Como decía Juan Pablo II, la primera víctima de todas las guerras es la verdad. ¿Está justificada la intervención militar occidental o nos hemos abandonado a una violencia que se reviste de la coraza de la justicia?

No han sido atendidas las sucesivas llamadas del papa Benedicto XVI para que el diálogo prevalezca sobre la violencia, la última realizada el pasado día 16 de marzo. Antes bien, el creciente nerviosismo de las cancillerías extranjeras ante una situación que “no evoluciona ni en un sentido ni en otro”, según ha reconocido el Ministro de Defensa francés Gérard Longuet, en las últimas horas las fuerzas de la OTAN están incrementando los bombardeos aéreos sobre blancos selectivos en la ciudad de Trípoli. Se contabilizan ya más de 2.500 operaciones aéreas desde que empezaron las hostilidades hace ahora dos meses. El gobierno de Gadafi sufre un fuerte desgaste pero sigue al frente de la mayor parte del país.


La opinión pública occidental parece ganada para la causa de la licitud de las campañas aéreas. Por eso sorprende el testimonio del Vicario Apostólico de la Iglesia Católica en Trípoli, quien a través de la Agencia Fides, nos hace llegar sus testimonios in situ día sí, día no. Al principio de la crisis, este experto conocedor de la situación –lleva 40 años en Libia– advertía que “quienes han promovido esta guerra deben comprender que Gadafi no cederá. Se corre el riesgo de crear una crisis muy larga, de resultado incierto”. Los hechos parecen darle la razón.

Martinelli denuncia que hay culpa en ambas partes, régimen y oposición, como no puede ser de otra manera en un país dividido entre la región de Trípoli, más afín a Gadafi, y la Cirenaica en oriente, con mayor penetración del islam radical y germen de las fuerzas de la oposición. Lasituación de conflicto entre ambas partes es anterior incluso a la época de la colonia italiana,  y la “primavera árabe” no ha hecho sino actuar como catalizador para reavivar este conflicto. Nada que ver con la situación de Túnez y Egipto, donde la causa de la protesta era el descontento de la población por la precaria situación económica.


¿Ha hecho bien occidente, ante la insistencia de Francia, posicionándose a favor de una de las partes enfrentadas, por lo que la revuelta ha degenerado en una cruel guerra civil sin vuelta atrás?

En un país donde el factor tribal es determinante, Monseñor Martinelli opina que se tenía que haber recurrido al diálogo entre los “hombres sabios” de las tribus para evitar la confrontación. ¿De verdad se ha agotado la vía del diálogo?


Varios cientos de miles trabajadores inmigrantes evacuados –Libia es un país rico–,  cuarenta mil desplazados internos, decenas –tal vez centenas– de víctimas (“daños colaterales”) de los bombardeos selectivos de la OTAN, comercios y gasolineras desabastecidas, hospitales con crecientes carencias de equipos, precariedad en aumento, sufrimiento y estrés por los bombardeos, perspectivas sombrías, resentimiento anti-occidental de un sector importante de la población, etc. ¿No se podía haber evitado? “La guerra, las bombas no resuelven nada, es inmoral”, “mucha gente quiere la paz”, repite constantemente Mons. Martinelli, cuyas numerosas llamadas al cese de los bombardeos han sido respaldadas por la Conferencia de Obispos del Norte de África.

La intervención se autorizó por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con el exclusivo fin de “proteger a los civiles y a las áreas pobladas bajo amenaza de ataques”. Ahora se pretende derrocar a Gadafi, cueste lo que cueste, recurriendo incluso al intento de asesinato (si hijo Saif-Al Arab, su nuera y tres nietos de 3y 2 años y 4 meses, han muerto en un ataque a la residencia del dictador).


El jefe del gobierno provisional que agrupa a las fuerzas de oposición, Mustafa Abdel Jalil, anuncia sin ningún pudor que “los amigos que apoyan la revolución gozarán de las mejores oportunidades en futuros contratos en Libia” (Wall Street Journal, 23 de mayo). Hay motivos sobrados para interrogarse sobre la rectitud de intención de los principales países intervinientes.


En algunos sentidos, bajo el mismo pretexto de implantar un régimen democrático, parece que estamos ante una repetición de la intervención en Irak, cuyos desastrosos resultados son de todos conocidos. Como apuntaba Juan Pablo II el recurso a la violencia, a las armas, además de irracional siempre es inútil: no arregla nada, no trae la verdadera paz, siembra odio y resentimiento, y al final, de todas maneras, siempre hay que regresar al diálogo.