Juan José Aguirre, misionero comboniano español que es obispo de Bangassou, en República Centroafriana, ha difundido su mensaje de felicitación navideña en el que centa signos de esperanza. Habla de jóvenes armados de machetes que dejaron sus armas y rezaron el Rosario con un sacerdote. Y de que partes de su coche destrozado por la milicia islamista Seleka ahora sirve de material para esquelas. O la historia del chaval que dejó su kalashnikov y se animó a volver a la escuela. Es la Navidad en Bangassou.
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En el mes de noviembre, viendo cargar los contenedores, yo pensaba en la gran cantidad de buena gente que ayuda a la Fundación Bangassou (www.fundacionbangassou.com). Ahora desde África, os deseo feliz Navidad.
La familia de Nazaret fue quién peor lo tuvo. Si habéis preparado un Belén, poned a muchos inmigrantes como pastores, pues son ellos quien peor lo tienen ahora. Los que han tenido la suerte de no ser devueltos en caliente, que al menos tengan una Navidad sin sosiegos ni quebraderos de cabeza. Todos han escapado de las condiciones inaceptables contra la decencia que vivimos aquí, por el sur del mundo, en Centroáfrica, en Liberia o en Sierra Leona, sin ir más lejos.
Preparando a primeros de diciembre las piezas de su Belén, el padre René, párroco en uno de los barrios más calientes de Bangui, vio como un grupo de mocosos armados de machetes quitaban el coche a uno de sus parroquianos. Pensó que, aunque de lejos, aquellos harapientos le sonaban de algo. Como si sus caras y sus bocas de labios prietos –con esa determinación que da el ser muchos y amedrantar a empellones–, las hubiera visto un día en el coro de su Iglesia, saqueada desde hace un año un día sí y otro también. Colocando las rocas del portal y el cristal para dar profundidad al arroyo, preguntó al grupo de gente buena, enemiga de violencias y transgresiones, si en esta Navidad de 2014 fuera posible acercarse a esas lagartijas de rabo cercenado a machetazos unos meses antes y ahora maquinando sus venganzas, mirarlos a los ojos y decirles: vamos a volver a nacer, como el niño entre pajas, pues el ojo por ojo nos llevará directamente a quedarnos todos ciegos.
En esta Centroáfrica desvalijada desde hace dos años, con heridas podridas en el tejido social de pronóstico difícil de restaurar, la del padre René no era una apuesta fácil. Guiado por la audacia que da la fe, se encontró con ellos. Me contó que fue el tercer domingo de Adviento, aquel que la Iglesia llama de la alegría, cuando aquellos jóvenes pidieron públicamente perdón, arrojaron sus cascabeles mágicos al suelo, los canjearon por un rosario y volvieron a nacer a la ternura de la fe. Os parecerá demasiado simple, casi de ficción ese desenganchar venganzas cosidas a machetazos, pero así me lo contó el padre René.
Me creo lo que me contó porque yo mismo, en Bangassou, seguí otro caso. El de un huérfano de 16 años acogido en Mama Tóngolo hacia el 2010 que, con la llegada a la ciudad de los temidos Seleka, se unió a ellos, obnubilado por la ristra de balas que condecoraban sus pechos, y saqueó almas pegando bandazos por los barrios, sin más escrúpulo que el de robar a sus anchas y sin más asidero que el recuerdo de su abuela que se desangró luchando para que él pudiera agarrarse a la vida cuando todavía era niño. Tal vez el de su abuela fuera ya el único pedazo de amor que le quedara en el cuerpo.
El día que vino a la misión con un grupo de rebeldes chadianos, el kalashnikov a media asta y la mirada de acero apuntada sobre mí, sólo tuve que preguntarle: «¿Cómo está tu abuela?» para que, avergonzado y roído por su propia ingratitud, bajara los ojos y el arma al suelo.
Sólo tuve que decirle: «La semana que viene empezamos la escuela: te esperamos», para que abandonara aquel grupo de bandidos desnortados. Tardó varios meses en encontrar un hueco en la sociedad de Bangassou, pero también él volvió a nacer.
Como el hijo de la viuda de Naín, también volvió a nacer mi coche una vez que los Seleka lo habían robado, dado tres vueltas de campana, desencajado y destripado, cuando, con un grupo de jóvenes cristianos y musulmanes, empezamos un proyecto de soldadura. La chapa de mi antiguo coche fue cortada, esta vez con esmero, soldada a otros herrajes para hacer esquelas funerarias católicas y protestantes. Mi coche volvió a nacer en aquellas esquelas de cementerio, como el buey y la mula vuelven a decorar el misterio de la Navidad, vida para dar luz a la muerte, proyecto de futuro para esos jóvenes que con las chapas del coche destrozado van a aprender a soldar hierros.
Vuelve a nacer, con la Navidad la esperanza de que la violencia se pare en este país donde vivo desde hace 34 años, de que se pare la muerte aunque casi estemos olisqueando el virus del ébola que tenemos a dos centímetros en el mapa y a mil kilómetros en línea recta. Volver a nacer en una piel nueva. Volver a salir de vientres de odios para nacer a espacios de paz. Volver a dar la mano a un inmigrante perdido, a dar cobijo a una loca acusada de brujería. Quemar 8.000 armas de guerra como han hecho en Bangui las fuerzas internacionales es un símbolo de un nuevo nacer. Esperanza para el mañana.
Volver a nacer el día de Navidad en una fiesta gigantesca de mandioca y gacela para todos los comensales más pobres de la ciudad, volver a engendrar esperanza allí donde ésta ya no está de moda, de tanto caer en desuso. Pero como dicen todos y todas en la Fundación Bangassou: cuando se termina la esperanza queda… la esperanza de volver a tener esperanza.