Con sus más de dos metros de altura, al armenio Ara Topakian no le resulta difícil convencer a sus interlocutores de que, en su juventud, fue un jugador de baloncesto profesional. Pero su empleo ahora es bien diferente: trabaja como sacristán en la Catedral del Espíritu Santo en Estambul.
«En Turquía si eres de una minoría religiosa no puedes desempeñar ciertas funciones públicas, como militar o policía. Tampoco es fácil trabajar en empresas locales por mi condición de cristiano y armenio», se queja Topakian.
En el último siglo, las diversas comunidades cristianas de Turquía (armenios, griegos, siríacos, levantinos...) han sufrido persecuciones de diverso tipo y, aún hoy, algunos medios de comunicación y partidos nacionalistas los ven como quintacolumnistas al servicio de potencias extranjeras.
Con todo, Topakian reconoce que en los últimos años ha mejorado la situación: «Al menos ahora se puede hablar de ciertas cosas que antes resultaba imposible y, por primera vez, el primer ministro tiene un asesor armenio».
Si los cristianos son una exigua minoría en Turquía -el 0,5% de los 70 millones de habitantes del país- los católicos aún lo son más: apenas 35.000. Inmigrantes asiáticos y africanos, así como refugiados de Oriente Próximo, llegados a Turquía en los últimos años, están dando savia nueva a la Iglesia, mientras comunidades tradicionales como los levantinos católicos -descendientes de europeos occidentales que llegaron al Imperio otomano en busca de oportunidades y aquí se quedaron- se marchitan.
«Los jóvenes se van a Europa a estudiar o trabajar y cada vez quedamos menos», lamenta el italo-turco Mario. «No tenemos problemas [con la sociedad turca] porque somos tan pocos que apenas se nos ve», asegura, aunque reconoce que a veces su comunidad siente «algo de miedo», pues en el pasado han tenido lugar asesinatos por motivos religiosos como el del párroco Andrea Santoro (2006) o el del periodista armenio Hrant Dink y tres misioneros protestantes en Malatya (2007), perpetrados por islamistas y nacionalistas radicales.
El padre franciscano Marcelo Cisneros, cura argentino de la iglesia estambulí de Santa María Draperis, dice que el «afecto» del pueblo turco le hace sentirse «como en casa», pero se queja de que el Estado no reconozca jurídicamente a la Iglesia católica, «lo que nos impide poner bienes a su nombre».
En Turquía existe un sistema por el que las diversas confesiones deben convertirse en fundaciones bajo supervisión estatal, un aro por el que la Iglesia de Roma se niega a pasar.
Además resulta muy difícil -si no imposible- construir nuevos templos cristianos. Hasta hace pocos años, restaurarlos implicaba largos procesos burocráticos.
En Turquía el Estado solo financia a la rama suní del islam. «Desde la proclamación de la República (1923) hay una Constitución laica pero es un laicismo que se ha entendido mal -sostiene Cisneros-. Hay libertad de culto, pero no libertad religiosa».