Jan llevaba casi dos años en una cárcel polaca esperando condena y no tenía perspectiva alguna para su futuro. Cada día transcurría lento para este joven nacido en Breslavia (Polonia) pensando obsesivamente en su porvenir inmediato, explica la web Camino Católico. Sería una condena a cadena perpetua o al menos 25 años entre rejas en el mejor de los casos. Esto no lograba asimilarlo y siendo de carácter compulsivo, una sola idea ocupaba su mente…

 

La inocencia perdida

Jan Krzesz (nombre ficticio, para proteger a su familia) reconoce que no hubo durante su infancia o adolescencia experiencias que condicionaran sus conductas posteriores y las consecuencias que lo llevaron a prisión. Habla con nostalgia de la formación católica, hábitos de fe y sana afectividad vivida en el grupo familiar. “Tuve una infancia estupenda: estaba rodeado de amor y de la custodia divina. Nada anunciaba la tragedia que iba a sobrevenirme”, puntualiza.

 

En el colegio destacaba en los deportes y era hábil en los estudios, siendo reconocido por sus pares que solían nombrarlo delegado de curso. A sus 13 años, comenzó a experimentar algunos cambios propios de la edad y a sentirse muy atraído por todo lo que venía de la Europa Occidental, Estados Unidos y en especial las películas en videocasete. Fue entonces que un hecho significativo desbarató el alma de Jan…

 

“Satanás me mordió y me contagió con su veneno estando todavía en la escuela. Un día, un compañero de clase me invitó a su casa, bajo secreto total, a ver una película porno. Después de visionarla, en mi vida se metió la impureza, apoderándose de mí de una manera enfermiza. Así fue mi comienzo con el mal”. Recuerda este joven polaco que desde ese momento su vida fue de mal en peor y aunque de vez en cuando tenía momentos de paz, “el conjunto fue un desastre…”.

 

Ni el llanto de su madre lo conmovía

Consumir a diario alcohol, tabaco, drogas e irse de copas por la noche era su agenda cotidiana. Como no trabajaba y necesitaba financiar los vicios, comenzó a robar; primero fue a sus padres, luego las víctimas eran personas del vecindario familiar y de ahí sus fechorías las efectuaba incluso en otras ciudades. “Mi pobre madre estaba siempre en la ventana esperando a ver si yo volvía. Recuerdo su rostro cubierto de lágrimas y de angustia… Pero a mí nada me conmovía, era insensible a cualquier argumento y nada me podía convencer: solamente contaba el dinero… Se me había metido esto en la cabeza: llegar a ser alguien importante en la calle. El trabajo honesto no me interesaba, porque despreciaba a la gente honrada y no contaba con ella para nada”.

 

Finalmente comenzaron los arrestos, el primero cuando tenía 18 años. Como en muchos lugares del mundo, las prisiones de Polonia no lucen por sus logros en reinserción y para Jan el tiempo preso fue sólo un período de aprendizaje y formar vínculos para nuevos delitos… “Me arrestaban una vez cada varios meses. Yo me creía que era dueño de la situación…”.

 

Viviendo bajo el código de honor de los delincuentes

Antes de cumplir los 21 años la delincuencia era su única fuente de ingresos, sin importarle cuánto dolor causaba, ni menos las consecuencias en su alma. Con un colega conocido en prisión, lideraban una banda de robos a mayor escala que les financiaban lujos y juerga. Incluso cuando en un atraco –sin intención previa, dice Jan- terminaron con la vida de una víctima, no se detuvo…

 

“Por desgracia, eso no nos enseñó nada y yo incluso después me metí más de lleno en el mundo de la delincuencia. Me impresionaba su brutalidad y el hecho de que la gente me tuviera miedo. Para mí solamente contaban mis socios y el código de honor de los delincuentes. Iba por la vida sembrando destrucción, llanto, terror e injusticia…

 

Su carrera delictiva se detuvo tras ser detenido el año 2007. Pensó que era un trámite como en tantas otras ocasiones. Pero esta vez alguien se ocupó de investigar y lograr un acuerdo con el socio de Jan. Su cómplice lo traicionó. “Lo desembuchó casi todo, especialmente los delitos más graves… Me quedé hecho polvo. Yo contaba con que tendría que responder por ello, pero entonces solamente pensaba en suicidarme. Sin embargo, Dios también tenía un plan…”.

