Este año 2014 se cumplen 20 años de unos de los sucesos más horribles de la historia reciente. En Ruanda se producía un auténtico genocidio en el que cerca de un millón de personas fueron asesinadas brutalmente en apenas tres meses en el intento de exterminio de los tutsi por parte de los hutus. Se cree que en este corto periodo de tiempo consiguieron aniquilar al 85% de los tutsis de este país.
Este terrible suceso causó un sufrimiento extra a la Iglesia Católica, pues Ruanda era considerado uno de los países más cristianos de toda África. El genocidio en el que participó una parte de la sociedad civil dejó en evidencia los escasos cimientos de la fe de un país en el que algunos sacerdotes y religiosas fueron incluso condenados por participar en las masacres. El mismo Juan Pablo II reconocía esta triste realidad en 1996 cuando decía que “todos los miembros de la Iglesia que pecaron durante el genocidio” tenían que “tener la valentía de aceptar las consecuencias de los hechos que cometieron contra Dios y contra su prójimo”.
La sangre de los mártires de la Iglesia
Sin embargo, también hubo un comportamiento heroico de la Iglesia y ahora Ruanda está bañada por la sangre de los mártires. Su fidelidad al Evangelio hizo que hasta tres obispos, un centenar de sacerdotes y hasta 117 religiosos y religiosas fueran asesinados.
Además, miles de laicos fueron asesinados de las maneras más horribles por ser cristiano y negarse a actuar en contra de la voluntad de Dios. Es el caso de los mártires del Camino Neocatecumenal. Cientos de hermanos de esta realidad eclesial fueron asesinados por negarse a matar a otros, por proteger a tutsis y por formar parte de comunidades en las que los tutsis, los hutus y los twa se amaban y convivían.
Un relato sobre las muertes de los hermanos
La revista Communio recogía en 1995 el testimonio de estos mártires. Enrico Zabeo, un sacerdote italiano responsable del Camino Neocatecumenal en Ruanda, relataba en una carta enviada en 1994 a su parroquia en Roma su experiencia durante esas semanas y el firme testimonio de fe de los hermanos ruandeses y cómo muchos habían muerto rezando por sus verdugos.
El padre Zabeo consiguió escapar a las colinas junto al español Ignacio Moreno y la francesa Jeanne Watrelot, responsables de esta realidad en Ruanda, y así salvar la vida aunque algún tiempo después volvieron a las ciudades para buscar a los hermanos de las comunidades y a los sacerdotes.
En la carta enviada a su parroquia de Roma decía que los hermanos “han sido marcados por la presencia del Señor a su lado” y explicaba que “en las comunidades neocatecumenales del sur hay muchísimos hermanos muertos; en Kigali las cosas han ido un poco mejor”.
"Murió rezando por los asesinos"
Pero a pesar de las enormes dificultades y el miedo los supervivientes inmediatamente se buscaron unos a otros para reunirse en las celebraciones de la Eucaristía y de la Palabra. Contaba este sacerdote “dicen haber experimentado la Resurrección: haber pasado de muerte anunciada en muerte anunciada, viendo como la Pascua se hacía realidad, es decir, viendo la intervención de Dios que les libraba de la muerte allí donde humanamente tendrían que haber sido matados”.
El padre Zabeo resumía en su carta algunos de los testimonios que habían podido recabar tras encontrarse con los supervivientes. “Dos chicas, en situaciones diferentes, por dos veces fueron arrojadas al agujero con otros cadáveres, llenas de heridas y garrotazos, y por dos veces lograron salir de él encontrando la salvación. Otra chica (…) murió rezando por los asesinos que la hicieron pedazos.(…) En Butare supimos de un muchacho del Camino al que asesinaron por no haber aceptado matar, de otro dispuesto a morir por haber escondido a dos hermanas buscadas por los asesinos”.
“Escuchar los testimonios de los hermanos ha sido para mí un gran consuelo. Ver la iluminación de algunos hermanos y hermanas ha sido una catequesis inigualable: hecha de acontecimientos de vida, no de palabras vacías”, decía en su carta el catequista itinerante de Ruanda.
En Ruanda el Camino Neocatecumenal llevaba presente desde 1989 y en el momento del genocidio había un total de 19 comunidades, en 8 parroquias repartidas por cinco diócesis.
Rezando el Rosario durante el martirio
Unos de estos mártires fueron Jean Baptiste y Bernardette, matrimonio responsable de la primera comunidad de Nyanza. Cuenta Enrico Zabeo en la carta recogida por Communio que “les hicieron salir de casa y les molieron a palos. Mientras les golpeaban Jean Baptiste gritaba: ‘¿por qué me hacéis esto?, ¿qué mal he hecho?’. Recuerda la Pasión. Bernardette en cambio callaba y a cada golpe hacía correr una cuenta del Rosario.” A ambos les llevaron al matadero y allí les mataron a machetazos arrojándolos en la fosa común. “Hago notar –agregaba- que al matadero fueron conducidos también muchos otros hermanos de Nyanza”. Además, resaltaba “el ensañamiento contra los hermanos de las comunidades acusados de reunirse de noche (¡las celebraciones!) para tramar contra el régimen”, utilizando esto como pretexto.
