinónimo un alma sin planchar).
El pasaje que se me dio esa tarde dice: Porque yo, el Señor, soy tu Dios, el que te sostengo de la mano derecha y te digo: "No temas, Yo vengo en tu ayuda". Tú eres un gusano, Jacob, eres una lombriz, Israel, pero no temas, yo vengo en tu ayuda –oráculo del Señor– y tu redentor es el Santo de Israel. Yo te convertiré en una trilladora, afilada, nueva, de doble filo: trillarás las montañas y las pulverizarás, y dejarás las colinas como rastrojo. Las aventarás y el viento se las llevará, y las dispersará la tormenta; y tú te alegrarás en el Señor, te gloriarás en el Santo de Israel. Isaías 41, 1316
A partir de ese día, soy un total respetuoso de los gusanitos y de las lombrices, pues me metieron en el gremio de la comparación y los pobres bichitos no tienen la culpa. Ya ven a Dios, ¡tan tierno!… El concierto era en la noche (aunque tenemos versiones de que se trató de dos conciertos el mismo día, de desayuno y cena, cosa que se acostumbra cuando vamos por allá por cierto, yo recuerdo solo el de la noche, y ya verán por qué) en un salón de eventos llamado “Salón Sunion, del Hotel El Mirador”, (no se impresionen de mi
memoria, anduve indagando) la meta era lograr fondos para la construcción de un edificio para un movimiento importante de la Comunidad Católica de Chihuahua, y de paso hacerlo con un evento que evangelizara (una actividad en la que todos ganan, aunque en aquel momento era la gran novedad en su estilo el hacer esto).
Todo estaba en su sitio, esa noche éramos sólo mi guitarra, un servidor y el Espíritu Santo (y este último no debía faltar). Llegó el momento, era una especie de cena concierto, o sea, la gente primero cenaba, y pasado eso en un segundo tiempo, me subía yo a cantar y a hacer mi parte. El chihuahuense es una persona maravillosa, y por lo general por ser gente del norte, son muy emprendedores y muy claridosos en sus cosas y comentarios, eso me facilitaba la predica pues había que ir al grano y dejar el resto a Dios.
Acabadas las dos terceras partes del concierto todo iba bien, para iniciar la parte final empecé cantando una canción especial llamada “Debes primero perdonar” de un paisano llamado Manuel Gutiérrez, y que junto con una buena predica se convierte en un tema de doble filo como lo es el perdón. Mi memoria de ese momento es visual, no recuerdo si en el momento de la canción de Perdón o un poco más adelante, entre la penumbra del público, que estaba repartida entre mesas y sillas alrededor, a mi izquierda en una de las mesas, se levantaron de partes extremas de la misma un muchacho, poco más que adolescente, y del otro lado un hombre grande, muy grande, con toda la pinta de buen vaquero norteño. Se acercaron rodeando la mesa y se dieron un abrazo que indicaba algo más que un simple “te quiero mucho, y no me choques el auto”. Esto era mucho más que algo afectivo, era justo un perdón entre dos generaciones, entre dos que se amaban y se habían negado a hacerlo un tiempo. En fin, un abrazo de amor entre padre e hijo, y ahí fue en donde me llevé el golpe.
En un 95% de los conciertos no veo ni me interesa ver al público, (las apariencias siguen engañando) pero en este caso no sólo se me permitió, sino que además caí en una trampa de amor que Dios me había tendido. Un abrazo entre padre e hijo siempre será un cuadro que remueva el corazón de cualquiera y más aún para los que en nuestra historia tuvimos esa carencia como parte de nuestra vida; lo vemos, lo admiramos, pero no lo sabemos por la experiencia, llegamos a imaginarlo dejando en manos de Dios (los que creemos) que la herida sane a su tiempo.
Fue una mezcla de sensaciones muy extrañas, en las que mi niño interior se quebró ante el cuadro de amor que se daba delante de mí, ¡en pleno concierto! Se podría decir que quedé como Jacob el Patriarca después de pelear con Dios, con la cadera quebrada, lesionado para lo que me quedaba del concierto. Tenía una sería grieta en mi armadura de hijo de Dios y se notaba en mi canto, sin embargo necesitaba seguir con mi trabajo, seguir cantando y no someter a todos ahí a mi propia bronca interior. De todas formas Dios, quien había permitido que eso pasara, ahora se acercaba a una de mis mayores heridas, a envolverme con su amor y darme como dice el pasaje: “Gracia y ayuda oportuna”. (Hebreos10) Para mi descanso llegó el inicio del final del concierto, en aquel tiempo yo utilizaba dos canciones para llegar al final, una de ellas el Padre Nuestro y la otra una maravillosa pieza que se llama “Yo volveré”.
