Juan González Nuñez es un misionero comboniano que aunque gallego de nacimiento siente ya Etiopía como parte de sí mismo. En este país lleno de retos y dificultades ha realizado su trabajo misionero, aunque siempre con idas y vueltas. Entre tanto ha sido también formador en Madrid, director de Mundo Negro o asistente general de su congregación.
Sin embargo, siempre acaba volviendo a Etiopía. Esta última vez en una misión entre los “Gumuz” etíopes. Pero cuando ya se sentía asentado la Iglesia le ha llamado a sus 76 años a otro trabajo que exigirá de él un gran esfuerzo: administrador apostólico de la diócesis de Hawasa, la más grande y con mayor número de católicos de todo el país.
Esta es la reflexión que ha enviado desde allí ante su nueva misión y que recoge Obras Misionales Pontificias:
El misionero Juan González Núñez desde el Gran Valle del Rift
“Qué claras y cristalinas debieron sonar las palabras que el profeta Isaías pronunció hace unos 2.800 años ante la pregunta nada retórica de Dios, aunque no se dirigiese a nadie en concreto. ‘¿A quién enviaré?’. El profeta responde de inmediato y sin titubeos: ‘Aquí estoy, envíame’. Justo lo opuesto a cuando el profesor dice en la clase: ‘Necesito dos voluntarios’, y todos los alumnos bajan automáticamente la cabeza, clavando la vista en el libro que tienen delante, no precisamente para ponerse a estudiar, sino esperando que alguno de los vecinos de pupitre alce la mano y diga: ‘Aquí estoy yo’, o hasta que el profe deje caer la propuesta.
Me pregunto si mi respuesta fue tan clara y sin titubeos como la de Isaías cuando en el lejano 1964 dejé el seminario de Orense para ingresar en el instituto misionero de los Combonianos. Sí, me moría por ser misionero, mi deseo alimentado por ‘ir a los que viven en tinieblas y sombras de muerte’, eslogan alimentado por sueños de selvas y desiertos africanos. Fue eso lo que me ayudó a superar los obstáculos que en aquel momento se interponían, el mayor de los cuales era el de la situación de mis padres. Último de una familia de doce hijos, todos mis hermanos se habían ido yendo de casa sin perspectivas de vuelta. Mis padres esperaban aquella tan arraigada solución en aquellos tiempos: irse a vivir con su hijo pequeño a la parroquia donde lo mandaran. Y he aquí que al hijo se le ocurre la locura de irse a las selvas africanas. El ejemplo de Comboni, que dejó a sus padres ancianos y pobres, me confortó.
Pero hete aquí que, por importante que sea el decir sí cuando se arranca para misiones, no va a ser el único momento en que uno se juega el ser fiel de verdad y serlo solo a medias. En realidad, ese es solo el punto de partida. Isaías no nos dice nada de las dificultades que tuvo en su ‘carrera’ de profeta. Pero Jeremías sí nos lo dice. Más de una vez quiso escapar de Dios, porque el peso de su palabra le abrumaba. Protesta pero sigue adelante, fiel hasta la muerte a quien le llamó.
En los variados servicios que la vida misionera presenta, los hay que están en la línea de cómo uno ha soñado ser misionero y que son a medida de lo que uno cree que son sus capacidades y sus fuerzas. Hay otros, en cambio, ante los que uno siente la tentación de plantarse y decir: ‘No, mira, Señor. Lo siento, pero esto no es para mí. Pídeselo a otro. ¿Es que no hay nadie de mis compañeros de pupitre que levante la mano para decir Aquí estoy yo?’.
¿Estoy haciendo una confesión personal como las de Jeremías? Porque, mientras esto escribo, otro de esos momentos cruciales, superiores a lo que uno considera las propias fuerzas, se ha asomado por mi vida misionera. La cuestión es que, cuando uno no tiene ninguna razón humana para echársela sobre las espaldas, es el momento de hacerlo fiado solo en aquel en nombre del cual, al menos teóricamente, uno ha hecho todo cuanto ha realizado en su vida”.