Sólo sabemos de él que se llama Josef, que tiene 32 años, que está escondido en las afueras de Kabul y que reza a escondidas arrodillándose ante unas velas, una tosca cruz de madera donde tiene escrito un pasaje del Sermón de la Montaña, y una Biblia. Oculta su rostro y su apellido para salvar su vida, pero ha tenido valor para contársela a Azam Ahmed en un escalofriante reportaje de The New York Times.
Oficialmente no hay cristianos afganos. Si se les descubre y no quieren volver al islam, se les deporta a la India, donde en Nueva Delhi florece una pujante comunidad afgana. Así que nadie se atreve a serlo públicamente en su patria. Con todo, para Josef el frío y húmedo sótano de piedra y arena de tres por tres metros donde vive es, ahora mismo, un lugar más seguro que el Pakistán de donde ha huido. Sólo le acompañan esos objetos religiosos, un cartón de cigarrillos y una carpeta de plástico con recuerdos de su conversión al cristianismo.
Su cuñado, Ibrahim, estuvo no hace mucho en Kabul para matarle por "apóstata". Ofreció 20.000 dólares a The New York Times por revelar su paradero: "Si le encuentro, cuando haya acabado con él mataré también a su hijo, que es un bastardo porque su padre no es musulmán". El pequeño tiene tres años.
A pesar de todo, Josef no va a dar un paso atrás: "Aunque me maten, no volveré a convertirme [al islam]", asegura antes de que conozcamos su duro itinerario vital.
En los tiempos de lo talibanes y la guerra posterior, mientras sus hermanos emigraban a Alemania, él se quedó en Afganistán para cuidar de sus padres. Trabajó como taxista y por las noches estudiaba Medicina en Kabul, donde se graduó. Un día de 2009 vio morir de un disparo a un niño de 8 años en brazos de su madre y decidió escapar. Pidió dinero prestado a su familia, trabajó el doble, y finalmente allegó medios suficientes para irse a Europa, mientras su mujer y su hijo se trasladaban a Pakistán con la familia de ella.
Salió de Afganistán, donde su madre murió poco después. Llegó a Turquía, pasó a Grecia, y de allí hasta Alemania, donde en Hamburgo le recogieron sus hermanos.
Fue en Hannover donde descubrió el cristianismo. Las convicciones mahometanas en las que había sido educado habían quebrado hacía tiempo tras ver lo que vio en su país. Y un día encontró una comunidad protestante que atendía personas de origen persa en su lengua, y empezó a asistir a los servicios por curiosidad. Acogido en un campamento de refugiados en Alemania, allí continuó su proceso de descubrimiento de la persona de Jesucristo.
"Creo que me impresionó la personalidad de Jesús misma. El hecho de que se encarnase para librarnos de nuestros pecados me conmovió. Admiraba su carácter y su personalidad mucho antes de bautizarme", explica. Finalmente recibió el sacramento en Kassel, donde vivía con una de sus hermanas. Sus familiares aceptaron bien su cambio de religión.
Las autoridades germanas rechazaron su asilo y le deportaron a Italia, donde vivió en las calles como un sin techo. Comiendo en instituciones de caridad, deprimido y con la salud deteriorada, viendo imposible asilarse en Europa, decidió volver con su mujer y su hija al norte de Pakistán.
Se llevó consigo un pen drive donde, en algunos documentos, detallaba aspectos de su conversión. Le tranquilizaba llevarlo consigo. Pero un día de marzo, ya en Pakistán, lo olvidó en su casa. Uno de los hermanos de su mujer lo cogió para guardar un archivo, y descubrió su contenido.
Cuando Josef regresó, se desató el horror, en una historia similar a la que ha contado el antiguo imán Mario Joseph en su libro Encontré a Cristo en el Corán. "Le atamos de pies y manos y queríamos matarle. Mi padre se interpuso diciendo que quería antes habla con su familia", confiesa sin pudor Ibrahim. Mientras tanto, le encerraron en una habitación.
Josef logró desembarazarse de sus ataduras por la noche y escapó sin poder despedirse de su mujer y de su hijo. Cogió un autobús y se fue hasta la frontera con Afganistán. Por el camino pidió ayuda a un amigo de la infancia para contactar con una de sus hermanas en Alemania. Ambos son ahora su soporte.
Su amigo le mantiene escondido en Kabul y le lleva comida una vez a la semana: "En los buenos tiempos Josef siempre fue generoso conmigo. Ahora está en peligro y necesita mi ayuda, no tengo otra opción que dársela".
El tiempo pasa despacio para este cristiano perseguido. Desde su escondrijo oye las llamadas de los muecines a la oración de los musulmanes como recordatorio del riesgo que le acecha: "Cuando abandoné mis antiguas convicciones era duro no poder hablar de ello con la gente. Era como una prisión imaginaria. Ahora tengo otro camino. Mi cuerpo está en prisión, pero mi alma es libre".