El pedirle al público que por favor se quede en silencio de oración, hablando con Dios, cada uno en forma sincera, con el único requisito del silencio ha sido un formato que me ha acompañado desde mis primeros días de conciertos de evangelización y que es casi invariable. Fue en ese silencio en donde comenzó la gran batalla de amor, que agradezco haber perdido.
Mientras la gente estaba en ello, (orar en silencio) yo empecé a vivir, percibir y sentir algo sobrecogedor dentro y alrededor de mí. Podría decir que algo me ahogaba, y por ponerle forma: me apretaba el corazón y el cuello inclusive; en el silencio de mi corazón aquella imagen del padre abrazando a su hijo, sangraba, y Dios se me acercaba ahora no sólo a sanar eso, sino a ocupar en mi el lugar de Padre (nótese la P mayúscula). (Dios no es un padre, Dios es El Padre).
Decía San Agustín que el jubileo de Dios en nuestro ser se expresa como un “balbuceo” de niño. Y sin dudarlo mucho, en esas estaba yo, balbuceando aquel momento, en mi voz y en mi guitarra (decía cosas casi incoherentes y en la música no era más que el balbuceo del círculo de do para principiantes). Me acordé y no en vano que el pasaje decía que Dios me sostendría de la mano derecha, y ahora en términos musicales eso me urgía para seguir rasgando la guitarra.
Hoy, cuando cuento esto, digo que Dios me gritaba: “Diles cuánto los amo”, “¡diles cuánto les amo!” (de hecho lo plasmo en un “dile a mi pueblo cuánto lo amo”), aunque ahora que lo escribo, veo que era simplemente Dios derrotándome con su amor, acercándose y con su voz y su Espíritu dándome el abrazo que había visto delante de mí, y que sanaba en mí y entre Él y yo muchas cosas). Mi decisión en ese momento fue simplemente dejarme llevar, contra esto no tenía caso luchar, decidí no estorbar más y dejar a Dios con sus manos libres para actuar, no importaba el ridículo que hacía y que en eso fuera mi prestigio.
No sé cuanto tiempo pasó, tampoco fue mucho, pero como haya sido fue verdaderamente intenso entre el Espíritu Santo y los que estábamos ahí. Les puedo asegurar que de todas formas algo estaba cantando, pero no sé qué era, en medio de todo el balbuceo la frase reinante era: Nadie te ama como Yo. Y así fui llegando al final, o tal vez al principio de todo. Cuando finalmente decidí abrir mis ojos (sí, así es, en todo ese lapso no los tenía abiertos, no quería ni ver lo que pasaba a mi alrededor) pude observar como una bomba de amor había caído sobre todos. Así como en una explosión humana se pueden medir los daños a simple vista, así mismo se podía ver como Dios así como un Tsunami de amor había caído sobre todos los que estábamos ahí. La primera imagen que llegó a mi óptica además de impresionante, era inédita, pues en frente de mi tarima en donde yo estaba tocando, estaban de rodillas, orando, y alabando a Dios y de paso
llorando, un grupo como de cuatro a cinco de los meseros de esa noche. De fácil identificación, por su uniforme y porque los habíamos visto moverse entre todas las mesas sirviendo alimentos y bebidas. (Lo bueno es que se trataba de algo espiritual, que si no el primer pensamiento razonable al verlos así era que la propina debió haber estado para llorar).
Habiendo llegado hasta acá y siendo un tipo al que no le gusta que las emociones sobrepasen a las razones, empecé el final del concierto y a retomar control de las tablas para darle un buen final a todo esto, aunque, gracias a Dios, “el bien estaba hecho”.
Todo el tiempo a mi derecha estuvo con su “cámara portátil” (es un decir, pues era un armatoste grandísimo en donde inclusive metías el vídeo casette de VHS) filmando la actividad, un gran amigo del alma y de paso uno de mis anfitriones en Chihuahua. Mi compañero Jorge Vergara (ex jugador de los Pumas de México, no me lo confundan con su muy mentado homónimo).