 

En ese plan fueron varios los “socios” que –sin saberlo incluso- sirvieron a Dios para que Jan alcanzara sanación y liberación. El primero fue su compañero de celda: “Un tipo que rezaba y escuchaba la emisora católica Radio María”, recuerda el joven polaco. El golpe maestro del amigo de celda fue invitar a Jan que lo acompañase a ver al cura, quien venía una vez por semana a la cárcel. A regañadientes aceptó, cruzó un par de frases con el sacerdote y dio por concluido el encuentro. Pasaron meses en que no volvió por donde el cura, hasta que su compañero poco a poco, nuevamente logró que le acompañara. Lo que desde ese encuentro ocurrió, lo narra el propio Jan en primera persona:

 

Un 24 de agosto, aniversario de su liberación

“El cura me habló de confesarme, después mi compañero me dijo lo mismo. Pensé: ‘¿Confesarme? ¿Por qué no? Si no es más que una confesión, no me va a pasar nada por hacerlo. He estado en tantos sitios y he visto tantas cosas diferentes que confesarme no es ni un problema ni un reto para mí. Iré, le diré algo y ya está’. ¡No me daba cuenta del poder de este sacramento!

 

En la charla con el cura recibí un librito sobre el sacramento de la reconciliación. Le dije que me prepararía a conciencia, porque la mía iba a ser una confesión de más de diez años, pero no me preocupé demasiado por eso. Quedé con el cura en que me confesaría dos semanas más tarde. Mientras hojeaba el librito, me dolía un poco la barriga…

 

Llegó el día 24 de agosto de 2009. Fui a confesarme. No soy capaz de describir lo que me pasó: lágrimas, llanto, sollozos, un dolor que me partía el cuerpo… El Espíritu Santo expulsó de mí todo lo que era malo. ¡Nunca había llorado así, nunca había vivido nada parecido, esa fuerza tan grande! No entendía qué es lo que me estaba pasando. Rompí a llorar, no podía respirar, y el Espíritu Santo llevó a cabo Su gran limpieza, hasta que no me quedó nada dentro… Expulsó de mí todo mal, todas mis aberraciones y me devolvió la vida.

 

Volví de la confesión cambiado. Había empezado para mí una nueva vida: una vida en Dios y con Dios. Desde el primer día, Dios me mostró Su poder: muchos de mis defectos desaparecieron al instante, otros al cabo de un tiempo. Dios me acompañaba a cada paso y me envolvía con Su protección. Cuando contemplo mi “antigua” vida, no consigo entender cómo he podido vivir tantos años sin Dios… Y ahora Él lo es todo para mí. Estando en la cárcel, tengo la posibilidad de ayunar y rezar. Me he consagrado enteramente a Dios y a Él pertenezco.

 

Desde mi confesión, todo ha cambiado. Dios es el centro de mi miserable vida y la enriquece con Su presencia. Él ocupa el primer lugar, solo Él cuenta, y todo lo demás pasa a un segundo lugar. Empecé una vida nueva: llevo el escapulario del Carmen; rezo el breviario, el Rosario, la coronilla de la Divina Misericordia y otras muchas oraciones.

 

Aquí tengo un paraíso maravilloso y estoy rodeado de santos. A veces otros se ríen de mí, pero yo no me desánimo y sigo rezando, también convenzo a otros reclusos para que recen. Incluso hemos llegado a que, para rezar, nos ponemos en círculo y oramos juntos. Al principio, otros presos se burlaban de nosotros, pero ahora de alguna manera nos van aceptando poco a poco. Si alguien quisiera arrebatarme a Dios, ya no quiero vivir sin Él. Lo amo y me entrego con todo mi ser a María y a Jesús, y todo ello en el Espíritu Santo”.