Haría mucho bien “a los cristianos de Europa tomar conciencia que una parte notable de sus raíces cristianas latinas se encuentra en el sur del Mediterráneo”, advertía casi proféticamente al comienzo del tercer milenio Henri Teissier, el entonces obispo de Argelia. También porque, escribía el historiador francés Claude Lepelley, fallecido hace un mes, “el cristianismo occidental no nació en Europa, sino en el sur del Mediterráneo”.
Parece extraño a quien piensa que todo ha tenido origen con san Benito y su Regla; y que antes de Montecassino y Cluny sólo hubo cristianos dados en pasto a los leones en las arenas por los romanos paganos, después de haber sido sorprendidos rezando al Dios hecho hombre.
Ahora bien, esto es historia. Después de todo, las más antiguas obras de teología cristiana compuestas en latín provienen de Cartago, no de Italia.
En efecto, en la época de Tertuliano, los cristianos de la costa septentrional de África escribían en griego y no en latín. Habría sido precisamente él quien abandonó la "koiné" de Aristóteles para pasar a la lengua de Virgilio, para llegar a un público más amplio como se hace hoy con los libros de bolsillo a precios de descuento insertados en el mercado en forma continua. Una obra monumental y compleja, tanto que el mismo Tertuliano se bloqueó ya en el “Génesis”, inseguro como estaba sobre la traducción de la palabra "logos": no le convencía que "sermo" fuese un término suficientemente exhaustivo. Y desde África atravesaron el mar también las más antiguas versiones latinas de la Biblia, mucho antes que san Jerónimo la tradujera en la forma transmitida a través de los siglos y que ha llegado casi sin modificaciones hasta el Vaticano II.
El benedictino Pierre-Maurice Bogaert, con una cátedra en Lovaina sobre estudios bíblicos, estaba convencido: “Cuando se comenzó a sentir la necesidad, seguramente desde la mitad del siglo II en la África romana, la Biblia fue traducida del griego al latín. Hasta que haya una prueba en contrario, estoy a favor del origen africano de las traducciones, más que del origen romano o italiano”.
Y luego san Agustín, el obispo de Hipona gracias al cual, decía también el obispo Teissier, “el Occidente latino conquistó su independencia teológica y con ello también su propia personalidad cristiana”. Algunos, agregaba, “podrían desaprobar esta evolución, para preferir la lectura del cristianismo propuesta por los Padres griegos. Pero todos deben reconocer que el Occidente latino debe sobre todo a san Agustín su propia lectura del mensaje bíblico”.
Y también el monacato, a fin de cuentas, encuentra en África su primera sedimentación. Habría sido siempre san Agustín quien organizara los primeros lugares de vida monástica, en Tagaste, después de haber descubierto en la biografía de san Antonio abad, puesta a punto por san Atanasio, el estilo de vida de distintos anacoretas convertidos a la vida ascética.
Meta ideal es el desierto egipcio, “la región poblada por los que por primera vez habían puesto en acción la renuncia definitiva a la vida mundana”, ha escrito la arqueóloga Francesca Severini: “Aquí, más que en cualquier otra parte, el peregrino podía entrar en contacto con esa fe auténtica que había llamado a Pablo de Tebas, a Antonio el Grande, a Pacomio y a muchos otros a retirarse en soledad al desierto, auténticos y propios modelos de vida ascética orientada a la superación de la dimensión terrena a través del estudio de las Sagradas Escrituras, la oración, el ayuno y la penitencia”.
De esos asentamientos todavía sobreviven muchos, incluido el monasterio de santa Catalina, construido en el siglo VI por Justiniano en el Sinaí meridional, al que también quiso hacer arrasar un general egipcio jubilado, porque “amenaza la seguridad nacional” a causa de la presencia de “veinticinco monjes ortodoxos” entre sus muros.
Ese modo de vida, que inicialmente era la única esperanza de salvarse de las persecuciones anticristianas, se convierte después en un modelo. “En el transcurso del siglo IV, personalidades notables del Oriente cristiano van a Occidente difundiendo con las palabras y los escritos los modelos del monacato egipcio y alentando la imitación”, agrega Severini. “No hay que sorprenderse entonces si los modelos elaborados sobre el riguroso ascetismo oriental son acogidos y asimilados a tal punto que modifican y forjan las aspiraciones monásticas en Occidente”.