“Un joven hermano, Innocent Habyarimana, superviviente de las masacres junto a su mujer Eugénie y su niña, nos contaba que durante su fuga había oído a los milicianos, también ellos fugitivos de Nyanza, contar admirados el modo en el que los hermanos de las comunidades habían muerto. A los milicianos les había chocado la dignidad y serenidad con que los hermanos afrontaban la muerte: de manera totalmente distinta a los demás. Los hermanos, de hecho, se entregaban sin resistencia, sin desesperarse, sin insultar y sin odiar”, recordaba.
También los niños respondían con heroicidad
En su carta, afirmaba que esta actitud, “que ciertamente no significaba la ausencia de miedo, era propia también de los hijos pequeños de los hermanos”. A estos niños, los milicianos les gritaban burlándose de ellos: “os han enseñado bien en vuestras reuniones nocturnas la disciplina para afrontar la muerte”.
Una muerte brutal tuvo también la hermana Françoise, religiosa y catequista del Camino Neocatecumenal. Fue víctima de múltiples machetazos y dada por muerta por lo que fue arrojada a un profundo agujero junto con otra hermana. “Durante tres días se oyeron sus lamentos y en vano las monjas supervivientes, ancianas y miedosas, trataron de sacarla fuera lanzándola una cuerda, también por culpa de las fracturas y heridas de los brazos. Las hermanas recurrieron entonces a la gendarmería que, en vez de enviar a los socorristas, envió a los milicianos, quienes lanzaron piedras al agujero, acabando con la hermana Françoise y cerrando la fosa con tierra”.
También la joven Grace Uwera, de tan sólo 25 años, tuvo una muerte admirable. “El relato tan simple y bonito, es digno de los mártires de la primitiva Iglesia, a los que no tiene nada que envidiar, y convergen –según cuenta el padre Zabeo- en unpunto: Grace murió pidiendo a Dios por sus asesinos”.
Abrió la Biblia y rezó por sus asesinos
Cuando llegaron los asesinos a por ella, logró huir con su Biblia pero una vez “atrapada por los milicianos Grace fue llevada a un puesto de control en el que se hacían las ejecuciones y donde estaba la fosa común. Antes de ser asesinada pidió un tiempo para rezar. Dijo a sus asesinos: mundekere akanya, nisabire nkabasabira: ‘dejadme un momento para rezar por mí y también por vosotros’. Cogiendo su Biblia la abrió, leyó, rezó y después se dirigió a los asesinos diciendo: ‘ahora haced lo que queráis´. Y ofreció la cabeza”. Primero fue golpeada con una azada y después la mataron a machetazos.
Estos son solo algunos de los testimonios de los hermanos de Nyanza. Hubo hermanos hutus que se jugaron la vida escondiendo a tutsis de la comunidad al igual que hicieron los twa (pigmeos). Y es que el sacerdote italiano afirmaba que “cuando reunimos de nuevo a los hermanos supervivientes de Nyanza, contamos 51 entre las seis comunidades”. Una auténtica masacre.
"Aún no teniendo nada, lo tenían todo"
También lograron encontrar a otros miembros de las comunidades del resto de Ruanda. En un campamento de refugiados pudieron estar con diez jóvenes que habiendo estado escondidas en las colinas seguían llevando a cabo la celebración de la Palabra. Contaba admirado el padre Enrico Zabeo que era “impresionante constatar que no proferían palabra alguna de tristeza, de rabia, lamento o murmuración. Y sin embargo, desde hacía ya 6 meses no tenían nada y comían granos de maíz con judías cocidas, ¡y sólo eso! La Palabra les saciaba. Nos impresionó verdaderamente su alegría”. Emocionado, este sacerdote italiano añadía que “aún no teniendo nada, ¡lo tenían todo! “.
Un día después hallaron a otro hermano, Vedaste, que arriesgó su vida en varias ocasiones “bajo las amenazas de los milicianos porque iba a visitar a las hermanas tutsis al campamento, siendo el hutu”.
También heroico fue el comportamiento de Faustin, el responsable de la comunidad. “Nos contó que los milicianos fueron a buscarlo para obligarlo a unirse a las milicias en las masacres. Faustin, llamando a la mujer y a los hijos, hizo pública profesión de fe diciendo: ‘deseamos ser cristianos y no queremos hacer nada contra la ley de Dios; no queremos hacer daño a nadie, ni yo, ni mi mujer, ni mis hijos. Aquí estamos todos. Haced de nosotros lo que queráis, pero ninguno de nuestra familia haremos algo que esté mal”. El soldado le marcó la cara con una bayoneta y le golpeó pero no les mató. Lo que hizo fue abrir una enorme fosa común debajo de su casa para que viese todas las ejecuciones.
“Tenemos en esencia un batallón innumerable de hermanos que rezan por nosotros. TE MARTYRUM CANDIDATUS LAUDAT EXERCITUS" (el blanco ejército de los mártires), concluía Enrico Zabeo.
Si quiere leer el testimonio íntegro publicado en la revista Communio lo puede encontrar aquí.