La vida contemplativa dio un salto más allá de Europa. Hace 25 años once hermanas del monasterio de Santa Clara en Astudillo (Palencia) viajaron hasta Angola para dar a conocer allí una forma de vida hasta entonces inexsitente: la clausura.
«Vamos a ver a estas hermanas que no ven el sol», era uno de los comentarios más extendidos entre los ciudadanos de Malanje, ciudad donde empezó esta inmensa obra. Así fue como, a pesar de la pobreza y de la guerra civil en la que se enconraba el país, el esfuerzo de estas monjas no cayó en saco roto y tuvo ricos frutos: la clausura fue una de las vocaciones mejor aceptadas entre el pueblo angoleño. De este modo, ocho monjas angoleñas vinieron a vivir al monasterio de Astudillo.
La vida contemplativa era una auténtica novedad para la gente. «Hay muchas conversiones al catolicismo en Angola, incluso personas de sectas que se vuelven a Dios, porque la gente confía en el poder de la oración, y eso es lo que nosotras hacemos: orar. Se fían de nosotras porque es como si estuvieran hablando con Dios», expone una de las hermanas.
Asímismo, la respuesta por parte de los angoleños ha sido de respeto y cariño, «había una gran aceptación, pero también es cierto que las familias en Angola son profundamente religiosas y con una gran espiritualidad. Las veíamos como algo especial y confiábamos en su oración», comenta una de las ocho angoleñas que han venido a España. «Nosotras fuimos para responder a la Iglesia, que nos pidió implantar allí la vida contemplativa, y así lo hicimos».
Gracias a la buena voluntad de las hermanas, la gente encontró en ellas un regufio y un consuelo. «A pesar de ser dos naciones distintas, ellas supieron hacerse con el pueblo», aseguran. «Fueron tiempos muy difíciles. El país estaba en guerra, la pobreza y el hambre se extendían. Los testimonios de las españolas nos ayudaron muchísmo. Lo poco que tenían lo compartían y refugiaban a la gente durante los bombardeos», relatan las hermanas angoleñas.
No obstante, la ayuda no fue solo material sino también espiritual. Ofrecen a las personas la «escucha», sesiones en las que dos o tres hermanas escuchaban, alrededor de dos horas, los problemas de aquellos que buscaban su consejo. «Empezamos con un diálogo ameno, dando absoluta libertad: si quieres hablar, habla. Hay veces que se encuentran tan en pecado que no son capaces de comunicarse con Dios, y ahí estamos nosotras para ayudarles», comentan las religiosas.
Los frutos se dejan ver en el incremento de las vocaciones en Malanje. Desde la llegada de estas once hermanas se ha triplicado el número. En concreto, un grupo de religiosas se trasladó a Luanda donde fundaron otro monasterio en el que han llegado a ser cuarenta hermanas. La labor también continúa en Mozambique aunque está siendo más difícil debido a la presencia musulmana.