«In omnibus operibus tuis, memorare novissima tua, et in aeternum non peccabis [En tus acciones ten presente tu final, y así jamás cometerás pecado]», afirma el Libro del Eclesiástico (7, 36).
Los Novísimos son cuatro: Muerte, Juicio, Infierno y Paraíso. Este pensamiento me acompaña desde los años del seminario, cuando en la última meditación de cada retiro espiritual el predicador nos hablaba de la muerte. Y confieso que sentía un gran miedo. Pero a la edad que ya tengo y estando, además, enfermo, no digo que la desee pero pensar en ella me da paz, me permite vivir intensamente cada instante teniendo la mirada fija en Jesús Eucaristía.
Todas las noches, cuando me voy a la cama, una cama de plaza y media en la que hay espacio para un crucifijo de un metro, lo giro hacia mí y recito los Misterios dolorosos del rosario. Contemplar en cada instante Su sufrimiento me permite reconocer también en el mío el significado último, sin el cual el dolor sería insoportable. Una vez terminado el rosario, apoyo el crucifijo en su almohada, me doy la vuelta y, terminadas las letanías en honor de la Virgen, por fin, después de muchos años, duermo en paz. Un pequeño gesto, el de dormir en compañía del crucifijo, que además de darme ánimos al mirar el rostro de Aquel por quien vale la pena sufrir, me recuerda el destino final que, sin embargo, va más allá de la cruz.
El hospital es, a la vez, un gran recurso para mantener viva esta memoria y un desafío continuo a la razón de la vida, porque hace que me tome en serio la realidad, que abrace el valor de cada instante en el que, en mi libertad, se juega el destino final: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti», diría San Agustín. La clínica Casa Divina Providencia-Don Luigi Giussani, que acoge a enfermos terminales y pobres, es la memoria viva y palpitante que demuestra que estamos hechos para un más allá, para la eternidad. El filósofo Horkheimer diría: «Somos peregrinos del Absoluto»; no como Heidegger, que definía al hombre como un «ser para la muerte», ni como Sartre, que lo veía como «una pasión inútil». En nuestra clínica todo pide eternidad. No existe el miedo a la muerte, porque en cada uno de los pacientes está claro que la muerte es un volver al lugar de donde hemos partido.
El padre Antonio Sepp (16551733), el conocido como "genio de las Reducciones", describía en su diario esta ataraxia que caracterizaba a los guaraníes ante la muerte: «Todos los días visitamos entre veinte y treinta enfermos [¿quién lo hace hoy?], les ofrecemos los Santos Sacramentos, asistimos a los moribundos, consolamos a los padres y a las madres de familia [...]. Mi alma se enternece cuando visito y contemplo a estos pobrecillos, sobre todo cuando, con mi Crucifijo en mano, intento animar a un moribundo. Entonces no puede evitar decir: "Espero poder morir yo también como ellos". Porque he visto morir a muchos hombres en Europa, también a religiosos, pero poquísimos lo han hecho como estos. No se puede describir con cuánta paz y serenidad de conciencia, con que virtuosidad del cuerpo y del espíritu mueren estos indios. El indio no mostrará tampoco signos de impaciencia o molestia después de haber pasado por una larga y dolorosa enfermad, ni emitirá un sólo gemido de dolor o un suspiro, nunca llorará o gritará... En el lecho del dolor no le preocupan ni su amada esposa ni sus queridos hijos, cuyos suspiros no le rompen el corazón. No le preocupan el dinero ni los bienes materiales, que debe abandonar. No tiene que pagar deudas ni hacer testamento, no le preocupan los enemigos porque casi no tiene. Puedo afirmar que no creo que exista bajo el sol una raza que entregue el alma de manera tan digna y serena como estos pobres y sencillos indígenas, abandonados y despreciados por el mundo».
Monumento al padre Antonio Sepp en Sao Joao Velho (Rio Grande do Sul, Brasil). Imagen: Portal das Missoes.
Si uno supiera como mueren nuestros pacientes, podría confirmar lo que escribió el padre Sepp hace trescientos años.
Los guaraníes consideran que la muerte es recoger en un único e inefable acto toda la historia de la palabra de un hombre, que en este acto supremo se convierte en Palabra y entra a formar parte de la gran Palabra divina, la que estaba presente en el momento en que fue concebido, que lo vio nacer y, después, renacer en cada una de las etapas de su vida. Para los jefes de la tribu, la muerte no es la última y más difícil de las pruebas de la vida terrena, generalmente considerada como prueba para el alma y preparación a la vida verdadera en la casa de los dioses (nuestro Paraíso, la llamada «tierra sin maldad»).
Hay una sintonía impresionante entre los guaraníes que aún no han encontrado a Jesús y nosotros. Éste es el motivo por el cual, en nuestra clínica, la persona más importante es el sacerdote, al que llaman «Pai», es decir, «Padre». Hace trece años que estoy con ellos y he acogido a 2.010 pacientes terminales; a 1.503 de ellos los he acompañado en el momento de su muerte, es decir, en el momento de su vuelta a esa Palabra que los creó. Es impresionante el vínculo con las primeras palabras del Prólogo de San Juan. Los veo morir -el 90% de ellos tienen menos de 60 años- y no hay signos de desesperación en ninguno de esos rostros. La fe católica ha exaltado al máximo el concepto positivo de la muerte, que ven como el encuentro con el «Logos».
«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», escribía Pavese, pero hoy ya no tengo miedo gracias a mis hijos, que llevan en la sangre la certeza de ser peregrinos del Absoluto. La Iglesia, en el mes de noviembre, nos recuerda esos Novísimos y por esto, decía Eliot, el hombre de hoy la odia, porque es la única que le recuerda su destino. «Memento mori» era el saludo de los monjes, un saludo que ponía en marcha la razón porque les situaba ante las grandes preguntas del destino final. Y no olvidemos que el artículo más importante del Credo es el último: «Creo en la Resurrección de la carne y la vida eterna. Amén».
Traducción de Helena Faccia Serrano.