Normalmente se tarda unas dos horas y media en llegar desde Freetown a la misión de los javerianos en Makeni.
Pero nosotros emplearíamos más de cuatro, porque la carretera se ha llenado de controles médicos en los que se toma repetidamente la temperatura a todos los viajeros.
Y, sobre todo, porque desde hace días numerosas barreras militares interrumpen el tráfico para mantener la cuarentena en varios distritos e imponer la prohibición de transitar por el de Bombali, uno de los más afectados por la epidemia, donde se encuentran las dos misiones en las que están destinados los tres sacerdotes españoles que permanecen en Sierra Leona: el javeriano Luis Pérez y los agustinos recoletos José Luis Garayoa y René González.
Los permisos de circulación se conceden con cuentagotas. Ni siquiera la buena posición de la Iglesia Católica en el país garantiza que los misioneros obtengan los imprescindibles salvoconductos. Sin embargo la veteranía de Garayoa en la zona sirvió para abrir a los dos agustinos la treintena larga de kilómetros que separa su residencia de la de los javerianos, permitiéndoles acudir a la cita con los primeros visitantes españoles desde que comenzó la crisis del ébola.
Fue un encuentro breve, de apenas tres horas, ya que debíamos estar de regreso en la capital antes de las siete de la tarde, cuando un incierto toque de queda restringe la circulación. Pero hubo tiempo suficiente para recordar los días compartidos años atrás con Luis Pérez, durante una de las guerras más cruentas de la historia africana. Y, sobre todo, para escuchar y recoger el testimonio de estos tres curas valientes, tan llenos de energía como rebosantes de solidaridad e indignación ante la extrema pobreza y el abandono que enmarcan al ébola.
´La verdad es que podemos hacer muy poco, dada la limitación de movimientos que sufrimos´, reconocía Luis Pérez, ´pero creemos que estar aquí y compartir el sufrimiento de este pueblo ya es algo importante.´ El sentimiento de impotencia es común en los tres sacerdotes. ´Antes yo transportaba enfermos o muertos en mi coche, y ahora los militares no me dejan cruzar la puerta de la misión´, explicaba René González.
Más preocupados que asustados, los misioneros se obstinan en la esperanza. ´Creo que merece la pena seguir luchando´, insistía José Luis Garayoa, ´si leyeras los mensajes de apoyo que he recibido, te emocionarías. Yo me he encerrado en mi habitación a llorar de emoción. Por eso sigo aquí.´
René González, Luis Pérez y José Luis Garayoa, tres sacerdotes misioneros españoles en Sierra Leona; no es fácil reunirlos
El javeriano Luis Pérez conocía bien al doctor Manuel García Viejo, hermano de San Juan de Dios. ´Era un médico para todo, capaz de afrontar cualquier problema y acostumbrado a hacerlo durante muchos años en el pequeño hospital de Lunsar´, comenta sobre el misionero repatriado y fallecido en Madrid.
´Tenía previsto volver a España de vacaciones en septiembre, y decidió quedarse aquí para apoyar a su parroquia en momentos muy difíciles. Tras las muertes de sus dos auxiliares de quirófano y de varios pacientes, todos por ébola, aguardó los 21 días de seguridad en los que se pude incubar el virus. Y comentó que le parecieron un año porque los vivió con gran preocupación.´
´Cuando se consideró sano vio el cielo abierto´, prosigue Luís Pérez, ´y volvió a trabajar. El hospital estaba cerrado preventivamente. Pero se presentó un caso de vida o muerte, de una niña con apendicitis. Había que operarla y la operó. La intervención salió bien. Pero pocos días después, Manolo empezó a sentirse mal. Nos dijo que no quería que lo repatriaran. Sin embargo se ve que le insistieron mucho y puede que acabaran por convencerlo. No sé.´
-¿Qué harías tú, Luís, si contrajeras el ébola? ¿Pedirías que te repatriaran?
-´Es muy difícil decirlo, así, en frío. O mejor, en templado, porque frío es imposible estar. No puedes saber si al final te va a poder el miedo y no vas a controlar tus impulsos. Pero creo que me quedaría aquí, sin más revuelos. Me parece que clamaría al cielo que gastasen una fortuna en llevarme a morir en España, mientras aquí se carece de los medios necesarios para atender a los enfermos. En todo caso, ahora podrían atenderme en el hospital español de la Cruz Roja de Kenema, donde creo que lo están haciendo muy bien.´
-¿Tienes miedo?
-Las primeras semanas lo pasé peor. Ya estoy más tranquilo, aunque siento mucha inquietud y un permanente desasosiego. Pero hay que ser consecuente y asumir los riesgos que supone trabajar aquí, vivir aquí; si no, tendría que dedicarme a otra cosa. Yo estuve una semana secuestrado durante la guerra, en 1999, y entonces me planteé todo.