Como de hecho me hospedaba en su casa, al llegar a su hogar le pedí (creo que le supliqué, dadas las ansias), que pusiera el vídeo en la máquina y que pusiera el final del concierto. Al mismo tiempo, ya entrados en gastos, le pedí me consiguiera un lapicero y alguna hoja en la cual escribir. Lo hizo con la amabilidad que le caracteriza, pero con cierta sorpresa de hecho ante mi requerimiento. Por fin viendo el vídeo en su televisor, fui apretando las teclas de “play” y de pausa y anotando en bruto el material que salía frente a mis ojos. A lo que Jorge me preguntó de inmediato que ¿¡qué estaba haciendo!? Y simplemente le respondí: -Lo que ves, estoy transcribiendo lo que nos regalaron esta noche a todos-.
Había que hacerle unas pequeñas adecuaciones, pero ahí estaba frente a mis ojos y mis oídos, era algo más que un canto. No era una canción de amor, era el Amor que se había hecho canción, y el nombre brotaba a cántaros de la melodía y la letra, se llamaba NADIE TE AMA COMO YO.
Cuando grabé la Producción de “En esos momentos”, aún no nacía Nadie te ama como Yo, y no sería hasta mediados del 90 que haciendo la producción de “Los Viejos Amigos” la incluiríamos en el repertorio de la producción, con un muy tierno arreglo de Fernando Quintana. Después empezó a caminar sola, Dios la llevaba a donde Él quería como el viento que sopla, y se fue haciendo parte del corazón de muchos.
Brasil la adoptó en su totalidad, siendo una de las canciones más interpretadas en la Iglesia de ese país. Se canta en varias lenguas, y el Espíritu se ha encargado de llevarla a donde y con quien a Él le parezca. Un sacerdote de Filipinas me contó que durante su Ordenación se cantó en su versión en inglés.
El 21 de mayo del 2000 durante la Celebración de la Misa solemne de la Canonización de los Mártires mexicanos, que se celebró en la Plaza de San Pedro, Misa que presidiera Juan Pablo II, por esas cosas de Dios y, como yo lo aseguro, uno de los grandes milagros de intercesión de los santos mártires se dio y fue que yo cantara ahí. En el momento del ofertorio, que era muy extenso y después de pasar mil exámenes y filtros, se nos permitió cantarla. En ese momento tres cosas eran ciertas, una… poder cantarla con Juan Pablo II presente ya hacía que fuera histórico, yo me negaba a abrir los ojos para no sucumbir en la emoción y cuando los abrí pude ver a nuestro fuerte y enfermo Papa de ese momento rodeando el altar, justo cuando yo cantaba… “yo a tu lado he caminado, junto a tí yo siempre he ido…”.
Segundo, cuando llegamos al momento del primer coro, las 40.000 almas que estaban ahí se lanzaron a cantarlo conmigo. Un gigantesco Nadie te ama como Yo había nacido y, como me dijera un sacerdote en Guadalajara (el Padre Maurilio), en ese momento nos apoderamos con nuestra cultura y nuestra lengua de la Plaza de San Pedro. Finalmente el ver a mi esposa justo en frente de mí feliz, llorando y riendo a la vez era todo lo que me completaba; ella es parte de la melodía de esta canción en mi vida pues con ella he podido desarrollar mi apostolado y con ella Dios me ha probado también cuánto me ama. Para los dos fue un momento que no podremos olvidar jamás.
Mi colega español, Javier Chento me dijo muy atrevidamente que esa canción es la sucesora en la boca del pueblo de la gran Pescador de Hombres. No lo sé, ni viene al caso pero le agradezco la humildad de decírmelo viniendo de otro profeta.
La canto prácticamente todos los días y mi reto no es sentirla, no hay alma con la capacidad para ello “todos los días”. Mi reto es creerla siempre y lograr con la ayuda del Espíritu Santo que no se quede solo en una canción de amor que se diga con los labios y que no llegue al corazón, me doy a la tarea de dejar que Dios la eleve más allá de una tonada de amor a una Profecía llena de amor capaz de cambiar al que la oiga.
Al inicio del capítulo 5 de la Segunda Carta a los Corintios, Pablo dice algo que tiene que ver con la labor apostólica de esta canción: “Como colaboradores de Dios les pedimos que no desaprovechen el amor que Dios les ha mostrado”. Y ahí estamos, cantándolo hasta por los codos, gritándolo constantemente a todos: ¡Déjense amar!, ¡déjense amar! Como diría Francisco de Asís, ¡el Amor no es amado! Yo la compuse se podría decir, pero hace mucho que pasó a ser de todos nosotros.
Martín Valverde
Martín Valverde