Un cristianismo vivaz y fecundo es el de los orígenes. En la época del Concilio de Cartago, hacia el año 200, se cuentan setenta obispos en el África romana, mientras que sólo tres en Italia. En el segundo Concilio de Cartago, los obispos africanos son noventa, mientras que en Roma, en el sínodo convocado por el papa Cornelio, había presentes solamente sesenta. Antes, ya en el año 189, la relevancia del cristianismo africano fue claramente establecida por la elección como pontífice de Víctor, probablemente un beréber.
Qué rasgos asumió luego la serpiente que habría destruido esta especie de Edén, de cristianismo vivaz y fecundo, es fácilmente explicable, dicen los historiadores más afirmados: las disputas dogmáticas, batallas de las connotaciones muy poco cristianas sobre las que la impetuosa novedad musulmana habría tenido luego un juego fácil para imponerse. A fines del siglo VII los omeyas llevaron a cabo la gran conquista de todo el norte de África: el Islam triunfante sobre el cristianismo de las Iglesias nord-africanas divididas por sospechas, luchas intestinas y acusaciones recíprocas de herejía. Lo siguiente es después una historia de lucha continua por la supervivencia, de parias, de dhimmis [no musulmanes] tolerados en la gran comunidad creyente revelada por el profeta Mahoma.
Una situación prácticamente cristalizada: “Nuestras Iglesias son modestas y frágiles; la partida de algunas comunidades religiosas presentes durante mucho tiempo en el Magreb y la movilidad cada vez más rápida de los miembros de las parroquias nos obligan a contar cada vez más con la solidaridad de las otras Iglesias, sobre todo en términos de sacerdotes ´fidei donum´ o de congregaciones en particular africanas”, escribieron en el 2012 los obispos de la Conferencia Episcopal de la región del norte de África. El hecho es, comentaba Teissier, que "nosotros no hacemos número. Hacemos signo. Signo del amor universal de Dios para todos los hombres”.
Y como signo y presencia vital es necesario permanecer allí. Lo sabe bien el obispo de Trípoli, Giovanni Martinelli, llegado allí al día siguiente de la revolución que llevó al poder a Muammar Ghaddafi y que no quiere justamente saber nada de escapar del infierno de la capital libia, aunque ahora es el único italiano que ha quedado allí: “Me quedo, debo quedarme. Es necesario ser valiente. En este momento no tengo miedo, pero sé que ese momento llegará”.
Quizás el obispo que permanece en la capital libia con trescientos trabajadores filipinos recuerda lo que sucedió en 1908 al sacerdote franciscano Giustino Pacini, superior de la misión de Derna. Asesinado a puñaladas, desde mucho tiempo antes estaba en conflicto con la comunidad musulmana local, porque reivindicaba el derecho de defender la propia actividad misionera. Si era necesario, yendo incluso a presentarse al sultán de Estambul.
El cardenal nigeriano Anthony Okogie, de 70 años de edad, obispo emérito de Lagos, había pronunciado palabras similares a las del obispo Martinelli poco después de los primeros ataques de Boko Haram: “No huiremos. Defenderemos nuestras iglesias y nuestras casas. Si se debe sacrificar la vida, lo haremos”.
Un estribillo triste, que de un extremo al otro del continente se repite desde hace décadas. Argelia, con su larga guerra civil, representa el ejemplo más claro: en ese conflicto perdió el diez por ciento de los religiosos que habían permanecido allí. En 1996, el arzobispo de Orán, Pierre-Lucien Claverie, fue muerto por una ráfaga de ametralladora pocos meses después de la masacre de los siete monjes trapenses de Tibhirine, quienes fueron secuestrados y terminaron bajo el hacha del verdugo. Sus cabezas fueron colgadas en un árbol, de los cuerpos no se supo nunca más nada.
“Es necesario vivirlo como algo muy bello, muy grande. Es necesario ser dignos. Y la Misa que celebraremos por ellos no será con el color negro. Será con el color rojo”, dijo el hermano Jean-Pierre, uno de los dos sobrevivientes de esa masacre, cuando un cófrade llegó lleno de lágrimas para contarle que sus compañeros estaban todos muertos. “Los hemos visto inmediatamente como mártires. El martirio era la culminación de todo lo que habíamos preparado desde mucho tiempo atrás en nuestras vidas. Estábamos preparados todos”, dijo algunos años atrás en una entrevista dada a Jean-Marie Guénois para "Le Figaro".
Es la cruz del continente, que se arrastra desde los primeros siglos luego de la venida de Cristo. No es casual, recuerdan los obispos del lugar, que los más antiguos textos sobre los mártires cristianos, las "Acta Martyrum Scillitanorum", son africanos. Se trata de la transcripción en latín de las actas del proceso y de la condena de los miembros pertenecientes a una comunidad cristiana de una ciudad de la que no se sabe más nada de lo acontecido en el año 180. Se trata de los más antiguos documentos de este género en la historia de la literatura cristiana.
