Octubre es el mes del rosario, y se escuchan con particular agrado las experiencias que esta devoción centenaria, la más recomendada por los Papas a lo largo de la historia de la Iglesia, ha ido dejando por el mundo.
Especialmente hermosa en su aparente nimiedad y sencillez es la que vivió un grupo de misioneras en un pueblo de pescadores cercano a Trivandrum (Kerala), en el sur de la India. Fue pocos años antes de que el tsunami del 26 de diciembre de 2004 barriese esa zona, cuando nada hacía perver esa oleada de destrucción y muerte.
Fueron invitadas a compartir unos días con las buenas gentes de la región, una zona con abundante población cristiana donde los católicos se denominan a sí mismos "católicos de San Francisco Javier", porque fue él quien siglos atrás atrajo a la fe a sus antepasados, mantenida luego por los jesuitas portugueses.
Su iglesia, del siglo XVI, apenas había sido rehabilitada desde entonces. Sólo había un banco con reclinatorio, el suelo era de arena, las imágenes estaban gastadas por los años... pero la fe seguía intacta. Las ancianas hablaban en voz alta con María Santísima, las jóvenes, con la cabeza cubierta por el sari, se arrodillaban sobre el suelo arenoso, los ancianos curtidos por el sol rezaban al santo navarro con la piel evidenciando sus años de trabajo sobre la cubierta de un barco.
Las misioneras visitaron luego un parque junto al mar donde, en una improvisada aula, una catequista explicaba en inglés, luego traducido al malayalam -el idioma de Kerala-, edificantes historias de mártires.
"Ya al final de la tarde, mientras el sol se ponía sobre el mar, con un ambiente engalanado de tonalidades doradas, el grupo emprendió camino de regreso hacia la aldea, distante unos dos kilómetros, caminando sobre las silenciosas y calientes olas del océano Índico", relata Elizabeth Kiran para Gaudium Press.
Pero tras este subyugante paseo, que concluyeron ya anochecido, "les esperaba lo mejor". En la aldea, junto a la playa, delante de las cabañas de los pescadores, se encontraron una vela enterrada en la arena y un grupo de personas orando en malayalam. Les invitaron a unirse al grupo. Y aunque no comprendían las palabras, enseguida descubrieron, viendo las conchas unidas por un hilo que, a modo de cuentas, deslizaban entre sus dedos los presentes, que estaban rezando el rosario.
Eran quince mujeres de entre 25 y 70 años, quienes, sonriendo, animaron a las misioneras a compartir las avemarías, aunque fuese en inglés.
"Tras cada misterio se entonaba un canto, en ocasiones un poco melancólico y arrastrado, en ocasiones con rimas más alegres. El ruido del mar, tan cercano, lejos de encubrir sus voces, las dotaba de un fondo musical": era, confiesa Elizabeth, como si cada noche esperasen el regreso imposible de San Francisco Javier, dispuesto a continuar la evangelización y a hacer crecer la semilla plantada en un pasado mejor.
El rosario fue largo, se rezó completo. Luego las mujeres, sin abandonar sus sonrisas como única forma de comunicación, las invitaron a una comida que se prolongó también para "responder preguntas curiosas, contar historias, aclarar dudas, reforzar lazos de amistad".
Bien entrada la madrugada, las misioneras se despidieron de sus anfitriones, subyugadas por la fe de unas humildes familias de pescadores a quienes tal vez se llevó aquella ola gigante, junto con sus rosarios de conchas, para abrazar por primera vez, como hicieron un día sus ancestros, a San Francisco Javier.