Tito Banchong y Louis-Marie Ling son obispos en Laos y viven en comunidades de las que se sabe y se habla muy poco. Su historia tiene rasgos en común con la que vivían los “cristianos ocultos” hace siglos en Japón, historia que ahora ha vuelto a la memoria en estas semanas gracias a la película “Silence”, de Martin Scorsese. “La Stampa” se reunió con ellos para que contaran su historia.
El obispo Banchong, que ahora se encarga de la comunidad de los bautizados en Luang Prabang, en el norte de Laos, en el año 2000 partió a la búsqueda de los fieles puerta a puerta. Durante doce años fue el único sacerdote en un territorio muy vasto. Buscó “uno por uno” a los bautizados que habían sobrevivido y que después de 25 años (después de la llegada al poder del movimiento comunista Pathet Lao, en 1975) no tenían iglesias, sacramentos ni imágenes sacras. “Habían conservado la memoria de la fe solo en el corazón”, nos dijo.
Al enterarse de que había vuelto un sacerdote católico a Luang Prabang, muchos bajaron de las montañas o llegaron de las aldeas vecinas para que los bendijera y para confesar su fe, que había permanecido intacta. En 17 años de infatigable trabajo pastoral, llevado a cabo con mansedumbre y confianza, Banchong, de 69 años, ha vuelto a dar vida a la comunidad, ha bautizado, ha visitado a las familias, ha llevado el Evangelio a las pequeñas aldeas en las alturas tribales Hmong, Khmou, Akha.
Ahora se encarga del cuidado pastoral de los tres mil cristianos que viven la fe en un contexto principalmente budista y animista, marcado por una burocracia de tipo socialista que durante años los había sofocado (el obispo tenía que pedir el permiso para cualquier pequeño viaje) y que en los últimos 15 años ha vivido una gradual disminución de la presión sobre la libertad religiosa.
Pero en los últimos tiempos, con la apertura económica y política de Laos y la entrada al espacio del Asean, la Asociación de las Naciones del Sureste Asiático, todo se ha vuelto más fácil y una fiesta religiosa pública ya no es tabú. La reciente ceremonia de beatificación de los mártires de Laos, 17 misioneros, sacerdotes y fieles indígenas, que se llevó a cabo en diciembre de 2016 en la capital Vientiane con la participación de más de 7 mil fieles (impensable hasta hace algunos años) demuestra un camino que promete. Además, la ayuda de los sacerdotes y monjas de Tailandia, Vietnam, Camboya podrá ser importante para una Iglesia que tiene unos veinte sacerdotes, puesto que los países de los miembros de la Asean ahora ya no necesitan visa para entrar al país.
“Dios siempre ha estado con nosotros, en este rinconcito del mundo, también en las pruebas”, repitió Banchong con la alegría en el rostro. El obispo todavía estaba emocionado por su encuentro con Papa Francisco: “Para nosotros es un padre misericordioso”. Y recordó los más de cinco años que pasó, entre 1976 y 1986, en la prisión como un “largo retiro espiritual”. En un tiempo en el que, sin poder celebrar misa, “mi cuerpo era el cuerpo de Cristo y mi sangre era la de Cristo”. El gobierno había expulsado a todos los misioneros extranjeros y los pocos sacerdotes nativos sufrieron condenas gratuitas del régimen comunista.
Después de los primeros tres años tras las rejas, el joven sacerdote Tiro fue condenado a una pena mayor: enrolarse en el ejército. “Velé y recé durante una noche, después acepté convertirme en un soldado como voluntad de Dios”, nos dijo. “Me ocupaba de las provisiones para las tropas y podía moverme con libertad, gracias al uniforme. Era una oportunidad para visitar a los cristianos y para hacer catecismo sin que me molestaran”, explicó con una sonrisa, aderezada con una mezcla evangélica de candor y astucia. “Hoy –afirmó Banchong– le digo a los sacerdotes: no tengan miedo, hagan la voluntad de Dios, así Él actuará en esta comunidad y en nuestro país”.
Un buen día, Louis-Marie Ling, otro sacerdote que vino de las montañas del norte, lo visitó en la cárcel de Vientiane. Y sufrió la misma suerte en la misma prisión. Hoy, Ling es obispo en Paksé, en el centro del país. También recordó aquellos años en la cárcel sin quejarse y sin reivindicaciones. “Hasta me daba felicidad poder ver a Tito. Recuerdo la Navidad de 1985, cuando pudimos reunirnos y rezar juntos el Dios-con-nosotros”, contó.
“Fue un tiempo de sufrimiento material, enflaqué mucho, pero no espiritual: no podíamos celebrar misa pero éramos nosotros mismos un sacrificio vivo que agradaba a Dios. Eso que cada bautizado está llamado a ser en su vida”. Y en la cárcel, la benevolencia hacia los guardias “significaba para nosotros vivir y anunciar el Evangelio”, recordó Ling, que ahora guía a unos 15 mil fieles. La solemne celebración de los mártires, para él, fue “un verdadero milagro”. La pequeña comunidad católica en Laos (menos del 1% de la población), observó, “es una obra del Espíritu Santo”. El futuro, dijeron los dos obispos ex-detenidos, está lleno de esperanza.
Viéndolos a los ojos y teniendo en mente sus historias, el pasado 30 de enero, en la Misa de Santa Marta, Papa Francisco dijo: “La mayor fuerza de la Iglesia hoy está en las pequeñas Iglesias, pequeñitas, con poca gente, perseguida, con sus obispos en las cárceles. Esta es nuestra gloria hoy, esta es nuestra gloria y nuestra fuerza hoy”.