Fue precisamente el obispo Claviere, casi presintiendo el final trágico de su existencia cristiana, quien explica el sentido de la llama cristiana en tierras hostiles: “La Iglesia cumple con su vocación y con su misión cuando está presente en las divisiones que crucifican a la humanidad en su carne y en su unidad. Jesús ha muerto dividido entre el cielo y la tierra, con los brazos extendidos para reunir a los hijos de Dios dispersos por el pecado que los separa, los aísla y los pone a uno en contra de los otros y contra Dios mismo”.
Iglesia minoritaria y perseguida, pero viva. Ni siquiera un año atrás el Anuario pontificio certificaba el crecimiento exponencial de la presencia católica en el continente de la esperanza. Doscientos millones de fieles, ritmo inversamente proporcional a la lenta e incontenible declinación de la Europa cristiana, pero superior también al eterno desafío asiático, misión del papa Francisco y antiguo nervio descubierto por la Santa Sede.
Una Iglesia joven la africana, como dijo el 2 de marzo el arzobispo de Rabat y presidente de las conferencias episcopales nord-africanas, en visita "ad limina" en Roma: “Sí, en su mayoría somos extranjeros, con frecuencia estamos de paso, pero nuestras iglesias son muy jóvenes. En Marruecos la población cuenta treinta mil personas, pero la edad promedio de los fieles es de treinta y cinco años”.
Ya a mitad de la década pasada, la vivacidad de la Iglesia africana había embestido como un ciclón al Vaticano. Hace diez años se hacía notar cómo en veintiséis años allí los fieles se triplicaron, los sacerdotes aumentaron el 85%, los seminaristas se cuadruplicaron, los obispos aumentaron el 45%. Tanto que se habló de exportar clero hacia una Europa cada vez más secularizada y con las vocaciones en agonía, como si se tratara de una obra de reevangelización del continente.
Un gran cardenal como el ex decano emérito del Colegio Cardenalicio, Bernardin Gantin, primer africano llamado a cubrir cargos en la cima de la curia (será Pablo VI quien le confíe la secretaría de evangelización de los pueblos, antes de promoverlo a la presidencia del Pontificio Consejo Justicia y Paz y de "Cor Unum". Juan Pablo II lo nombró posteriormente prefecto de la Congregación para los Obispos), habló no por casualidad de “sacerdotes y religiosos ‘fidei donum’ en contrario. Es la bondad de la Iglesia en África, la misión es un deber universal”, dijo en una entrevista concedida al mensuario "30 Días" dos años antes de su muerte, acontecida en el 2008. Él fue quien dijo – como reveló hace algún tiempo el cardenal nigeriano Francis Arinze – en el 2002, cuando decidió dejar la Urbe para regresar a su país natal, Benin, que volvía “como misionero romano”.
Gantin, profeta que había vivido en primera persona los dramas del colonialismo y de la descolonización esmerada, sugería que los jóvenes y determinados sacerdotes salidos de los seminarios africanos no se alejaran demasiado de la madre patria: “Luego, si su obispo lo permitiera, podrían volver de nuevo a Occidente. Lo que es necesario evitar es que los sacerdotes africanos, sin el consenso de los propios obispos, deambulen por las diócesis del mundo occidental más a la búsqueda de un propio bienestar material que por un auténtico celo pastoral”. Además, aconsejaba las congregaciones religiosas “europeas agonizantes o amenazadas de extinción” a “no ir a rejuvenecerse a buen precio entre las jóvenes Iglesias de Asia o África”.
Ciertamente, existe el problema de las liturgias, con frecuencia abrumadas por el espíritu festivo y alegre de tantas realidades sub-saharianas. Pero los primeros en poner límites son justamente ellos, los obispos africanos, que a diferencia de tantos sacerdotes de las parroquias de Occidente – acostumbrados a gestionar las liturgias como haría un animador turístico en una villa veraniega – nos mantienen en el culto del misterio. Decía Gantin: “Jamás es necesario separarse del magisterio de la Iglesia universal. Y nuestras Misas no deben ser demasiado particulares. No deben ser comprendidas sólo por nosotros los africanos. Cualquier católico que participa en una de nuestras funciones religiosas debe poder reconocerla, debe poder encontrarse en su casa. El catolicismo no es protestantismo”.
