Josepha Habonimana es víctima de la discriminación en una sociedad patriarcal en la que la tradición manda que los hombres hereden la tierra.
Josepha ha ido encajando las fatalidades que le han sobrevenido, por ser pobre y mujer. A sus 33 años ha parido ocho hijos, dos de los cuales murieron a los pocos meses de nacer.
"Hace tiempo me empecé a sentir muy mal, sabía que tenía tuberculosis pero estaba tan enferma que en el hospital me dijeron que también me hiciera la prueba del sida. Di positivo. Mis hijos mayores, de 14 y 12 años, viven; el tercero y el cuarto murieron; el quinto es seropositivo, y los tres pequeños están bien", cuenta mientras evita que las gemelas que tiene en brazos, Misterine y Butoye, de 16 meses, sigan peleándose.
Josepha es una de las doce mujeres instaladas temporalmente en las modestas dependencias de la Fundación Stamm de Kizuka, en la provincia de Bururi, Burundi, en África, donde siguen un programa de formación para intentar ganar algún día su independencia.
El denominador común de estas mujeres es el VIH, ser madres solteras o abandonadas por sus parejas.
"Mi marido, que nunca quiso saber si él también tenía sida, me echó de casa con todos los niños. Me dijo que no podía cargar con una enferma. Me marché y el se juntó con otra mujer", relata Josepha, que empezó el tratamiento con antivirales en el 2008, en el centro de salud de Mutumba, en la vecina provincia de Bujumbura Rural.
Allí conoció a sor Emmanuelle Ghioldi, una monja suiza que lleva desde 1964 en Burundi y que como directora de este dispensario ha seguido la evolución de Josepha.
"Le dije a sor Emmanuelle que quería aprender un oficio y me pagó los billetes de autobús para que viniera con los cuatro niños pequeños aquí, donde me han enseñado a leer y a escribir y ahora empezaré un curso para aprender a elaborar jabón. Los mayores están con la abuela y van a la escuela."
"El programa dura seis meses durante los cuales les enseñamos una especialidad, pueden elegir entre la fabricación de jabón o cómo explotar un huerto y un rebaño; también les ofrecemos alojamiento y comida. Al acabar les asesoramos para montar su negocio, pero no les damos dinero", explica Verena Stamm, directora de la fundación del mismo nombre.
"Soy optimista -dice Josepha-, cuando finalice la formación quiero trabajar y conseguir un alojamiento decente para mis hijos".
Por el dispensario de sor Emmanuelle han pasado miles, decenas de miles de mujeres con sus bebés.
La mañana del 28 de octubre atendieron tres partos y vacunaron a más de sesenta niños contra la polio, tuberculosis, tétanos, hepatitis B, neumonía...
Ese día las monjas de la orden de Santa María de Schoenstatt estaban de celebración, pues estrenaron una nevera, alimentada por energía solar, para conservar a una temperatura estable de entre 2 y 8 grados las vacunas.
"En Burundi tenemos cortes en el suministro con muchísima frecuencia, la alternativa era el petróleo pero provoca mucho humo", comenta sor Emmanuelle. Este es un proyecto piloto de Unicef que se prevé extender a otros servicios de vacunación.
Gloriose Maniramba es la enfermera responsable de la consulta de VIH de este centro por el que cada mes pasan 140 mujeres embarazadas para ver si se han contagiado. Si es así empiezan el tratamiento con antivirales. En esta y otras 84 clínicas apoyadas por Cáritas han detectado que en diez años ha bajado el número de personas infectadas: en el 2004, el 6,9% de los pacientes que llegaban tenía el virus, porcentaje que se ha reducido al 2,8%.
Maniramba controla la evolución de Germaine Mtezi, de 35 años, y de su marido, Ferdinand Minane, de 43.
Ambos sufrieron un calvario hasta que en el 2004 fueron diagnosticados de VIH. "Nuestro primer hijo nació en el 2002 y falleció a los pocos meses. Era un bebé enfermizo pero no sabemos la causa de su muerte. Al año siguiente tuve dos abortos y en el 2004 me salió una enfermedad en la piel y me confirmaron que tenía el VIH. Mi marido no aceptó hacerse la prueba hasta meses después, cuando empezó a sentirse mal", relata Germaine.
A pesar de tantas desgracias, Germaine estaba muy ilusionada con la idea de ser madre. Empezó un tratamiento con antivirales y poco después se quedó embarazada. Zaburo, que ya tiene nueve años, nació sano al igual que los pequeños Samuel y Adrien.
"Saber que lo que teníamos era el sida fue un alivio", afirma el marido para sorpresa de sus interlocutores. "Sí, sí, es que pensábamos que sufríamos una maldición. Nos vendimos las dos parcelas para poder pagar a un hechicero que rompiera el embrujo. Por eso, cuando nos dijeron que era el VIH pensamos que teníamos futuro", explica Ferdinand, que ahora sobrevive con un pequeño comercio y aceptando cualquier trabajo que le salga.
Germaine y la inmensa mayoría de mujeres burundesas son las que cultivan el campo, aunque la propiedad es de los hombres. Los que heredan son los hermanos varones, se entiende que ellas ya trabajarán en las tierras de sus maridos, suponiendo que todas se casen.
¿Y si la descendencia sólo es femenina o si la esposa enviuda? Lo normal es que se busque a algún familiar masculino para que se quede con las propiedades. "La mujer está en una situación de indefensión, el caso más grave es cuando se queda viuda y la familia del marido la echa", apunta Pedro Guerra, del departamento de protección de la infancia de Unicef.
Guerra recuerda el caso de Valérie, una niña que a los 15 años vio morir con pocos meses de diferencia a sus padres. Ella se quedó viviendo sola en la casa familiar hasta que sus hermanos regresaron para reclamar la finca.
Como se negó a marchar, los hermanos quemaron la vivienda y Valérie se encontró sola y en la calle hasta que unos vecinos la acogieron. Valérie se reveló como una chica espabilada: al poco tiempo ya era presidenta del grupo de microcréditos de su pueblo. Ahora, con 19 años, regenta una tienda-bar y tiene a dos huérfanos a su cargo.