-¿Notas el miedo en la población rural?
-Claro. Hay mucho, mucho miedo. Hace unos días pasó una ambulancia con un supuesto enfermo de ébola que sufrió un ataque de pánico y se arrojó a la carretera en marcha. Se mató a diez metros de donde yo estaba. Además, hay zonas remotas a las que no llegan las autoridades, y cuyos habitantes huyen si se acerca algún equipo sanitario. Ocultan a los enfermos y entierran los cadáveres durante la noche. Por eso no nos creemos las cifras oficiales.
José Luis Garayoa evidencia su profunda indignación con vehemencia. Sin gestos de ira no se puede explicar cómo la extrema miseria de Sierra Leona es un caldo de cultivo para la epidemia, mientras se produce el intenso latrocinio de grandes corporaciones mineras internacionales sobre las riquezas del país. ´A pesar del ébola, los trenes que se llevan los minerales siguen funcionando´, denuncia el misionero. "Eso es lo único que interesa al primer mundo de Sierra Leona; los seres humanos no cuentan".
"Yo estudié en Filosofía y en Teología que el valor de la vida humana era infinito. Pero mi experiencia es que aquí, en mi parroquia, se me mueren cuatro de cada diez niños sin cumplir cinco años. Mueren de malnutrición o de malaria, o defecando gusanos. Y sufrimos el mayor índice de mortalidad en el parto del mundo. ¿Por qué, si están pasando trenes con diamantes por delante de mi puerta? ¿Por qué aquí ocurren estas cosas y allá, en Europa y en Norteamérica, no? Muchas veces cierro los ojos y le pregunto a Dios por qué. Yo me peleo mucho con Él. Y creo que me debe una explicación".
Aunque el dolor haga más difícil la fe, Garayoa se obstina en tenerla. "Hay gente que me pregunta si en este desastre veo a Dios´, confiesa. ´Yo les respondo que no podemos esperar que Dios baje a hacer milagros contra el ébola. Porque Dios no hace milagros. Dios nos da la capacidad de hacerlos".
"Todos sabemos que si el ébola hubiera brotado en un país del primer mundo como Inglaterra, Estados Unidos o incluso España, lo habrían cortado en cuatro días. Porque en el primer mundo tenemos las condiciones, la infraestructura económica y la infraestructura de salud necesarias para conseguirlo. Pero aquí no hay nada. La salud es una simple mentira".
El misionero explica con dos ejemplos contundentes la decepción que sintió ante la esperada ayuda sanitaria para combatir la epidemia: ´Yo atiendo a 200 aldeas y solo me han dado un cubo para las tareas de desinfección. Llegó un tío en una moto y me dio un cubo de plástico sin grifo ni lejía, porque era cara, dijo. ¿Qué puedo hacer? ¿Me voy con el cubo como Caperucita por las aldeas? ¿A qué aldea se lo doy?".
"Llamé un día a las once de la mañana para avisar de un caso de ébola", continúa, "era un muchacho que estaba vomitando. Murió al atardecer. Y no mandaron los enterradores hasta la una de la tarde del día siguiente. Así que una familia de siete miembros tuvo que dormir esa noche en su choza junto al cadáver".
"Yo no vine a Sierra Leona en busca de aventuras ni mucho menos. Aquí la muerte, el dolor y la tristeza acaban con las ideas de aventuras desde el primer día", cuenta el también agustino René González. ´Yo estoy aquí por la gente de Sierra Leona; si ellos no hubieran sido pobres, si ellos no hubieran vivido en la miseria, si ellos no hubieran necesitado ayuda, yo quizás no hubiera venido aquí de ninguna manera".
René forma parte de una especie en extinción: la de los jóvenes sacerdotes españoles con vocación misionera, cuya escasez imposibilita el relevo de quienes han dedicado su vida entera a ayudar a las gentes de los rincones más infortunados del mundo. Tenía que haber tomado las vacaciones en septiembre, pero ya ha retrasado dos veces el viaje a España.
"Me di cuenta que si me marchaba ahora era como traicionar a la gente con la que he trabajado en estas tierras todos los días, en distintos proyectos", argumenta. "Mi familia sí me dice que quiero morir aquí. Y me pregunta si no quiero volver a casa. ¡Jobar que si quiero volver! Pero les digo que volveré para las navidades, como el anuncio de la televisión. Mi escala de valores me hace estar aquí, con una gente a la que debo mi vida, a la que debo en cierto modo mi vocación".
Se puede ayudar a los misioneros a través del Domund y las Obras Misionales Pontificias (OMP)