Junto a la Iglesia joven y dinámica, en África está también esa Iglesia antiquísima que hunde sus raíces en la etapa inmediatamente posterior a Cristo. Son millones los egipcios coptos que desde hace siglos viven como minoría más o menos tolerada en el país árabe más poblado del mundo, custodios de la Iglesia fundada por el evangelista san Marcos, quien puso en Alejandría las bases de su predicación, antes de ser martirizado con una cuerda apretada alrededor de su cuello.
Centenares de kilómetros más al sur, en la Etiopía que había escapado de la invasión islámica, se anidan todavía viejos monasterios esparcidos aquí y allá entre las montañas. “Mi Iglesia es la más antigua del mundo y su fundación se remonta directamente a la época de Jesús, en torno al año 35, inmediatamente después de su muerte y resurrección”, contaba a la revista "Jesus" Abune Paulos, patriarca de la Iglesia Ortodoxa Etíope, fallecido hace tres años. Iglesia antigua pero viva: “Tenemos cincuenta mil y más iglesias en todo el país. Nuestros jóvenes vienen regularmente a Misa, con presencias parecidas al setenta por ciento. En su totalidad, considerada la tenacidad con la que los grupos adultos y ancianos vienen al culto, rozamos el ochenta por ciento del pueblo en Misa cada domingo”.
Al igual que en Egipto, también en Etiopía es fundamental la presencia de los monasterios, ermitas que han resistido las vicisitudes de la historia: “Cada vez más jóvenes piden ser monjes. Tenemos mil doscientos monasterios en todo el país y cerca de quinientos mil religiosos. Tenemos cuarenta y cinco millones de fieles, si se calculan los numerosos cristianos etíopes que viven en el exterior”.
El mes pasado, el papa Francisco quiso reconocer el valor de la Iglesia Católica local, la cual, a pesar de ser pequeña y minoritaria, representa uno de esos “signos” de los que había hablado el obispo Teissier. El arcieparca de Addis Abeba, Berhaneyesus Demerew Souraphiel, fue creado cardenal. El segundo en la historia de Etiopía, luego de Paulos Tzadua. Y ha sido precisamente el nuevo purpurado quien explicó en Radio Vaticana la fe profunda de su país: “La gente toma su fe en serio: la fe es un don de Dios. Y lo viven así. Afrontan las cosas viendo que si Dios quiere, las cosas pueden cambiar. No pierden la esperanza. Por eso aman la vida, desde la concepción hasta la muerte. Esto es importante”.
África continente de la esperanza, depósito de la fe para el porvenir que progresivamente verá a Europa marchita y a sus iglesias cada vez más vacías. “Mientras se tiende a describir a África en modo restrictivo y con frecuencia humillante, como el continente de los conflictos y de los problemas infinitos e insolubles”, por el contrario “África es para la Iglesia el continente de la esperanza, el continente del futuro”, dijo Benedicto XVI en el discurso a los miembros de la Fundación Juan Pablo II para el Sahel, recibidos en audiencia en febrero del 2012.
No es por casualidad que los obispos africanos se sienten el baluarte contra todo lo que pueda degradar o empañar el mensaje cristiano tal como fue transmitido a lo largo de los siglos. Se lo ha visto bien en el reciente sínodo extraordinario sobre la familia, en el que ellos estuvieron a la cabeza del despliegue opuesto al "Zeitgeist", al espíritu del tiempo que está tan a la moda miles de kilómetros más al norte, donde las iglesias tienen las cajas llenas y los pasillos vacíos.
“África propone a Occidente sus valores sobre la familia, el acogimiento, el respeto de la vida. Los últimos Papas han tenido gran confianza en la Iglesia de África, lo cual es una invitación a aportar nuestra parte”, ha escrito recientemente el cardenal guineano Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en el libro “Dieu ou Rien”, editado en Francia por Fayard. “Afirmo solemnemente – prosigue el purpurado – que la Iglesia de África se opondrá firmemente a toda rebelión contra la enseñanza de Jesús y del magisterio”.
Una Iglesia plagada por las persecuciones, pero de ninguna manera de rodillas, como ha recordado sólo hace algunas semanas en el Duomo de Milán el cardenal John Onaiyekan, arzobispo de Abuja, en Nigeria. Él, que cada día cuenta los muertos por mano de Boko Haram, ha dado un mensaje de confianza a ese Occidente que pasa los días removiendo pesebres y silenciando campanas porque perturban la conciencia y violan el sagrado laicismo racional: “Estuve en la basílica de san Ambrosio, en la tumba del gran obispo que bautizó al africano Agustín: signo de una herencia que se remonta hasta los primeros que siguieron a Jesús. No es posible que una Iglesia no viva con este fundamento”.
Traducción en español de José Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina.